[En capítulos anteriores: El Ángel de la Muerte (24)].
Al despuntar
el alba, el canto de un gallo le despertó. Estar solo medio materializado no le
permitía experimentar la vida física al cien por cien, pero aquello se le
parecía bastante. Aún era capaz de recordarlo. El canto del gallo era poco más
que un eco cercano. El viento frío que entraba por la ventana de la pobre
construcción de piedra no llegaba a erizar el vello de su cuerpo. Los alimentos
no sabían a nada, eso se lo tenía que seguir imaginando. Los olores eran algo
más perceptibles, pero por mucho que inspiraba el aire no sentía que nada
llegara a sus pulmones y mucho menos a su pituitaria. Juraría que ahí estaba
tirando de recuerdos. Aunque por otro lado esto lo agradecía... apenas lavaba
sus ropas de pastor, y las cabras, el queso y todo lo demás, debían desprender
un intenso aroma a humanidad. Al cerrar los ojos casi se sintió en la Tierra de
nuevo. Incluso los sueños eran igual de reales. O irreales, según se mirase.
Decidió
levantarse al fin. Se desperezó, cogió la gorra y el cayado, y se dirigió a
tomar el desayuno con los demás compañeros del Departamento de Avatares y
Apariciones Virginales. En la mesa comunal había un grupo que se acababa de
sentar y parecía muy excitado. Según lo que pudo entreoír, habían estado de
guardia toda la noche, comunicando con el piloto de un vehículo espacial para
que consiguiera situarlo justo encima de una cueva donde iba a nacer no sé
quién. Por lo visto creían que se habían equivocado al poner las coordenadas
del GPS y casi habían acabado pifiándola. Al final consiguieron aclarar que en
realidad se habían olvidado de que no estaban en la Tierra y no habían cambiado
la configuración del aparato.
En el otro
extremo de la mesa, Leuche reparó en una figura sombría, solitaria, que
observaba en la distancia. Al acercarse vio que en realidad no era tan sombría.
Al contrario, aquella mañana Tot parecía rodeado de un halo especial. El rubio
de sus rizos parecía más brillante. El rubor en sus mejillas era igualito al de
un bebé. El calzón lucía impecable, con su imperdible de plata finamente
labrado justo en su sitio. Las alas parecían hechas de un algodón puro y suave.
Daban ganas de pasar los dedos por él y acariciarlas... Todo esto contrastaba
con el habitual humor de perros que (casi) siempre le acompañaba. Y Leuche tampoco
se sentía muy animado. Se sentó junto a él y se sirvió lentamente medio vaso de
leche de avena con cinco o seis cucharadas colmadas de cacao instantáneo del
bueno, del que se disuelve sin problemas y no deja burbujitas. Necesitaba un
buen chute de algún estimulante... aun sabiendo que aquello no le iba a hacer
ningún efecto, principalmente porque carecía de cuerpo físico.
Tot
masticaba sin muchas ganas una tostada de pan payés con manteca, con cuidado de
que no le cayera ni una sola miga.
―Hey, tienes
buen aspecto hoy ―le dijo Leuche―. Este líquido negruzco que baña la punta de
las flechas... no es nada raro, ¿verdad?
―No para un
Ángel de la Muerte.
―Ya. Pero
hoy no trabajas de Ángel de la Muerte.
―Yo trabajo
de lo que me apetece. Otra cosa es que me lo vayan a pagar o a reconocer de
alguna manera. Además, aquí estoy para que evalúen mi trabajo como Ángel a
Secas, y como muestra de mi buena predisposición ya has visto que hoy luzco un
uniforme impoluto.
Leuche sabía
que eso no significaba nada, pero no quería seguir importunando más a Tot. Y en
su cabeza revoloteaba otra cuestión. Después de dar un sorbo a su bebida
chocolateada, dijo:
―Oye, Tot,
el otro día, cuando me dijiste que era un traidor... no lo decías en serio,
¿no?
―Yo siempre
hablo en serio.
―Pero, si
hemos de analizar los hechos objetivamente y con lógica, como sin duda haces
siempre, yo no he hecho nada como para que me llames traidor así sin más, al
menos no desde que nos conocemos. ¿Estás de acuerdo?
―No. Nos
conocemos de mucho antes que te presentaras en mi oficina oliendo a chamuscado.
Tú mismo lo presentías...
―¡Ah, es
cierto! ―fingió acordarse Leuche.
Tot le miró
extrañado. Esta mañana Leuche se comportaba de una manera muy rara.
―Te voy a
ahorrar un poco de sufrimiento ―dijo Tot.
―¿De veras?
Qué atento eres... ―respondió Leuche, con una media sonrisa y temiéndose algo
realmente malo.
―Sí, bueno,
yo siempre soy así de amable. Yo también he tenido un sueño esta noche.
―¡No!
―Sí.
―Entonces...
entonces... ¿ya sabes dónde nos conocimos?
―Sí.
―¿Quiénes
éramos?
―Yep.
―¿Lo que
pasó luego?
―Hasta el
preciso momento en el que me trai-cio-nas-te.
―Glup.
Tot acabó su
tostada y bebió un trago de su café solo con hielo. Luego buscó en la cesta de
pan otra tostada y comenzó a untarle mantequilla. Cuanto más lentamente untaba,
más nervioso se ponía Leuche.
―Esto... una
pregunta ―dijo al fin―. ¿Saliste de aquella?
