Cuando
Leuche se presentó a la mañana siguiente en su puesto de trabajo (puntual, por
supuesto), se encontró de nuevo la puerta cerrada. Miró su reloj y frunció el
ceño.
“No sé, esto
de que no exista el tiempo se me hace muy confuso”, pensó.
Se le
ocurrió ir a buscar a su compañero a la máquina de los cafés y bollitos
grasientos varios para el desayuno, pero entonces reparó en una nota pegada con
celo al cristal en la que había garabateadas unas palabras: “Te espero en el
aparcamiento. Es urgente”.
Leuche
volvió a fruncir el ceño. No le gustaban los imprevistos. Y además aún tenía
los ojos llenos de legañas. Quizá había leído mal... “Ven YA”, ponía ahora el
papel.
Tot se ponía
de muy mal humor cuando le hacían esperar, así que Leuche optó por la vía
rápida y se volatizó en el aire para teletransportarse al aparcamiento.
Requería de un gasto energético extra, sobre todo cuando no habías desayunado
todavía, pero no le quedaba otra... soportar todo el día a Tot de mal humor era
una penitencia que no estaba dispuesto a aceptar ahora que por fin la religión
ya no era importante en sus vidas.
Cuando su
forma espiritual apareció en el recinto del aparcamiento, con sus botas
habituales, su levita y sus melenas rizadas, estuvo tentado de cambiar su
apariencia... porque no era un carruaje con
Tot sentado en el pescante lo que le estaba esperando, sino un Volkswagen de color casi rojo, líneas
redondeadas y un guardabarros medio caído que le recordó al coche que su abuela
conducía en los años 60 del siglo XX en un algún lugar de Europa. No tenía
ruedas, pero eso no importaba, porque flotaba a una cuarta del suelo, como el
que usaba Luke Skywalker para desplazarse por Tatooine. Y el interior olía a marihuana...
bueno, eso quizá fue un recuerdo (benditos años aquellos), pero lo que no podía
ser una alucinación era la estatuilla plateada de una mujer con alas extendidas
que hacía equilibrio en el borde del capó. Era lo único que brillaba de toda la
carrocería. Según se aproximaba a la portezuela del copiloto percibió la mirada
de impaciencia en el rostro de Tot, sus dedos tamborileando en el volante.
Leuche abrió
la portezuela y se acomodó lo mejor que pudo (sus piernas eran bastante
largas), un poco admirado pero también un poco amedrentado por la cara de pocos
amigos que tenía Tot esta mañana.
―Solo un par de detalles... ―se atrevió a
puntualizar―. Si podemos ir en una limusina negra si así lo deseamos, ¿por qué tenemos
que viajar en un coche que parece que se va a caer a cachos en el primer bache?
Los dedos de
Tot dejaron de tamborilear y miró a Leuche de refilón.
―Me gusta
este coche. Y además es alemán. No se va a caer a cachos ni aunque atravesemos
todo el astral hasta el infierno y los demonios se nos peguen al parabrisas.
Leuche
carraspeó.
―Vale. Y
esto... ¿no debería haber una W en el capó en lugar de una señorita desnuda con
alas?
Ahora la
mirada de Tot no fue de refilón. Leuche vio brillar el odio en la profundidad
de sus ojos negros.
―No fue idea
mía. Es la insignia de los Ángeles de la Muerte. Si no la llevamos bien visible
no podríamos saltarnos los semáforos... ni transportar muertos en el maletero.
Parece mentira que no lo sepas ya... aunque, bueno, de qué me voy a sorprender,
si a estas horas aún no has sido capaz ni de ponerte el uniforme ―dijo Tot, al
tiempo que se sacudía una pequeña pelusilla en la manga de su impoluta camiseta
negra―. Y dame eso, que me vas a manchar la tapicería ―le quitó a Leuche el croissant relleno de crema de chocolate justo cuando le iba a dar un mordisco y lo tiró por la ventanilla.
Leuche no se atrevió a replicar, algo avergonzado. Su estómago rugió... pero no pudo hacer nada, cualquiera se ponía a discutir con Tot. Aquel día le tocaría trabajar en ayunas. Aunque... ahora que lo pensaba, ya no tenía estómago. El ruido tenía que provenir de otro sitio.
―Por cierto,
conduces tú ―añadió Tot.
―¿Yo?
¿Entonces por qué estás tú en el asiento del conductor?
―Porque el
volante se puede cambiar de lugar, ¿no lo ves?
Y de pronto
ya no había volante en el lado izquierdo y ahora estaba delante de Leuche. Leuche
sonrió y cambió su apariencia varias veces, a lo coche fantástico, a lo coche antiguo, a
lo Fórmula 1... al final se decidió por un volante de cuero marrón con funda de
leopardo. Y unos guantes de cuero a juego. Y unas gafas de piloto para que no
le entrara el polvo en los ojos. Menos mal que no se había traído el sombrero de
copa...
―Me acabo
de dar cuenta de que yo nunca he conducido en el lado derecho.
―No importa.
Yo no sé conducir, pero supongo que no habrá mucha diferencia. Venga, dale.
―Vale. ¿A
dónde vamos?
―A un
suicidio. ¿Por qué crees que tengo esta cara hoy?
A Leuche se
le borró la sonrisa de la suya, otra vez. Atravesar varios planos dimensionales en un
Volkswagen destartalado era divertido, pero no lo suficiente como para
contrarrestar el mal trago de un suicidio. O eso le habían contado... que los
suicidios eran especialmente tristes y había que estar muy alertas. De hecho,
en los suicidios les citaban dos horas antes en lugar de una, por si había
imprevistos y tenían que pedir refuerzos. A los suicidas costaba mucho
convencerles de que habían hecho la mayor tontería del mundo matándose... tanto sufrimiento, tantos desvelos y tanta angustia, total,
para nada... excepto una enorme reprimenda de los Súper-sabios esos, mucho tiempo
de reflexión (si hacía al caso) y la magnífica oportunidad de recuperar el
tiempo perdido con una vida doblemente complicada.
Leuche suspiró.
Entre unas cosas y otras la jornada prometía ser agotadora... y deprimente.
(continuará...)
(continuará...)
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