lunes, 3 de agosto de 2015

El Ángel de la Muerte (24).

[En capítulos anteriores: El Ángel de la Muerte (23)].

―¡Señoras y señores! ¿Quieren alegrarse el día? ¿Una libra extra con la que darse un capricho? ¿Comer un buen estofado de carne tal vez? ¡Venga, es fácil! ¡Adivine dónde está el joker! La probabilidad de equivocarse es solo de una entre tres... ¿Quiere probar, señor?
Augustus se acercó tímidamente como hacía siempre y se dispuso a jugar un poco para atraer a los verdaderos clientes. Esta parte era un poco aburrida, pero casi nunca la podían pasar por alto, sobre todo cuando cambiaban de esquina.
Pronto la habitual multitud de curiosos se fue agolpando alrededor de los dos hombres. Pero la diversión no duró mucho. Thomas disminuyó el ritmo de su prestidigitación cuando vio llegar el vehículo con el distintivo de la policía londinense. Del pescante se bajó un oficial con aspecto iracundo. Hacía tiempo que andaba tras ellos. Por suerte aún no había probado la dureza de su porra. Sin prisa, comenzó a recoger los bártulos.
―Me temo que hoy no hay tiempo para más. ¡Señoras y señores, gracias por su atención y tengan un buen día!
Cuando se dio la vuelta se dio un encontronazo con otro agente que ya blandía una porra en su mano y con ella daba golpecitos en su otra mano.
―¡Señorita! ¿A dónde cree que va? ―escuchó algo más allá. Por todos los infiernos, también habían cogido a Bonnie.
El agente carraspeó y el oficial que había descendido del pescante sonreía levemente por debajo de su bigote.
―Veamos, Mister Longhands, ¿cuántas veces le he dicho que abandonara la ciudad si no quería acabar tras unos barrotes?
―¿Cómo? ¿Está insinuando que estoy haciendo algo ilegal?
―Da la casualidad de que tenemos en comisaría varias denuncias de personas que afirman haber sido víctimas de sustracciones mientras contemplaban su degradante representación... y le vamos a conducir a las dependencias policiales para que nos aclare este hecho.
­―Verá, me encantaría obedecer sus órdenes, pero me llaman otras obligaciones que no puedo des...
En ese momento alguien comenzó a vociferar entre la multitud de curiosos.
―¡Vamos, suélteme!


El hombre que así protestaba recibió un tremendo puñetazo. Se oyeron gritos de mujeres, los curiosos corrieron para allá y los desconcertados agentes acudieron a ver qué pasaba. Bonnie se escabulló dándole un puntapié al agente que la retenía y Thomas echó a correr aprovechando la confusión. La gente en la calle iba en dirección contraria y eso les facilitó la escapada.
Los dos corrieron como alma que lleva el diablo, atropellando peatones por el camino y destrozando puestos callejeros de frutas y verduras. Atravesaron angostos callejones y dejaron atrás la algarabía. Corrieron hasta que se toparon con un saco de ciego y dos rufianes que carecían de la elegancia que solía caracterizar a los agentes de policía. Empujaron a Bonnie contra unas cajas desvencijadas de madera y se enfrentaron a él con unos palos gruesos con pinta de bates de cricket que bien podían reventar la cabeza a un hombre. Thomas tragó saliva. Quiso avanzar hacia Bonnie, pero uno de aquellos canallas se interpuso.
―Sabemos que sois unos traidores.
―¿Y qué si lo somos? No iréis a hacerle daño... Es solo una niña.
Sabía que eso no les importaba lo más mínimo, pero necesitaba ganar tiempo. Guardaba su puñal en el interior de sus mil veces remendada chaqueta, pero temía que cualquier movimiento hiciera perder los nervios a sus atacantes.
―Tenemos órdenes muy claras... y una recompensa esperándonos.
Thomas oyó un ruido a su espalda. Había más acechando en las sombras.
―Vamos, acércate más. Pónmelo fácil.
Thomas observó a Bonnie encogida en el suelo, aterrorizada. Quiso incorporarse, pero el hombre que la vigilaba la tumbó de una bofetada. Bonnie se llevó la mano a los labios, manchados ahora de sangre, emitió un sonido sordo y comenzó a sollozar.
―De acuerdo, ¿qué es lo que queréis? ¿La queréis a ella? Ya la tenéis. Yo... nosotros podemos hacer un trato.
Thomas comenzó a retroceder de forma instintiva. Su espalda tropezó con algo. Al darse la vuelta se encontró con un machete bien afilado capaz de rebanarle el pescuezo en un solo golpe.
―¿Un trato? ―repitió el que parecía el cabecilla―. Sí, hagamos un trato. ¿Qué tal si echas a correr y nosotros te damos caza? Ya que te gustan tanto las apuestas, apuesto a que no llegas ni al final del callejón.
El hombre del sombrero de copa trató de calcular la distancia que le separaba del final del callejón. Ciertamente parecía estar como a dos millas. Los hombres que le rodeaban se apartaron un poco, dejándole el camino libre. Bajaron sus armas y esperaron.
―Si logras escapar, ganarás la apuesta. Y entonces tal vez escucharemos lo que tengas que decir acerca de un trato beneficioso para ambas partes. ¿Qué te parece?
Sin quererlo sus ojos se dirigieron a la pequeña Bonnie, que observaba la escena con grandes surcos negros recorriendo sus pálidas mejillas.
―Ella no entra en el trato. Ella es nuestra.
Thomas parpadeó. Y acabó por tomar una decisión.
Correr. Sin mirar atrás.



¡¡¡TRAAIIIIDOOOOORRRRR!!!

Justo en ese instante, Leuche despertó... no bañado en sudor, porque era un espíritu inmaterial parcialmente materializado descansando en un lecho de paja rodeado de cabras. Pero sí que notaba algo palpitante a la altura del pecho, como un mini-quásar pulsante de color amarillo pálido. Y también notaba una sensación muy desagradable en el estómago... o lo que fuera que tuviera en esa parte del cuerpo.

La palabra le estuvo resonando en los oídos al menos hasta la hora del desayuno. Era la voz de Bonnie. Pero tenía la vibración de Tot.

(continuará...)

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