Una gota de sangre resbaló por su
antebrazo y terminó por caer en el agua, dispersándose y haciéndose invisible
entre miles de gotas transparentes. El vapor ascendía desde la superficie, la jarra
de agua que habían vertido en la bañera estaba bien caliente cuando la habían
retirado del fuego, como ella había ordenado. Después de que su criada se
hubiese retirado, fue cuando dejó que todas las barreras cayeran y las lágrimas
comenzaron a brotar. No es que el servicio doméstico no estuviese al corriente
de la situación, pero se habían acostumbrado a vivir en un silencio cómodo para
todos, acompañado a veces de compasión, una compasión fría e inútil que se reflejaba
en las miradas huidizas que la dirigían en presencia de su marido, el señor de
la casa, aquél al que todos debían respeto y obediencia... incluida ella, claro
está, devota y fiel esposa del hombre que habían elegido para ella.
Y el alfiler que utilizaba para
sujetarse el moño, tirante y perfectamente sujeto, para no dejar ni un solo
mechón de cabello negro y rebelde a su antojo, había resultado muy útil para...
¿Qué diablos estaba haciendo? ¿Qué
pretendía infligiéndose ella misma ese corte en su antebrazo izquierdo?
¿Deseaba morir? ¿O quería demostrase a sí misma que aún estaba viva? ¿Era su
llamada desesperada de auxilio, el último grito que se atrevía a proferir, aun
sabiendo que nadie a su alrededor la escucharía o acudiría para salvarla?
¿De qué iban a salvarla? Después
de todo vivía con un hombre elegante y educado, de buena familia, que gozaba de
gran prestigio en la ciudad y que había procurado que no le faltase de nada. No
tenía razón alguna para estar descontenta o desear estar en otro sitio.
Y sin embargo... se había sentido
como en una prisión desde el día que atravesó el umbral de aquella casa. La
casa de sus sueños, con un porche en la parte trasera y un columpio en el que
pasar las horas muertas tomando un té con pastas, cosiendo las iniciales de su
amado en los calcetines y en otras prendas íntimas... o simplemente observando
al perrillo de lana blanca juguetear en el jardín. Había paseado bajo una
sombrilla con sus amigas en las tardes de primavera, y todas le habían
asegurado que había tenido mucha suerte el día en que su futuro marido la vio
bajar del coche de caballos y dirigirse al club donde las señoritas de su edad
se reunían para charlar. Se había quedado prendado de ella, sin ni siquiera
saber que aquella joven de apenas quince años era la hija de uno de sus mejores
clientes. Y su padre no pudo declinar la tentadora oferta... Aunque ella
hubiese preferido ser la prometida de un joven estudiante al que hacía tiempo
le había echado el ojo, y aunque le disgustó sobremanera no tener ningún poder
de decisión, acabó por aceptar su destino. Después de todo, los mayores sabían
lo que hacían...
El sueño se rompió la misma noche de
bodas. Y los días que siguieron fueron oscureciéndose más y más, al mismo ritmo
con el que crecían sus ansias de libertad y el número de círculos amoratados en
su piel. Las sombras grises bajo sus ojos ya eran imposibles de disimular bajo
el maquillaje, y cuando acudía a la iglesia los domingos apenas se atrevía a
alzar su cabeza aun cuando llevase el velo que cubría gran parte de su rostro.
Pero el silencio de los que la rodeaban, y la soledad que la acompañaba día y
noche, dolían más que cualquiera de sus golpes.
Aquel día dejó que el vapor de
agua la envolviera y dejó correr la sangre como si así el dolor fuera a hacerse
más débil. Eso era lo que hacían los doctores cuando el cuerpo sufría de algún
mal desconocido, ¿no era así? Tal vez ella también padecía de algún mal, una
enfermedad maldita que le impedía aceptar el papel que la habían impuesto y que
le impedía alcanzar la felicidad que con frecuencia percibía en los pálidos
rostros de las mujeres que empujaban sus carritos con sus bebés recién nacidos
por el parque. Puede ser que aquel día tomara una decisión, pero el tiempo
transcurrido y la bruma que hacía borrosos sus recuerdos no le permitían
saberlo con seguridad. También pudo ser en algún otro momento de desesperación,
encerrada entre cuatro paredes por haber sonreído al panadero y cansada de
golpear la puerta con los puños.
Ahora sus manos se hallaban
inmovilizadas por las muñecas, aunque el carcelero, a quien conocía bien
después de meses trayéndole el almuerzo y la cena, había tenido la gentileza de
no atar las cuerdas con demasiada fuerza. Su viejo y raído vestido negro hacía
juego con la capucha que iban a utilizar para cubrir su cabeza. Su indiferencia
y desprecio hacia las vacías palabras del sacerdote habían pasado desapercibidas
para todos, y su aparente calma y la tímida mirada que le había dirigido
durante la charla les hicieron creer a todos que su arrepentimiento era
sincero.
Pero no, no se arrepentía. No se
arrepentía ni de una sola de las muertes que había provocado. Solo podía pensar
en lo que podría haber sido su vida y en lo que acabó convirtiéndose. Y tampoco
podía olvidar a las decenas de mujeres que había conocido que habían tenido que
pasar por lo mismo que ella. Los médicos y el juez podían decir lo que
quisieran, pero ella era una mujer inocente. Una mujer destruida por el
sufrimiento y los crímenes cometidos por hombres que jamás fueron mejores que
ella, pero que nunca iban a ser castigados como habían decidido que le
correspondía a ella ser castigada. Ya nada importaba. Había tenido tiempo
suficiente para aceptar que el mundo era injusto y ella ya había hecho lo que había venido a hacer.
La horca la estaba esperando. Su
muerte fue rápida y poco dolorosa, posiblemente decepcionante para todos los
que habían acudido ávidos por presenciar un buen espectáculo. Pero para ella
fue un mero trámite que la liberó de años de angustia y desolación, aunque no
fue el final. Por suerte o por desgracia, la muerte nunca es el final.
Muy buen microrrelato. Me gusta la temática y el estilo. Yo también creo que la muerte no es el final, pero si un final, al que irremediablemente debe seguirle un nuevo comienzo. Nos pasamos toda la vida muriéndonos cada día un poco más y renaciendo otro tanto, algunos más de lo primero y otros más de lo segundo, pero al fin y al cabo: muriendo, renaciendo, muriendo... como todo lo demás.
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