viernes, 6 de marzo de 2015

Soy una intolerante.

A medida que me hago mayor me doy cuenta de que en lugar de pasar más de todo, me afectan más las cosas. Bueno, quizá la palabra “afectar” no sea la más adecuada. Creo que debería decir mejor: “En lugar de pasar más de todo, más cabreo interno me generan las cosas”. La experiencia es un grado, dicen. Yo, a pesar de ser relativamente joven, creo que ya tengo unas cuantas licenciaturas y un par de doctorados en cuando a experiencia se refiere. Experiencia de la vida. Por eso, si alguien trata de aprovecharse de mí, le cazo al vuelo antes de que haga el primer movimiento sospechoso. Si comienza una trifulca, soy capaz de intuir cómo van a reaccionar como si fuera Bruce Lee en un combate de kárate, y aunque me vea en medio de una lluvia de mamporros virtuales, soy capaz de aguantar los insultos sin despeinarme y sin una palabra fuera de tono. Eso sí, el cabreo interno no me lo quita nadie. Gracias a mi gran experiencia en meditación, he aprendido a que las malas emociones me resbalen, pero aún así siempre queda un poso desagradable.

La razón por la que debo andar por la jungla de internet con un spray de pimienta en el bolso no es porque yo vaya buscando problemas. Es solo que internet no es más que un reflejo de la sociedad, por tanto también existen callejones oscuros, antros de mala muerte y lugares poco iluminados en los que tu vida corre peligro. También hay muchas personas que se refugian en su anonimato, y como a ti tampoco te conocen, quizá gustan de imaginarte como una pobre niña desvalida y sin un duro que sería capaz de vender su cuerpo por un mendrugo de pan. Algunos incluso afirman que su propósito es reunir fondos para luchar contra el tráfico de seres humanos, mientras que por otro lado tratan de aprovecharse de ti y de tu trabajo, esperando que tu tiempo y esfuerzo les salga gratis. Esto me pasaba en el mundo real, y ahora, también me pasa en el mundo virtual. No es que me pille de sorpresa, solo me corroe las entrañas. Tanto que estoy a punto de ir al médico por una úlcera en el estómago.


Soy una soñadora, no lo puedo evitar. Los lectores habituales del blog ya se habrán dado cuenta, y los que me conocen personalmente lo saben. También me gusta luchar por causas perdidas, soy así de idiota. Lo bueno (o lo malo) es que no tengo nada que perder. Y esto no es solo un dicho. que no tengo nada que perder. Eso me hace extremadamente peligrosa. Es un arma que intento no utilizar, pero si alguien me cabrea lo suficiente, la sangre (virtual) podría llegar al río. La culpa de todo la tiene mi intolerancia. Esa es mi principal enfermedad. No tolero las injusticias. Ni que me tomen el pelo. No tolero que me falten al respeto y pretendan degradarme, pensando que con vanas palabras me hundirán en la miseria, pataleando como un niño con una rabieta cuando ni siquiera me conocen y además lo único que he intentado es hacer valer mis derechos (y tal vez por ser más inteligente que ellos, que quizá es lo que más les duele). No sé si es que ya soy perra vieja, pero lo cierto es que me hacen sonreír. Mucho. Igual que si estuviera en el circo presenciando un espectáculo de fieras. Igual,  porque eso también dejó de divertirme hace tiempo. La sonrisa no es por lo agradable del espectáculo, sino porque lo he visto antes y sé lo que va a ocurrir. En el fondo no me hace gracia porque como intolerante que soy esas actitudes humanas me reconcomen por dentro y pueden sacar lo peor de mí. Cada vez me pasa menos, pero el riesgo está ahí latente, igual que late la vena del cuello a punto de reventar.

El otro día alguien decía que sentirte alienado de los demás —sí, eso también me ha pasado de toda la vida, porque soy así de rara— te podía llegar a hacer más tolerante. Yo al principio respondí medio en broma medio en serio que eso no era así, porque yo noto que cuanto más vieja soy, más intolerante me vuelvo. Pero luego comprendí que era cierto, solo que lo de volverse tolerante es muy a largo plazo. Quizá lo que ocurre es que hay varios tipos de intolerancia. Yo he llegado a un punto en el que no tolero apenas nada. Antes era joven e inocente, si alguien pretendía hacerme daño tendía a huir o a no protestar. El cabreo interno era el mismo, pero tenía cosas que perder... o eso creía entonces. Ahora lucho, y siempre lucharé, porque si no luchas el mundo nunca cambiará. Porque somos nosotros los que tenemos que cambiarlo, haciendo lo que sea que está en nuestras manos. Pero aunque luche, en realidad la lucha se ha convertido en algo más impersonal. No se trata de odiar a nadie en concreto ni de buscar venganza, sino de aceptar que hay un gran número de seres humanos que aún son como niños. O como animales domésticos, como decía mi amiga: no puedes pedirles más de lo que son capaces de dar, así que no tiene sentido echarles la culpa de nada. Al final te vuelves más tolerante con ellos porque acabas viendo que no merece la pena intentar cambiarlos. Como mucho puedes intentar que mejoren un poco, teniendo en cuenta que ese “poco” va a ser una cantidad mínima. Y la única forma de hacerlo es resistiéndote a sus intentos de humillarte. No puedes otorgarles el poder, o seguirán haciendo lo mismo una y otra vez. De hecho, ya lo hacen, porque por desgracia hay otra parte de la humanidad que sí piensa que tiene algo que perder y aceptan las reglas que otros han puesto porque piensan que no hay otra opción. Es entonces cuando me asalta otro tipo de instinto, el de protección hacia mis colegas. Una causa estúpida y destinada al fracaso. Estúpida, porque a mí nadie jamás me ha echado una mano (salvo muy contadas excepciones), y sin embargo, eso no me hace menos generosa. Y destinada al fracaso porque aquí, o te proteges tú mismo, o los palos te seguirán cayendo... pero no porque hagas algo mal, sino porque el mundo funciona así, y nosotros mismos lo permitimos. Pero me da igual. Aunque ahora mismo mis colegas o futuros colegas no sean más que caras invisibles y desconocidas, la solidaridad hacia ellos existe, porque por suerte algunos de ellos han abierto el camino, y si hay algo en lo que de verdad creo, es que hagamos lo que hagamos, tenemos que apoyarnos unos a otros. Si algunos se quedan callados, yo no pienso hacerlo.    

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