Después del baño de sangre y la correspondiente limpieza
energética, Tot necesitó de un largo descanso en la pradera. Hizo que la hierba
brillara con un fulgor verde especial y añadió tres o cuatro familias más de
flores de varios colores: amarillas, rojas, azules, y moradas, que era su color
favorito. Y luego hizo aparecer un helado de cuatro bolas también todas
diferentes, con dos galletas, un barquillo de chocolate, salsa de caramelo, cacahuetes
de colores… y, por supuesto, una gran guinda. Las guindas le hacían sonreír.
Recordaba una vida en la que de niño los helados siempre tenían guinda. Las
dejaba para lo último porque era lo que más le gustaba… no entendía cómo
algunos no se la comían. Luego, cuando se hizo mayor, la guinda desapareció
misteriosamente de todos los helados. Y cuando encontraba alguna en otro tipo
de pasteles, no sabían igual… Quizá las guindas eran lo mismo que la ilusión.
También había pensado inclinarse por algo más convencional y
prepararse un whiskey doble… pero eso le recordaba su vida en la que se había
hecho alcohólico y había muerto de cirrosis hepática, y no pretendía deprimirse
aún más de lo que ya estaba, sino todo lo contrario. Suspiró. Aunque había
estado algo mejor de lo que esperaba, aún había imágenes que le costaba borrar
de su mente. No entendía del todo por qué… aquellos desgraciados seguían vivos
después de todo, así que ¿qué había que lamentar? Bueno, sí, a pesar de las
conversaciones con su guía espiritual sobre la maldad, aún había algo que se le
atragantaba: la crueldad humana no tenía límites. Ahora sabía que no podía
cambiarla… pero eso le había llevado miles de años comprenderlo.
Eso sí, los Ángeles de la Muerte en formación minutos antes
de la batalla, serenos y concentrando toda su fuerza, había sido digno de
contemplar. Se había sentido orgulloso de estar allí, de formar parte de un
gran ejército. Trabajar solo era algo aburrido. Pero aquello había sido
distinto. Skel no se había parado a describir la increíble sensación de
compañerismo que les unía en aquellos momentos. Sabían lo que tenían que hacer,
sabían de la importancia de su trabajo cuando el caos, la destrucción y la
locura iban a hacerse dueños de aquel pedazo de tierra castigada una vez más
por la ceguera humana. Si no fuera por ellos, aquello sí que se convertiría en
un auténtico infierno, tanto para los vivos como para los muertos.
Y sin embargo, su trabajo no gozaba de mucha popularidad.
Ellos siempre eran los malos y los demás eran los buenos. ¿Qué pasaba cuando un
Ángel de la Vida se presentaba en un campo de batalla? Que los humanos pensaban
que había sido “una señal de los cielos” y que les habían ayudado a vencer.
¿Qué pasaba cuando aparecían ellos? Que habían venido los demonios para
llevarse a los caídos al infierno… Claro, como los Ángeles de la Vida llevaban
un halo de luz brillante, ya todos creían que eran los salvadores y que habían sido enviados por el mismo Dios. Ellos, como
vestían ropas oscuras para pasar más desapercibidos, solo venían a hacer el
mal… Ironías de la vida. No, ironía no, pura injusticia más bien. O ignorancia.
Cómo le hastiaba tanta ignorancia… Nadie se daba cuenta de que eran ellos los
que hacían el trabajo más difícil. Todo lo relacionado con la muerte era
espantoso y desagradable. A excepción de los egipcios y alguna que otra cultura
antigua, no recordaba a ningún grupo antropológico que supiera realmente lo que
era la muerte y por qué se debía considerar algo sagrado. Él y todos los
Ángeles de la Muerte lo habían visto con sus propios ojos, porque así estaba en
el reglamento. Por eso habían vivido cientos de vidas en los que la muerte
había sido la protagonista. Había muerto de todas las formas posibles… pero eso
no era nada especial, todos los humanos sufrían todo tipo de muertes, era
cuestión de estadística. Lo que les hacía diferentes era que además de
dedicarse a tareas relacionadas directamente con la muerte, también habían sido
víctimas, y, por supuesto, los ejecutores en infinitas ocasiones: habían sido
médicos, sacerdotes, oficiantes de misas negras, brujos, chamanes, enfermeros y
enfermeras, plañideras, empleados del servicio funerario, albéitares, matronas,
taxidermistas… pero también matarifes, verdugos, pescaderos, soldados, miembros
del pelotón de fusilamiento, cocineros (hervir vivos a ciertos animales era una
experiencia prácticamente reservada solo a ellos), espectadores en el corredor
de la muerte, romanos en espectáculos de gladiadores, toreros, asesinos múltiples,
homicidas, suicidas, coleccionistas de insectos, cazadores… La muerte estaba
sobrevalorada en el mundo físico, eso era cierto. Luego, cuando estabas en el
otro lado, la muerte era lo más normal del mundo y te convertías en un
mindundi. Era una buena lección de humildad. Era como: “¡¡Dios!! ¡¡La MUERTE!!
