—Cuanto
antes lo aceptes, mejor.
—Eso no va a
pasar nunca, maestro.
—Pues
entonces la losa pesará siempre sobre tus hombros.
Haldor
volvió la mirada a las llamas, esperando en vano que sus manos dejaran de estar
heladas. Tal vez el problema estaba en su corazón, a veces le parecía que se
estaba volviendo frío como el más cruel de los inviernos. Pero no. Su corazón
siempre se hallaba rodeado de llamas, idénticas a las que contemplaba frente a
él, envuelto en su gruesa capa de lana oscura, tratando de comprender el mundo
en el que vivía.
Sentía la
losa que su maestro Hathaur mencionaba, algo que con frecuencia le hacía desear
caminar solo entre las sombras del bosque o esconder su rostro bajo la capucha
mientras la lluvia caía dulce y gris sobre su cabeza. Pero lo que más pesaba
era conocer la Verdad y no poder utilizarla para el bien común. No poder evitar
la desgracia y la locura reinante allá donde fuera, siempre que había seres
humanos de por medio.
Haldor era
obstinado. Por eso llevaba la contraria siempre que podía a Hathaur. El pobre
viejo era un pozo eterno de sabiduría, pero toda esa sabiduría no le servía de
nada cuando se trataba de resolver cuestiones prácticas. Siempre había alguna
ley natural que no se debía romper o algún poder ancestral ligado a la tierra
que era mejor no desafiar. Y mientras, la gente moría a su alrededor sin mover
un dedo por evitarlo. La gente mataba por un pedazo de pan o por una disputa
sobre qué dios era mejor adorar. Las niñas eran vendidas, los niños
esclavizados y reducidos a esqueletos andantes en un par de lunas. Los hombres
pedían ser ajusticiados antes de ser enviados a las mazmorras donde la muerte
era igual de segura pero mucho más lenta. Los que trataban de sobrevivir sin
hacer mal a nadie perdían las cosechas año tras año o se las robaban
directamente.
Él había
hecho crecer un brote de cereal solo con el poder de sus manos. Pero no era
capaz de cambiar el mundo. Él había visto a Hathaur reparar heridas mortales
llenas de líquido pestilente con poco más que unas plantas y el poder de su
pensamiento. Pero no era capaz de cambiar el mundo. Él había viajado por mundos
que otros consideran irreales y había visto con sus propios ojos cómo la
existencia de lugares sin oscuridad ni maldad no solo es posible, sino que están
al alcance de todos nosotros. Pero no era capaz de cambiar el mundo.
Eso era lo
que no podía llegar a aceptar.
Lo había
intentado en varias ocasiones y siempre había salido mal, eso era cierto. Pero
se negaba a darle la razón a su maestro porque no entendía que los misterios de
la especie humana no fueran ya misterios para él y tuviera que seguir siendo
testigo de la ceguera y la desolación de la vida cotidiana de aquellos que
compartían la tierra que pisaba.
—¿De qué
sirve el conocimiento entonces, maestro? —le había preguntado tantas veces
mientras Hathaur preparaba esos guisos con setas que le volvían loco.
—¿Servir?
¿Es que tiene que servir para algo? ¿Sirve de algo que un nogal crezca en el
bosque? ¿Sirve de algo que una ardilla haga su casa en el tronco del nogal?
¿Sirve de algo que un cervatillo nazca? ¿Sirve de algo que haya estrellas en el
cielo? Las cosas son porque son. Existen independientemente de que tú existas o
no. Y no tienen por qué girar a tu alrededor ni servirte de algo. Eres tú el
que decide qué valor tienen. Para otros puede no significar nada. Y están en su
derecho.
—¿Por qué yo
sé y otros no?
—¿Por qué
algunos nacen ciegos y otros sordomudos? ¿Acaso saben menos por percibir el
mundo de otra manera?
—Me gustaría
que al menos alguna vez no me respondieses con preguntas.
Hathaur
soltó una sonora carcajada.
—Muchacho,
ya deberías saber que yo nunca te voy a dar las respuestas... porque no las tengo.
—¿Entonces
no sirve de nada?
El hechicero
se volvió hacia él. Algo en su tono de voz le dijo que Haldor se hallaba en un
callejón de salida, y no le gustaba verlo atrapado sin posibilidad de
salvación. Después de tantos años, le había cogido cariño. Haldor se había
sentado en el taburete de madera y parecía encogido bajo el peso de esa losa
que —sabía— siempre llevaría a cuestas. Cuando se dio cuenta que al verlo así
sus ojos se habían llenado de lágrimas dio un respingo y se acordó de que tenía
que remover el guiso. El silencio también parecía haberse hecho sólido. Le
ofreció una escudilla con una ración generosa del manjar que acababa de
preparar y luego se sirvió un poco él. Se sentó enfrente de su discípulo y
comprobó que su mirada aún continuaba perdida.
—Haldor...
El conocimiento otorga poder. Pero ese poder puede ser bueno o malo, depende
del uso que tú quieras darle. No es la primera vez que veo esa mirada de
determinación en alguien... estás seguro de lo que sabes, y eso me hace sentir
orgulloso, porque gran parte te lo enseñé yo. Y lo hice por una razón: porque
sabía que tú sabrías cómo sacarle partido. Muchos creen saberlo, pero acaban
dominados por sus aires de grandeza, se creen especiales, superiores a los
demás, creen que ya lo han aprendido todo, se creen incluso capaces de
despreciar aquello que no encaja en su propia concepción artificial del mundo
que se han creado... ¿Quieres que te diga cómo acabaron algunos de ellos? Los
verdaderos sabios no lo parecen. Los verdaderos magos no llevan ningún
distintivo que los delate, y los verdaderos maestros surgen en cualquier lugar,
cuando menos te lo esperas, y pueden estar envueltos en harapos o tener
apariencia de joven ingenua. Las personas están tan ciegas que ni siquiera son
capaces de reconocer a los verdaderos maestros, aquellos que según saben más y
más, se van haciendo más pequeños y pasan más desapercibidos. ¿Sabes por qué
pasan más desapercibidos? Porque su sabiduría les ha hecho comprender que hay
cosas que no necesitan ser cambiadas. Por mucho que les duela. Por mucho que
les cueste conciliar el sueño por las noches, cuando el resto del mundo duerme
ajeno a lo que individuos como tú saben. Es un sentimiento amargo... lo sé.
Pero créeme, aprenderás a vivir con ello. Y ahora, come. No quiero que tu
cuerpo físico se desintegre antes de tiempo.
Haldor trató
de obedecerle, pero el nudo en su estómago se lo impidió. No sabía cómo, pero
tenía que encontrar la forma de rebelarse a aquellas palabras.
[Haldor y
Hathaur son personajes de mi novela La espiral de marfil. Tal vez algún día me ponga a escribir otro libro sobre
ellos... pero temo que no será hoy].
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