martes, 30 de diciembre de 2014

Cómo hacer que una panda de gañanes se ponga a trabajar.

(Hacía mucho que no publicaba un relato. Pido disculpas con antelación, pero esto es lo mejor que he podido escribir en estas fiestas tan abur... señaladas).

El humo ascendía en volutas hacia el fluorescente ubicado en el centro geométrico del techo de la sala de reuniones. Las zapatillas Geox de última generación con suela de goma hacían un sonido chirriante si se frotaban contra la madera lacada de la larga mesa que ocupaba la mayor parte de la habitación. Por eso María posaba sus pies en ella con infinito cuidado, puesto que no quería que nada perturbara su pensamiento, ni siquiera la música que provenía del Windows Media. Hasta el ordenador de sobremesa estaba apagado. Había algo que preocupaba a María... y no era el menú de Nochevieja que iba a tener que preparar en menos de veinticuatro horas, puesto que iba a repetir exactamente los mismos platos que en Nochebuena, incluidos los langostinos con salsa holandesa que tanto éxito habían tenido (a pesar de ser langostinos congelados y haber sido la primera vez que hacía salsa holandesa... de todas formas, ¿alguien sabía cuál era la diferencia entre salsa holandesa y mayonesa?). No, lo que más le preocupaba era la escasa actividad que había en la oficina y el alto nivel de escaqueo de sus compañeros. Carlos se iba a hacer dominadas al parque de dos manzanas más allá en cuanto llegaba la pausa del café que teóricamente era de quince minutos pero que parecía cundirle bastante a juzgar por el grado en que se le marcaban los músculos dorsales en su camiseta. Alfonso se movía con sigilo y ni siquiera te enterabas cuándo iba al baño, pero curiosamente nadie parecía estar seguro de qué aportaba al grupo, si es que alguien se acordaba de él. A Soraya le sonaba el wassap cada dos segundos y medio, y cuando no le sonaba era porque estaba twitteando algo... Y Martín siempre decía que andaba ocupado, cuando en realidad lo que miraba con cara de interesante en la pantalla de su portátil eran las noticias de El Mundo.
Las gráficas no dejaban lugar a la duda: el rendimiento del grupo estaba bajo mínimos. Si hubieran tenido un Psyleron en la oficina la línea no se habría desviado hacia abajo indicando que el mal rollito se extendía entre los trabajadores, sino que directamente el pico negativo habría bloqueado el programa y tal vez alguien habría acabado matando a alguien. ¿Quizá Martín a Soraya? Se comentaba en los desayunos que aún estaba dolido por haberle dejado, pero no... aquello no tenía nada que ver con amor o sexo, sino con pura dejadez, frustración y el elevado grado de sociopatía que presentaban los que ejercían la profesión de escritor, según el último estudio del Instituto para la Salud Laboral en Ambientes Virtuales. Además había quedado demostrado que ni la medicación ni el rellenar varios folios con la palabra REDRUM separada por un espacio tenía efectos positivos en la conducta de estos profesionales.
Unos pasos silenciosos se acercaron atravesando la moqueta grisácea de la sala de reuniones y María protestó al sentir que alguien le daba una colleja.


