(Hacía mucho
que no publicaba un relato. Pido disculpas con antelación, pero esto es lo
mejor que he podido escribir en estas fiestas tan abur... señaladas).
El humo
ascendía en volutas hacia el fluorescente ubicado en el centro geométrico del
techo de la sala de reuniones. Las zapatillas Geox de última generación con
suela de goma hacían un sonido chirriante si se frotaban contra la madera
lacada de la larga mesa que ocupaba la mayor parte de la habitación. Por eso
María posaba sus pies en ella con infinito cuidado, puesto que no quería que nada
perturbara su pensamiento, ni siquiera la música que provenía del Windows
Media. Hasta el ordenador de sobremesa estaba apagado. Había algo que
preocupaba a María... y no era el menú de Nochevieja que iba a tener que
preparar en menos de veinticuatro horas, puesto que iba a repetir exactamente
los mismos platos que en Nochebuena, incluidos los langostinos con salsa
holandesa que tanto éxito habían tenido (a pesar de ser langostinos congelados
y haber sido la primera vez que hacía salsa holandesa... de todas formas,
¿alguien sabía cuál era la diferencia entre salsa holandesa y mayonesa?). No,
lo que más le preocupaba era la escasa actividad que había en la oficina y el
alto nivel de escaqueo de sus compañeros. Carlos se iba a hacer dominadas al
parque de dos manzanas más allá en cuanto llegaba la pausa del café que
teóricamente era de quince minutos pero que parecía cundirle bastante a juzgar
por el grado en que se le marcaban los músculos dorsales en su camiseta.
Alfonso se movía con sigilo y ni siquiera te enterabas cuándo iba al baño, pero
curiosamente nadie parecía estar seguro de qué aportaba al grupo, si es que
alguien se acordaba de él. A Soraya le sonaba el wassap cada dos segundos y
medio, y cuando no le sonaba era porque estaba twitteando algo... Y Martín
siempre decía que andaba ocupado, cuando en realidad lo que miraba con cara de
interesante en la pantalla de su portátil eran las noticias de El Mundo.
Las gráficas
no dejaban lugar a la duda: el rendimiento del grupo estaba bajo mínimos. Si
hubieran tenido un Psyleron en la oficina la línea no se habría desviado hacia
abajo indicando que el mal rollito se extendía entre los trabajadores, sino que
directamente el pico negativo habría bloqueado el programa y tal vez alguien
habría acabado matando a alguien. ¿Quizá Martín a Soraya? Se comentaba en los
desayunos que aún estaba dolido por haberle dejado, pero no... aquello no tenía
nada que ver con amor o sexo, sino con pura dejadez, frustración y el elevado
grado de sociopatía que presentaban los que ejercían la profesión de escritor,
según el último estudio del Instituto para la Salud Laboral en Ambientes
Virtuales. Además había quedado demostrado que ni la medicación ni el rellenar
varios folios con la palabra REDRUM separada por un espacio tenía efectos
positivos en la conducta de estos profesionales.
Unos pasos
silenciosos se acercaron atravesando la moqueta grisácea de la sala de
reuniones y María protestó al sentir que alguien le daba una colleja.
—Coño,
María, ¿no te dije que está prohibido fumar en el despacho?
—Pues no sé,
me estarías hablando mientras intentaba formatear mi última novela, porque no
me acuerdo... Ya sabes que las tareas que exigen una inteligencia sobrehumana
no me dejan neuronas suficientes para recordarlo todo. Además estoy pensando.
—¡Oh! ¿De
veras? ¿Y en qué piensas?
—¿Aparte de
cómo deshacerme de mi jefe sin dejar huellas?
—Claro. Ya
sé que eso es lo que ronda tu cabeza desde que nos conocimos, pero la última
vez no tuviste suerte con lo de los frenos...
—Fue culpa
del mozo del taller. Tal vez sea mejor trabajar sola.
—Bueno, todo
depende de cuáles sean tus intereses, ¿no?
—Tal vez.
—Bueno, ¿y
qué pensabas? Porque sé que nunca jamás has fumado, ¿qué te pensabas? Conozco a
mis empleados, ¿sabes?
—Ok. Te lo
voy a decir —María bajó los pies de la mesa y se incorporó en su silla,
enseñando un esquema garabateado en una libreta que había pedido prestado a la
secretaria—. ¿Ves esto?
—Sí.
—He estado
dándole vueltas a por qué cada vez que vengo a la oficina no tengo ningún
correo en la bandeja de entrada, ni hay ningún comentario nuevo en ninguno de
mis blogs, ni tampoco nadie me ha pedido una solicitud de amistad en el
Facebook, ni por qué nadie escucha a nadie en las reuniones de vecinos de mi
comunidad. Pero enseguida noté cierto dolor en mi sien izquierda que me hizo
recordar que la caldera sigue parándose después de hacer un ruido como de
succión, sabes, como si fuera a explotar... No tengo dinero para pagar al
técnico así que pregunté a un vecino, me cogí un destornillador y me propuse arreglarla
yo misma, más que nada porque cuando salgo de la ducha tengo las pestañas
escarchadas... pero no como las frutas, sino con hielo de verdad, el congelado. Así que corté el agua y empecé a destornillar todo aquello que
podía acoplar con el destornillador, y fui poniendo las piezas una a una
cuidadosamente ordenadas en el suelo. Saqué una rata muerta de una de las
tuberías y pensé que ya lo había solucionado, pero al ir montar otra vez la caldera, me di cuenta de
que me sobraban piezas... y eso que había hecho un esquema para no despistarme.
Eso que puedes ver son las tripas de mi caldera. Me preguntaba si alguna vez
viste la tuya, así quizá me podrías echar una mano...
El jefe echó
un rápido vistazo al esquema y no, no la reconoció. Bueno, por un segundo
pareció que sí porque se rascó el mentón y adelantó un dedo como si fuera a
decir algo, pero después frunció el entrecejo y no dijo nada.
Aún absorto, se
levantó y caminó lentamente hasta la máquina de café, se sirvió una taza con
dos terroncitos de azúcar, continuó hasta su despacho, se sentó en su sillón de
jefe, abrió un documento de Word y tecleó, entre sorbo y sorbo al café:
“TAREA
URGENTE: Mis empleados se dispersan. Nadie está en lo que tiene que estar.
Todos se quejan, pero aquí nadie hace nada. Hay que parar esto... al menos
antes de que llegue el fin de Enero, porque entonces el presidente de la corporación me pedirá las cuentas y entonces se nos va a caer el pelo y no se va a salvar ni el Tato del E.R.E.”.
Mientras pensaba qué hacer para poner a trabajar a su panda de gañanes, su mano derecha se movió inconscientemente al ratón y de pronto se maximizó la pantalla de los Lemmings, nivel 42, ese en el que solo tienes un escalador, un cavador y un paracaidista para salvar a treinta de los tuyos. Era el decimotercer intento y todavía no había conseguido meterlos a todos en la madriguera. Se iban a enterar esos muñequitos.
Mientras pensaba qué hacer para poner a trabajar a su panda de gañanes, su mano derecha se movió inconscientemente al ratón y de pronto se maximizó la pantalla de los Lemmings, nivel 42, ese en el que solo tienes un escalador, un cavador y un paracaidista para salvar a treinta de los tuyos. Era el decimotercer intento y todavía no había conseguido meterlos a todos en la madriguera. Se iban a enterar esos muñequitos.