―Sí, claro
que salí. Después de que me descuartizaran y repartieran mis pedacitos entre
otros ladrones del gremio. Bueno, para ser exactos, salí un poco antes de que
eso ocurriera. Por suerte pude contemplar desde fuera cómo lo hacían. ¿Y tú?
¿Tú saliste de aquello?
―Pues...
creo que llegué dos o tres callejones más allá. Después alguien me apuñaló y me
abandonaron cerca del antiguo penal. Las ratas se dieron un pequeño festín con
mi cadáver. La policía ni siquiera pudo identificarme, aunque algo sospecharon
por las ropas que llevaba puestas.
Tot asintió
en silencio. Leuche se echó otra cucharada de cacao. Se preguntó si Tot estaba
aún medio dormido o solo demasiado cansado de la misión como para reaccionar.
―Entonces,
¿estamos en paz? ―aventuró, con la mejor de sus sonrisas.
―Tú y yo
nunca estaremos en paz ―la voz de Tot sonó tan fría que Leuche sintió que se le
helaba el corazón. Aún así, intentó no hacer un drama.
―¿Con
“nunca” te refieres a toda la eternidad?
―No, solo
hasta que te mate dos o tres veces.
Leuche trató
de sonreír, pero ya le fue imposible.
―Estás
bromeando, ¿no? Si tú no querías reencarnar...
―Bueno, tal
vez lo haga. Y enviaré un comunicado al Departamento de Deudas Kármicas para
que te citen a una próxima encarnación conmigo y así podremos resolver nuestros
asuntos pendientes. O sea, te dejas matar y ya está, consideraré saldada la
deuda.
―¿Cómo? ¿Por
qué no resolvemos nuestros problemas aquí y ahora?
―Vamos, no
me digas que no lo sabes. Aquí no es lo mismo... Aquí no me produciría ningún
placer matarte, ni a ti ningún sufrimiento. Ya estamos muertos.
―Pero eso no
es nada civilizado, Tot. Yo creo que en cuestión de resolver nuestros asuntos
pendientes, es lo mismo. Tú me perdonas, yo te perdono...
―Tú no
tienes nada que perdonarme a mí. Y sigo diciendo que estando muertos ya no
tiene gracia perdonar o no. Es mucho más fácil sabiendo que no tenemos nada que
perder.
―¿Llamamos a
un guía espiritual para que nos lo aclare?
―Yo no me
hablo con el mío. Además, ¿por qué lo van a saber ellos mejor que nosotros?
―Algo más
habrán estudiado, digo yo...
―Pamplinas.
Leuche
suspiró. Empezaba a verlo un poco negro. Eso de volver para que Tot le matara
en venganza o como una especie de justicia cósmica sonaba más propio de un alma
principiante que de todo un Ángel de la Muerte. Dio un par de sorbos más a su
bebida y se decidió a probar un panecillo con nueces. De pronto recordó cómo se
habían reído una noche que habían salido con un Ángel novato después del
trabajo, haciéndole creer que tenía que presentarse en el Departamento de
Deudas Kármicas para dar cuenta de algunos de sus “errores” del pasado. Era un
alma tan inocente que aún creía que en el mundo espiritual había señores con
toga y peluca que te juzgaban por tus crímenes y decidían sobre las penurias
que deberías sufrir en tu próxima vida para avanzar en la también inexistente
escala de perfección. Ni siquiera al levantarse el velo se había dado cuenta
aún del engaño. Inocente, pero... ¡pero seguro que tenía mejor memoria que él!
¡Maldita sea! Abrió unos ojos como platos y contempló a su compañero, aún
aparentando indiferencia y rigidez. ¿Por qué se dejaba siempre engañar tan
fácilmente por Tot? Fue entonces cuando apareció su sonrisa pícara. Y los dos
se echaron a reír a carcajadas. Y justo en ese momento llamaron para que se
pusieran a trabajar.
Según se
levantaban de la mesa, Leuche dijo, solo para asegurarse:
―No hay
rencores, ¿no?
―Claro que
no. Pero sabes que los Ángeles a Secas no tenemos muy buena puntería, ¿verdad?
―Bueno,
estoy tranquilo, porque como mucho tu veneno me quitará algo de energía para
trabajar.
―No me
refería a eso. Le he dicho a nuestro encargado que necesito un compañero para
llevar tantos mensajes de aquí para allá...
―No.
―Sabía que
te iba a encantar volver a trabajar conmigo: aquí tienes tu nuevo uniforme. Y asegúrate de que esté siempre inmaculado.
Esta vez fue
Leuche el que casi rompe en llanto. Su peluca era pelirroja, con una corona de florecillas blancas rodeándola. Por lo demás, los
siguientes días iba a tener que vestir un calzón como el de Tot y utilizar una
nubecilla densa como medio de transporte. Tot no pudo evitar una sonrisa de
satisfacción al ver la cara de su compañero.
―Recuerda
que aún tienes que demostrarme que tienes corazón de Ángel de la Muerte.
―Pero,
Tot... ¡no puedes hacerme esto! ¡Tú no eres el jefe aquí! ¡Tengo cabras que cuidar! ¡Queso por hacer!
¡Mañana me pare una cabrita! ¡Tot! ¡Tooooooooot!
(continuará...)
Queremos mas! jejeje
ResponderEliminarPues estoy fastidiada, porque aún no sé cómo sacarles de su nuevo departamento... Bueno, algo se me ocurrirá ;-)
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