—Coño, María, ¿no te dije que está prohibido fumar en el despacho?
—Pues no sé, me estarías hablando mientras intentaba formatear mi última novela, porque no me acuerdo... Ya sabes que las tareas que exigen una inteligencia sobrehumana no me dejan neuronas suficientes para recordarlo todo. Además estoy pensando.
—¡Oh! ¿De veras? ¿Y en qué piensas?
—¿Aparte de cómo deshacerme de mi jefe sin dejar huellas?
—Claro. Ya sé que eso es lo que ronda tu cabeza desde que nos conocimos, pero la última vez no tuviste suerte con lo de los frenos...
—Fue culpa del mozo del taller. Tal vez sea mejor trabajar sola.
—Bueno, todo depende de cuáles sean tus intereses, ¿no?
—Tal vez.
­—Bueno, ¿y qué pensabas? Porque sé que nunca jamás has fumado, ¿qué te pensabas? Conozco a mis empleados, ¿sabes?
­—Ok. Te lo voy a decir ­—María bajó los pies de la mesa y se incorporó en su silla, enseñando un esquema garabateado en una libreta que había pedido prestado a la secretaria—. ¿Ves esto?
—Sí.
­—He estado dándole vueltas a por qué cada vez que vengo a la oficina no tengo ningún correo en la bandeja de entrada, ni hay ningún comentario nuevo en ninguno de mis blogs, ni tampoco nadie me ha pedido una solicitud de amistad en el Facebook, ni por qué nadie escucha a nadie en las reuniones de vecinos de mi comunidad. Pero enseguida noté cierto dolor en mi sien izquierda que me hizo recordar que la caldera sigue parándose después de hacer un ruido como de succión, sabes, como si fuera a explotar... No tengo dinero para pagar al técnico así que pregunté a un vecino, me cogí un destornillador y me propuse arreglarla yo misma, más que nada porque cuando salgo de la ducha tengo las pestañas escarchadas... pero no como las frutas, sino con hielo de verdad, el congelado. Así que corté el agua y empecé a destornillar todo aquello que podía acoplar con el destornillador, y fui poniendo las piezas una a una cuidadosamente ordenadas en el suelo. Saqué una rata muerta de una de las tuberías y pensé que ya lo había solucionado, pero al ir montar otra vez la caldera, me di cuenta de que me sobraban piezas... y eso que había hecho un esquema para no despistarme. Eso que puedes ver son las tripas de mi caldera. Me preguntaba si alguna vez viste la tuya, así quizá me podrías echar una mano...
El jefe echó un rápido vistazo al esquema y no, no la reconoció. Bueno, por un segundo pareció que sí porque se rascó el mentón y adelantó un dedo como si fuera a decir algo, pero después frunció el entrecejo y no dijo nada.
Aún absorto, se levantó y caminó lentamente hasta la máquina de café, se sirvió una taza con dos terroncitos de azúcar, continuó hasta su despacho, se sentó en su sillón de jefe, abrió un documento de Word y tecleó, entre sorbo y sorbo al café:

“TAREA URGENTE: Mis empleados se dispersan. Nadie está en lo que tiene que estar. Todos se quejan, pero aquí nadie hace nada. Hay que parar esto... al menos antes de que llegue el fin de Enero, porque entonces el presidente de la corporación me pedirá las cuentas y entonces se nos va a caer el pelo y no se va a salvar ni el Tato del E.R.E.”.

Mientras pensaba qué hacer para poner a trabajar a su panda de gañanes, su mano derecha se movió inconscientemente al ratón y de pronto se maximizó la pantalla de los Lemmings, nivel 42, ese en el que solo tienes un escalador, un cavador y un paracaidista para salvar a treinta de los tuyos. Era el decimotercer intento y todavía no había conseguido meterlos a todos en la madriguera. Se iban a enterar esos muñequitos.

viernes, 5 de diciembre de 2014

El Ángel de la Muerte (19).

[En capítulos anteriores... El Ángel de la Muerte (18).]

―¿Es este el número? ―preguntó Tot.
Skel lo volvió a comprobar.
­―El 245 de Willow Lane, sí, es este.
―¿Estás seguro? A ver si le vamos a dar el susto al vecino y no a tu antiguo novio...
―Que no, Tot, viví aquí durante catorce años, ¿sabes? Puede que sea algo simplón pero no soy tonto.
―Yo no dije eso, Skel, no te enfades conmigo...
―Perdón, es que estoy nervioso, digo nerviosa... o nervioso, no sé, hace tanto que no le veo...
―Por cierto, ¿por qué te has puesto así de mamarracho?
―¡Es el vestido que me puse en la boda de mi hermana! Mira qué color púrpura tiene... y las lentejuelas, cómo brillan a la luz de la luna. Mira, mira qué vuelo más delicado ―y Skel giró sobre sí mismo para demostrárselo―. El escote enseña solo lo justo y los finos tirantes resaltan el atractivo de mis hombros. A Rudy le encantó tanto que no pudo esperar a la noche para...
―¡No hace falta que nos cuentes los detalles! ―intervino Leuche al ver lo pálido que se estaba poniendo Tot.
Los tres estaban de pie de espaldas a la carretera, un camino con curvas que iba bordeando unas bonitas zonas ajardinadas con las típicas casas americanas de dos pisos y garaje, con un buzón en la puerta y un vecino que te daba la bienvenida con una cesta de flores y dulces. Así, a lo Poltergeist. En la parte de atrás había sitio para construir una piscina en la que acabarían saliendo esqueletos por haber sido construida la urbanización sobre un cementerio.


