[Escribí este relato para un concurso literario, pero
desgraciadamente no lo he ganado, así que he decidido publicarlo por mi cuenta
para deleite de mis lectores.
He de decir que estoy orgullosa de este trabajo. Lo escribí
en apenas dos meses, bajo presión, con vacaciones de por medio y sin tener
apenas tiempo para pensar en lo que iba a escribir o en cómo iba a terminar.
Ahora creo que bien podría ser el inicio de una novela o una saga.
Mientras le doy los últimos retoques a la publicación, os
dejo con un pequeño fragmento. Es uno de mis favoritos, aunque no tan bueno
como lo que viene después...
En cuanto lo saque del horno, os diré dónde podéis
adquirirlo, tanto en papel como en formato electrónico.]
Al principio, la
Cámara de Renacimiento no parecía distinta a una prolongación de un Cementerio
Helado común. Habían reunido allí los tanques. Los ocho cabían de pie en un
espacio muy pequeño, y te podías deslizar entre ellos para chequear los controles
e incluso echar un vistazo a los rostros de los individuos criogenizados,
moviendo a un lado la tapa que cubría el visor. Esto se hacía fundamentalmente
para los familiares. Cristina lo había hecho durante toda su vida por pura
curiosidad, porque le fascinaba la muerte.
Pero ahora el
cementerio se iba a convertir en una especie de cálido útero del que volvería a
surgir la vida, y por eso poco a poco habían comenzado a referirse a él como
Cámara de Renacimiento. Con independencia del nombre que le pusieran, Cris no
había podido resistirse a visitar la cámara fría cuando la falta de sueño la
había sorprendido en medio de la noche. Siempre podía echarle la culpa a su
gran celo profesional por estar allí a esas horas de la madrugada, cuando los
sistemas temporales automáticos establecían una menor intensidad de luz y
sonidos ambientales de efecto calmante. La gente normal se retiraba a
descansar. Con frecuencia ella aprovechaba para realizar otro tipo de actividad
que la distrajera de su rutina diaria, pero ¿dormir? Eso le parecía malgastar
el tiempo. Últimamente vivía para el proyecto. Y no podía dejar de admirar todo
el trabajo que tanto ella como sus antecesores habían llevado a cabo a lo largo
de los años. Evan Cooper, uno de los primeros en proponer que un ser vivo podía
ser criogenizado y después revivido, tenía que haber estado allí. Robert Ettinger,
autor de un libro que la había fascinado desde niña, se merecía ocupar uno de
los asientos en primera fila. Los fundadores de Alcor tenían que haber sido invitados
de honor. Era una pena que no todos hubieran elegido la criogenización como
método de conservación de sus cuerpos... aunque la verdad es que las técnicas
primitivas de entonces quizá no habrían sido suficientes para culminar con
éxito el proceso de resucitación. De algún modo sentía que todos esos hombres y
mujeres pioneros en su campo estaban allí a su lado, testigos mudos de lo que
estaba a punto de ocurrir: la victoria de la vida sobre la muerte.
Andreas Hoffer y
Patricia Ullman no habían sido científicos de renombre asociados a la
criogenia. Eran personas anónimas, con vidas desconocidas para el público, pero
para Cris eran casi como miembros de su familia. Andreas tenía treinta y siete
años cuando murió ahogado tras el hundimiento de un barco en el Atlántico.
Pudieron recuperar su cuerpo a tiempo y criogenizarlo antes de enviarlo a la
colonia lunar, donde ya se hallaban una abuela y un primo almacenados. Andreas
pertenecía al grupo A1, el que en teoría debía causar menos complicaciones.
Llevaba muerto la friolera (nunca mejor dicho) de cincuenta y ocho años, lo que
en criogenia era poco más que un suspiro. Cris tenía grandes esperanzas con
este sujeto, por su buena condición física en el momento del fallecimiento.
Patricia, por el contrario, podía dar más problemas. Pertenecía al grupo B2.
Solo llevaba criogenizada diez años, pero su edad era avanzada. La causa de su
muerte había sido un fallo renal agudo. Con las técnicas de regeneración
ultramicroscópica que conocían habían conseguido rejuvenecer el tejido renal.
No parecía haber ningún impedimento para que este volviera a funcionar
correctamente, pero aún así eran de esperar algunas complicaciones. El cuerpo
de Patricia no tenía un aspecto tan saludable, a pesar de que los pliegues de
envejecimiento habían sido reducidos al mínimo y para nada parecían pertenecer
a una persona cercana a los noventa años. Era un caso interesante de todos
modos. Iban a tener ocasión de probar más de un método experimental relacionado
con los telómeros. Quizá la criogenización resultaría más eficaz que cualquier
tratamiento estándar de belleza, y Patricia se alegraría de haber regresado.
En el ambiente de
penumbra de la Cámara de Renacimiento, Cris había sonreído. Los tanques, aún en
posición vertical, metálicos, fríos al tacto, producían una extraña sensación.
Jamás había puesto el pie en un cementerio antiguo, donde los huesos se desintegraban
poco a poco —decían— en el interior de osarios o, aún peor, cajas de madera que
acababan pudriéndose. No podía ni tan siquiera imaginar qué habría sentido al
caminar entre aquellas tumbas que adornaban con losas de piedra, a menudo
grabadas con epitafios, repletas de figuras angélicas o esculturas que evocaban
la existencia de otros mundos. No comprendía cómo podía haber tanta
superstición junta. Y sin embargo, aun cuando aquellas escenas de dolor y
muerte le resultaban tan extrañas y distantes, no podía dejar de percibir un
algo perturbador en la proximidad de aquellos cuerpos inertes, que parecían
vivos pero no lo estaban, paralizados, suspendidos, esperando quizá a que
alguien como ella les devolviera lo que habían perdido.
Se había situado
frente al cristal y había mirado fija, profundamente, en lo más hondo de los
ojos de aquellos... cadáveres, aunque se resistiera a llamarlos así.
Hacía tiempo que esa palabra sonaba desfasada, anticuada. Había desaparecido
casi por completo de los libros de medicina. Ser un cadáver era sinónimo de
estar muerto para siempre, y eso, según la criogenia estaba demostrando,
era ya un sinsentido. Los cadáveres pertenecían a una época pasada, oscura. Una
etapa en la historia de la humanidad en la que se temía que la muerte fuera el
fin. La muerte aterraba tanto a los seres humanos que se había convertido en un
tema tabú. Nadie quería hablar de ello, nadie llegaba preparado al momento del
deceso. Las religiones y otras formas de espiritualidad no habían hecho más que
empeorar la situación, dando falsas esperanzas a la gente, que no sabía cómo
aceptar que un día ya no verían nada más, no sentirían nada más. Se sumergirían
en el sueño eterno, hasta que la Ciencia pudiera sacarlos de él. Menos mal que
ya habían sido desterradas por completo de la sociedad. Esa etapa tan nefasta
estaba a punto de acabar.
Cris se preguntaba
qué le diría Andreas Hoffer cuando lo tuviera frente a ella, sorprendido de
haber vuelto a la vida, sorprendido de haberse creído perdido para siempre en
ese mar que le había arrastrado a su muerte. Cris se preguntaba lo fantástico
que sería ver otra vez el brillo de la vida en esos grandes ojos oscuros,
aunque ahora algo neblinosos, al decir, confundido: “¿Qué estoy haciendo aquí?”
Y ella le respondería: “Había mucha oscuridad. Ahora hay luz”.
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Muy muy bueno. ¡Queremos más!
ResponderEliminarMuy interesante. Tiene buena pinta el relato.
ResponderEliminarUn abrazo!