Que a todos se nos lleva, el final para todos, la muerte llena de sufrimiento,
la que iguala a todos los hombres… ¿Por qué, Dios, tiene que existir la muerte?
¿Por qué eres tan cruel? ¿Por qué permites que existan todos estos asesinos que
se llevan a nuestros hijos?” Y luego, al morir, decías: “Bah… ¿y esto es la
muerte? Pues vaya… tanto tiempo esperando para esto…” Y nadie quería dedicarse
a ello porque se consideraba una tarea “indigna” comparada con las oportunidades
que te ofrecía el mundo espiritual…
Pues no, no era así. A pesar de no existir, la muerte era lo
más importante en la vida humana. Por desgracia, ningún ser humano está
preparado para hacer la transición como se debería… aprender a hacerlo con
serenidad requería algunos cientos de vidas, él había pasado por ello. Aprender
a convivir con la muerte y los moribundos, requería otros cientos de vidas,
igual que aprender a aceptar que te estás muriendo, aprender los mecanismos de
la muerte, aprender la compasión cuando la vida de un enemigo está a tu merced,
aprender a dispensar la muerte con justicia, aprender y aprender… Había
comprobado que se aprendía mucho más deprisa cuando jugabas el papel de malo.
Morir no es difícil. Que te maten es un poco más complicado. Pero matar y luego
vivir con ello para toda la eternidad era para nota. Por algo siempre había
necesitado descansos más prolongados después de sus vidas de asesino. Pero si
elegías con frecuencia este tipo de vidas empezabas a crear una oscura
reputación entre las almas más jóvenes que te veían como una especie de sádico,
a pesar de que en la escuela no cesaran de repetirles que la maldad y la bondad
solo eran producto de la ignorancia humana. Claro que por mucho que te lo dijeran en las clases espirituales, no era lo mismo vivirlo en primera persona. Y no era suficiente con vivirlo una vez... Y por eso muchos acababan siendo
guías espirituales en lugar de Ángeles de la Muerte. Por supuesto, “qué buenos
son los guías espirituales”, “los seres de luz que vienen a protegerte y a
guiarte”… Les confundían con los verdaderos Ángeles que a veces incluso se
habían manifestado para protestar por la suplantación de identidad… Ellos se
llevaban toda la fama mientras que eran los Ángeles de la Muerte los que hacían
el trabajo sucio, siempre en silencio y sin ninguna alabanza… porque la muerte
no existe, claro. Ésa era la razón por la que cada alma tenía tres o más guías
espirituales, mientras que en su departamento siempre andaban escasos de
personal y a veces tenían que ocuparse de dos y hasta tres almas a la vez. Porque había que tener un par para ser Ángel de la Muerte.
Tot sonrío con ironía y algo de tristeza. Pero ¿qué podía
hacer? En la Tierra, parecía mentira que la única diferencia entre el
conocimiento y la ignorancia era el cerebro. En el Cielo, la ignorancia seguía
siendo patente entre algunos sectores. Pero aún no había encontrado cuál era el
órgano de la sabiduría... si es que tenían algún órgano en las entrañas.
“La
experiencia”, susurró la voz de su guía en su cabeza.
“No recuerdo haberte llamado”, pensó Tot. “Sal de mi cabeza
ahora mismo”.
Y se comió la guinda del helado.
(continuará...)
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