―Por cierto, bonita casa ―añadió Leuche―. Aunque coincido en lo del vestido. ¿No tenías uno con menos floripondios?
―Que os zurzan a los dos ―replicó Skel―. No me vais a amargar mi momento... Bueno, ¿entramos o no?
Tot consultó su reloj. Si habían hecho bien los cálculos y los vórtices temporales no les habían desviado mucho de su trayecto, el marido de Skel estaba a punto de aparecer en su Pontiac rojo de cambio automático. Sonrió. Le encantaba la puntualidad.
―Entremos... no sin antes repasar el plan. Recordad: ante todo, mucha lógica y precisión. Tú al dormitorio sin vacilar. Yo al salón a...
―¡Ejem! ¿Pero no ibas tú a la cocina? ―preguntó Leuche.
―¿Yo? ¿A la cocina yo? No... esto... bueno, vale, al final he encontrado algo que podrías hacer tú: un bizcocho de chocolate, o sea, imitar el olor que tiene justo cuando lo sacas del horno...
Leuche frunció el ceño. Si eso era todo, menudo aburrimiento.
―Ya. Y tú... ¿de qué te ibas a encargar exactamente?
―Todo lo demás. ¿Te parece poco? La música, los efectos electromagnéticos... los juegos de luces... No quiero recordarte que si no fuera por ti aún conservaríamos un puesto en el Departamento de Ángeles de la Muerte y no necesitaríamos estar aquí arriesgando nuestros pellejos para que Skel pueda visitar a su querido marido.
―¿Ah, sí? ¿Y he de recordarte yo que gracias a mí no serviste de aperitivo a una jauría de perros mutantes?
―Seguro que me habría desecho igual de ellos sin ti...
―Pues no era eso lo que parecías pensar cuando el tierno animalito se estaba relamiendo su hocico.
Skel les hizo callar a los dos clavándoles los tacones de sus zapatos en cada uno de sus ojos. A Tot en el derecho, y a Leuche en el izquierdo, siguiendo la ley del mínimo esfuerzo, ya que él estaba en medio de los dos, echándose el perfume Coco Chanel número 5 en los lóbulos de las orejas y perfilándose los labios. Luego tiró de ellos para sacarlos, hicieron un sonido parecido a “blop” y se los puso de nuevo en los pies, apoyándose levemente en Tot.
―Desde luego, no contéis conmigo para volver a bajar al astral de manera subrepticia, para esto mejor contrataré a los de la mafia fronteriza la próxima vez ―dijo Skel con aire desdeñoso mientras se acababa de retocar mirándose en un espejo de mano. Después lo cerró con un clic y atravesó la puerta de entrada sin más. 
Tot y Leuche se miraron. Leuche sacudió la cabeza. No sabía por qué pero por alguna razón disfrutaba haciendo de rabiar a Tot... y sospechaba que Tot también disfrutaba haciendo lo mismo con él. No tenían arreglo.
―Anda, tira ―dijo Leuche.
―No, tú primero.
Leuche vaciló un instante, temiendo alguna otra jugarreta de Tot.
―Vale, pero porque soy un caballero...
―Como tú digas.
El ruido de un motor en la lejanía y las luces reflejándose en las ventanas de la casa de al lado les obligó a apresurar el paso... o el deslizamiento mejor dicho. Se situaron en los puntos estratégicos de la casa y esperaron a escuchar el ruido de la llave en la cerradura. Rudy era un hombre en la cincuentena con aspecto algo cansado que solo parecía desear una cena recalentada en el microondas y un último vistazo a las noticias de la CNN antes de irse a la cama. Skel les había contado que Rudy era muy, muy escéptico. Tenían que asegurarse de actuar antes de que se bebiera su copita de coñac o se tomara su pastilla para dormir, porque si ese era el caso, ya tenía una buena excusa para hacerse a creer a sí mismo que todo habían sido alucinaciones... y no, eso no se lo podían permitir, después de todo lo que les había costado atravesar los numerosos planos del astral sin el Volkswagen. También era esa la razón por la que se habían decidido por una aparición en toda regla en lugar de un sueño. El sueño era diez veces más fácil y requería menos energía. El problema era que Rudy casi nunca recordaba sus sueños, y para él los sueños solo eran sueños... “Además, ¿cuántas veces habrá soñado que te ve pasear por la casa en camisón?”, había señalado Leuche, con toda la razón. No, necesitaban algo más contundente.

