Es más una reflexión sobre la necesidad de que nos hagamos
responsables de una vez por todas del mundo en que vivimos, de los males que
debemos soportar día tras día que en muchos casos no son culpa del de al lado,
sino de nosotros mismos. Somos nosotros quienes con nuestro comportamiento
construimos la sociedad en la que estamos, somos nosotros quienes no pensamos
en las consecuencias de nuestras acciones, por pequeñas que sean… Y además
seguimos pensando que este mundo nos pertenece y que podemos hacer de él lo que
nos antoje, sin que nos importe en qué se encontrarán los hijos de nuestros
hijos cuando nosotros nos hayamos marchado.
No sé, a lo mejor es una ilusión mía, pero a veces tengo la
sensación de que vivo rodeada de niños en una guardería en lugar de personas
maduras y responsables. No suelo hacerlo, pero hace unos días expuse
públicamente mi opinión sobre las bondades de ser vegetariano. Son muchas las
filosofías orientales, e incluso algunas religiones, que aconsejan este tipo de
dieta para la evolución espiritual, para meditar mejor y para llegar incluso a
contactar con otras realidades que por lo general no solemos ver. Muchos
médicos también empiezan a aconsejarla con más frecuencia, alejándose cada vez
más de aquellos que dicen que puede producir carencias nutricionales. Pero más
allá de la nutrición, muchos de los que elegimos este camino lo hacemos por una
cuestión ética, porque nos parece inhumana e innecesaria la muerte de cualquier
animal, y no entendemos por qué algunas personas sienten tanto la muerte de una
mascota, y sin embargo ni siquiera piensan en ello cuando se comen una
hamburguesa, como si un perro o un gatito fueran diferentes de un cordero
lechal, el cual no deja de ser una cría de muy pocos días de edad.
La respuesta que obtuve fue: “Las plantas también sufren. Y
pasé hambre cuando era pequeña, igual que mis padres en la posguerra. Y además
mi niño no me comía. ¿Cómo voy a pensar en no comer carne? Pero esto no son excusas.
Si no fuera porque comemos carne, ni siquiera existirían los animales, porque
mira, se están extinguiendo todos”.
No voy a comentar punto por punto porque no es el objetivo
de esta reflexión. Y además me indigno bastante. Pero para mí es evidente que
sí que son excusas.
Me gustaría saber cuántas personas que comen carne han
visitado algún matadero. Me gustaría saber cuántas personas se han interesado
por saber cómo se les trata a los animales que se crían para que podamos
disfrutar de un chuletón, si se han informado convenientemente acerca de todos
los antibióticos y otros medicamentos que se les administra para que crezcan y
engorden en el menor tiempo posible, de cómo las gallinas ponedoras son
hacinadas en cubículos y sometidas a ciclos de luz y oscuridad y de cómo les
cortan el pico para que no se ataquen unas a otras por el estrés, y de cómo la
legislación que hay al respecto es escasa y muy poco restrictiva, eso si es que
se cumple alguna vez… Podemos mirar hacia otro lado e inventarnos miles de
excusas para justificarnos a nosotros mismos que es nuestro derecho comer carne
y que lo seguiremos haciendo, porque si no, las vacas desaparecerían. Claro,
mejor que existan y que sean maltratadas, a que no existan…
Esto me recuerda a las peleas entre niños o, mucho peor, a
los conflictos armados entre países: “Sí, le he dado un bofetón, pero es que él
me puso la zancadilla”. “Sí, les hemos tirado una bomba y han muerto unos pocos
inocentes, pero es que ellos han hecho prisioneros a dos de los nuestros”.
Si sabemos que algo está mal, ¿por qué lo seguimos haciendo?
¿Que otros hagan el mal, justifica que nosotros también lo hagamos?
Es verdad, las lechugas sufren. Como persona sensible que
soy, me he interesado por este tema y he encontrado estudios científicos muy interesantes
que podrían demostrar que algo sí que hay. Pero como profunda conocedora del
sistema nervioso animal, puedo afirmar que en un matadero el nivel de
sufrimiento es mucho mayor que en el de un huerto en época de recolección o en
la olla cuando voy a hervir una coliflor. Y nadie puede tener el descaro de
decirme que deje de comer lechugas también cuando él ni siquiera está dispuesto
a plantearse que entre todos podemos hacer que haya menos sufrimiento animal.
Espero llegar algún día a poder vivir sin comer, pero por desgracia ese día aún
está muy lejos, y si he de elegir, prefiero comer una lechuga. Al menos nadie
va a ser criado, cebado y sacrificado por ello.
Si alguien está interesado, os recomiendo que busquéis el
libro La vida secreta de las plantas, de Peter Tompkins y Christopher Bird, o Primary perception, de Cleve Backster.
O mejor, visitad un matadero antes.
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