[En
capítulos anteriores: El Ángel de la Muerte (22)].
Londres,
1856.
La joven de
las caderas contoneantes se apresuró por el estrecho callejón sorteando los
charcos de inmundicias, hasta llegar a la esquina de la calle Gloucester. Ya se
habían congregado unos cuantos viandantes alrededor del hombre de las cartas, y
su vestido negro la ayudó a pasar desapercibida entre la multitud, a pesar de
su belleza. Su cabello negro caía en tirabuzones por la espalda. Su pálida tez
hacía sospechar que no había comido mucho en los últimos días, pero eso no era
nada fuera de lo corriente en aquellos tiempos de pobreza y miseria. Debía estar cerca de los quince
años, pero su baja estatura y su extrema delgadez la hacían parecer casi una
niña. Sus delicados movimientos y su poder seductor pronto hacían olvidar ese
detalle a los pretendientes que se le acercaban.
El caballero
del sombrero de copa que había organizado el espectáculo tenía mucha labia y
sabía cómo encandilar al público. Les había hecho creer que era fácil descubrir
al joker entre tanto diamante. Luego
con un movimiento rápido de su mano lo hacía desaparecer entre sus mangas y
nadie se daba cuenta si sabías atrapar su atención en otro lado. Lo había hecho
desde niño. La gente apostaba y él los dejaba pelados. Ya era tan natural como
respirar. Se había convertido en un arte.
Cuando vio a
la dama poniéndose en puntillas para poder observar con detalle sus manos, la
saludó con un leve movimiento de cabeza. La dama volvió a su estatura habitual
y la vio escabullirse por detrás como un ratoncillo corriendo en una cocina.
Sus pies eran silenciosos. Sus dedos, pequeños y hábiles, apenas rozaban la ropa
cuando se adentraban sigilosos en los bolsillos de los espectadores. El
caballero sonrió. Era buena la condenada.
Aún
recordaba la conversación que habían tenido el día anterior, mientras hacían
recuento de lo que habían recaudado.
―No te
estarás quedando con nada, ¿verdad? Mira que el jefe se da cuenta de esas
cosas...
―Por
supuesto que no, ¿por quién me has tomado?
A pesar de
sus palabras, desviaba su mirada hacia un lado al decirlo, y eso le hacía
sospechar que estaba mintiendo. No es que la hubiese tomado cariño, pero sabía
más de un diablillo que había sido encontrado flotando en el río después de
haber sido cogido con las manos en la masa... o en la caja de caudales. Lo malo
es que a ella tal vez la violarían antes.
―Además... ―añadió
la mujercilla con una sonrisa― siempre sabría cómo compensar el error.
―¿Ah, sí? ―contestó,
distraído. Estaba contando el dinero, y necesitaba concentración. “45, 46, 47,
48...” Hoy no había sido un buen día. ―Sabes, yo que tú tendría cuidado. Al
jefe no le gustan los que se pasan de listos.
―Entonces
deberías dejar de engañarle con la recaudación.
Thomas dejó
de contar y miró amenazadoramente a la niña. Tuvo que controlar su puño derecho
para que no golpeara contra la mesa de madera.
―No seas
bocazas, mocosa. Ni siquiera sabes contar.
―Eso es lo
que dicen... ―contestó, tratando de disimular su frustración y mirando de reojo
el dinero que Thomas manejaba. Esta vez no pudo contenerse. Se levantó y
estrujó la hermosa cara de la pequeña Bonnie con sus manos sucias y fuertes. La
dura de Bonnie no varió su expresión ni se puso más pálida de lo que ya estaba.
―Escúchame
bien. Vuelve a insinuar algo como eso y seré yo mismo quien te estrangule y
eche tu cadáver al río, ¿me has oído? Ya te he protegido más de una vez de esos
rufianes... y algún día podría dejar de hacerlo.
Recuperó su posición, dio un trago
al vino aguado y continuó contando. Aunque habían acordado un reparto
equitativo de las ganancias, le dio menos de lo que le correspondía.
―Aquí tienes
tus treinta y siete chelines. Ahora, agua.
Bonnie se
levantó y cogió las monedas con desgana.
―Con esto no
tengo ni para el pan.
―Pues vete a
darte un paseo por el East End.
La mujercilla le
echó una mirada llena de odio y se alejó corriendo. El falso caballero inglés
con sombrero de copa sacudió la cabeza con desprecio y murmuró:
―Chiquillas...
(continuará...)
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