―¡¡¡Mmrrrraaamiaaauuuu!!!
Un gato blanco y gris con el lomo erizado descendió las escaleras como alma que lleva el diablo y desapareció por la gatera de la puerta de entrada, dejando a Rudy anonadado.
―¡Tot, joder, luego me dices que no juegue con los gatos cuando hacemos una salida! ―exclamó Leuche desde la cocina. Mentalmente se trasladó al salón y, en efecto, pudo ver a Tot aún agachado cerca del borde del sofá de tres plazas con cheslong, mirando fijamente a los ojos de algo que ya se había esfumado dejando una silueta felina en el éter. Tot dejó escapar una risita.
―Que yo lo haga no significa que tú debas hacerlo.
―¡Silencio, cáspita! Que nos va a oír... ―susurró Skel.
―Bueh, permíteme que lo dude, a no ser que tu novio/marido fuera clarividente no se va a enterar de ná ―dijo Tot.
―¿Cuándo comienza la función? ―preguntó Leuche.
―Quedamos en que Skel daría la señal, ¿o es que ya se te ha olvidado, cenut...?
―Sshhh...
Rudy ya había entrado, había visto a un ser extraño corriendo por todo el pasillo y desaparecer por la gatera, había dejado las llaves y el periódico doblado en la mesita del recibidor y estaba atravesando el salón. Cuando comenzó a subir las escaleras hacia la segunda planta la vieja cadena musical se encendió sola y una melodía comenzó a sonar.

Oh, oh, my love
Oh my darling
I’ve hungered for your touch
A long and lonely time

Rudy se detuvo a la mitad de las escaleras, descendió y apagó la cadena extrañado. Después, comenzó a subir de nuevo. Y se volvió a detener. Bajó hasta el salón y se acercó al termostato de la calefacción. Se había dado cuenta de que hacía un frío gélido. En efecto, marcaba 56º F (unos 13º C). Encogiéndose de hombros, giró un poco la ruedecilla hacia la derecha y volvió a subir las escaleras.
Mientras, Tot y Skel trataban de poner la cadena en marcha de nuevo, pero no lo conseguían.
―Skel, ya lo hago yo, quita.
―Ya te he dejado y no has podido.
―Porque me he quedado sin energía... pero enseguida me recargo, ¿ves? ―le enseñó el dedo corazón y era verdad, había un halo de luz azulada en la punta.
­―A ver, prueba.
Tot acercó el dedo al botón de play pero aquello no funcionaba.
―¿Cómo lo hiciste antes?
―¡Sin nadie que me distrajera! Oye, ¿no deberías estar en el baño haciendo lo del espejo?
―¡¡Pero es que tiene que sonar la música!!

My friends are gonna be there too, yeah
I’m on the highway to Hell
Highway to Hell...

Un estruendo comenzó a sonar en toda la habitación, los bafles que había colgados en la pared vibrando a cada nota como si fueran a reventar. Tot juró y perjuró que no había sido él... De pronto, silencio.
Leuche se materializó junto a la cadena musical, justo delante de Tot y Skel.
­―Sois unos aficionados en esto de los poltergeists, perdonad que os lo diga. Skel, tranquilízate y sube a hacer lo tuyo ―al ver que abría la boca para protestar, se apresuró a añadir―: ¡Obedece! Y no te tropieces con el vestido al pisar en los escalones. Y tú, Tot, ¿qué haces con el dedito? ¡Es todo mental! ¡¡MENTAL!!
Cerró los ojos para darle un poco de efecto, pero en realidad era suficiente con pensar en la dichosa canción y proyectar sus deseos a través de ondas electromagnéticas a los circuitos electrónicos de la cadena. Si hubiera estado enchufada a la corriente habría sido más fácil, pero no iba a ser todo un camino de rosas.

Oh, oh, my love
Oh my Darling
I’ve hungered for your touch
A long and lonely time

And time goes by
so slowy
and time can do so much
Are you still mine?
Oh, ho

Después corrió a la cocina y se imaginó un delicioso bizcocho de chocolate en el horno, subiendo, subiendo... impregnando toda la casa con ese aroma que tanto añoraba de sus vidas en el mundo físico. Tot reaccionó y decidió ir a ayudar a Skel, y cuando iba flotando a media altura por el tramo de escaleras, Rudy apareció y se lo tragó entero... es decir, lo atravesó de parte a parte. ¡Buajjj! Se sacudió las impurezas físicas y la desagradable sensación que siempre le producía atravesar material biológico que no fuera el suyo propio y siguió su camino sin preocuparse en demasía. Rudy también había notado algo extraño, una especie de escalofrío... pero no le dio importancia. Ya se había dado cuenta de que algo extraño pasaba, solo que no sabía aún si llamar a la policía o buscar una cámara oculta. ¿Quién se había colado en su cocina?
―¡Ahora, Skel, aprovecha, haz lo del espejo!
­―Pero si todavía no se ha duchado...
―No importa. Leuche dice que es suficiente con imaginártelo.
―Eso ya lo sabía...
―¿De veras?
―Vale, no funciona ―admitió después de mirar fijamente el espejo durante unos cuarenta segundos.
―¿Me necesitabais, chicos? ―se materializó Leuche una vez más. La sonrisa de satisfacción que había en su rostro comenzaba a irritar a Tot.
―No, no te necesitábamos.
Tot se puso a mirar el espejo fijamente y allí nada sucedió.
―Con convicción, Tot.
―¡Con convicción, Tot...! ―repitió Tot con voz de burla. Pero aún así le hizo caso y lo volvió a intentar. Skel también parecía concentrado y finalmente vieron aparecer una neblina en la superficie del espejo. Dejaron a Skel el honor de dibujar un corazón enorme.
―Corre, nosotros nos encargamos de que no se borre.
De un salto Skel se tiró en la cama de matrimonio, adoptó una postura lo más sexy que pudo (le costó bastante porque hacía tiempo que no tenía cuerpo material) y reservó la energía para cuando su marido apareciera por la puerta. Lo primero que hizo Rudy fue quitarse la chaqueta y descalzarse. Después se acercó el baño y cuando vio el corazón dibujado en el espejo del lavabo se le paró la respiración. Tuvo que sentarse en la tapa del váter con una mano en el pecho, temeroso de que fuera a sufrir un infarto. No sabía qué pensar... pero ahora ya había recordado que en dos días cumpliría cincuenta y cuatro años. Sabía cuál era su canción favorita, la que Margaret siempre se empeñaba en poner mientras hacían el amor. Sabía cómo le gustaba preparar ricas tartas caseras para las celebraciones familiares... y siempre había sonreído cuando al salir de la ducha aún podía distinguir la huella de un corazón dibujado en el cristal con un dedo, a veces atravesado por una flecha. Pero Margaret había fallecido doce años atrás en un accidente de tráfico. Sus ojos se llenaron de lágrimas. ¿Era posible que...?

Se puso en pie con las piernas temblando y pasó al dormitorio. ¿Era su imaginación o parecía que en el edredón se podía distinguir la silueta de una persona? Unos zapatos de tacón... unas piernas esbeltas de mujer... No, allí no había nada. Entonces vio los pechos. Se frotó los ojos, pero ahí seguían. Eran inconfundibles... y ahora veía el vestido morado de lentejuelas que aún guardaba en una funda en el desván. No podía ser... Pero finalmente apareció su rostro, su cabello rizado de color miel, sus ojos con aquella mirada tan dulce.
―Margaret...
―Solo quería decirte que tengas un cumpleaños muy feliz, cariño. No te preocupes por mí. Échame de menos, pero no dejes de vivir. Estoy muy bien aquí. Nos volveremos a ver.
Tot y Leuche observaban preocupados a Skel. Había parte de su ser que se había hecho algo borrosa y difuminada... Primero habían sido las piernas. Luego de la cintura para arriba.
―¿Crees que lo está consiguiendo? ―preguntó Tot.
―Sin duda. No tienes más que ver la cara que tiene este hombre. Creo que no lo ha flipado más en su vida.
Tot hizo un movimiento como si se sintiera inquieto.
―No me siento cómodo sin el uniforme ―comentó Tot―. Es como si no debiéramos estar haciendo esto...
―Es que no debemos.
―Pero ¿por qué? Les estamos haciendo un bien a los dos.
―Pues no sé... imagina que le da un pasmo y nos lo tenemos que llevar de vuelta con nosotros... antes de tiempo. ¿Crees que nos lo perdonarían?
Tot tragó saliva y pensó unos instantes.
―Perdonarnos sí. Ahora, tal vez nos obligarían a reencarnar en cucarachas.
―¿Tú crees? Si eso es un mito, ¿no?
Tot sonrió, pero no dijo nada.
―¿No?

(continuará...)
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