martes, 29 de abril de 2014

Esclavo.

Despertó tumbado boca abajo sobre la tabla de madera, semidesnudo, el cuerpo tenso y magullado, las manos con restos de sangre que el agua fría no había arrastrado consigo, el ojo derecho hinchado y pegajoso debido a las costras de suciedad y pus que se habían formado. Se sorprendió de que no le hubieran molestado... supuso que no es que les importara mucho si vivía o moría, tal vez solo sabían que se encontraba demasiado débil y enfermo como para poder levantar el martillo con el que rompía las rocas de la cantera. Un esclavo vivo siempre era más útil que un esclavo muerto.

También se sorprendió de haber sobrevivido a la noche. Sus heridas no eran muy profundas, pero la voluntad de vivir menguaba cada día igual que los músculos de sus brazos, tan fuertes y poderosos en un tiempo que cada vez era más difícil traer a su memoria. Había descubierto que la falta de voluntad no mataba, al menos no rápidamente. Y día tras día sus ojos se abrían a un mundo en el que ya no se reconocía a sí mismo, en el que no sabía quién era... Le habían permitido conservar su nombre (Nicodemus), pero eso era lo único que le quedaba...

Tal vez habría sido mejor que el filo de la espada hubiese acabado su trabajo. De rodillas en la tierra, con su cabeza fuertemente sostenida por alguien a quien no podía ver, tirándole de los cabellos hacia atrás para exponer su cuello... aún podía sentir la presión de la hoja sobre su piel, aún podía escuchar los gritos de la muchedumbre convertidos en sordo murmullo en sus oídos, aún percibía el tiempo detenido en el aire. Solo era plenamente consciente de que entre la muerte y él no había nada. No entendía muy bien qué había pasado. Se sentía al borde del desmayo y las voces de los hombres que discutían sobre qué hacer se habían convertido en palabras ininteligibles. No recordaba muy bien cuáles habían sido sus pensamientos en esos momentos. No quería morir... pero tampoco le hubiese importado mucho perder la vida. Solo sabía que la torre rubia que medía una cabeza más que él y tenía un aspecto mucho más saludable, le había vencido. Había llegado unos días atrás, confuso y cabizbajo como todos, mirando embobado las cadenas de hierro como si no supiera cómo habían llegado hasta ahí... Llegó a pensar que se suicidaría, o que se revolvería contra los captores pensando que su fortaleza le iba a servir para algo. Pero posiblemente era más inteligente de lo que parecía... o más cobarde. Sus ojos azules siempre le habían mirado desafiante, y Nicodemus siempre había evitado esa mirada. A pesar de no sentir ninguna simpatía hacia él (solo era alguien más con quien repartir las escasas raciones de comida), tampoco había sentido ninguna necesidad de luchar contra él. Pero él no había tenido ningún poder de decisión sobre ello. Ya no podía decidir sobre nada.

Una vez que la torre rubia le hubo derribado y estaba a punto de darle el último golpe que le dejaría inconsciente (muerto no, porque con aquellas armas habría necesitado algo más de tiempo, unas cuantas estocadas más, y mucho más estómago), unos hombres le apartaron y trataron de aplacar sus ansias de muerte, cegado por el fervor del combate, mientras que a Nicodemus le rodearon en parte para protegerlo, y en parte para dejar que otros decidieran si le había llegado o no la hora. Le sostuvieron de los brazos y le obligaron a incorporarse, y uno de ellos parecía dispuesto a cortarle el cuello si así se lo ordenaban.

Nunca supo qué es lo que le salvó... o lo que le condenó a seguir viviendo una vida en la que se veía obligado a arrastrarse sin cesar, en la que se levantaba y se acostaba por inercia, y daba gracias a los dioses por la inconsciencia que el sueño le otorgaba cada noche, si es que el hambre o el frío le permitían dormir. La escasa luz que atravesaba la ventana del dormitorio le deslumbró, y al ponerse en pie avanzó tambaleándose hasta el recipiente con agua que había sobre una repisa en el rincón. Las cadenas de los tobillos parecían pesar diez veces más que cualquier otro día. No recordaba cuándo se las habían vuelto a poner... tampoco recordaba cómo había llegado al catre. Agradeció la soledad. Intentó deshacerse de la suciedad y las costras, pero allí no había agua suficiente para reblandecerlas. Notaba los embates de la fiebre... y sabía que si alguien no cuidaba de sus heridas como era debido, evitarle la muerte el día anterior solo habría sido una pérdida de tiempo. Una vez más, se preguntó qué sentido tenía todo aquello. Qué sentido tenía seguir viviendo...

¿Acaso debía tener sentido? ¿Lo había tenido alguna vez? Si se esforzaba por ver a través de la bruma, aún podía traer a su memoria un pasado no mucho más brillante, no mucho más alentador... pero al menos sabía por qué luchaba, y se sentía orgulloso de hacerlo. Ni siquiera los guerreros a caballo le habían amedrentado, y entre el chocar de aceros y la resistencia que habían presentado bajo sus escudos, había llegado a pensar que si aquél iba a ser el fin, se iría con una sonrisa en sus labios, pues había hecho todo lo que había estado en sus manos por defender su tierra y a los suyos. Lo que no sabía entonces es que hay tragos más amargos que la muerte, y la esclavitud es uno de ellos. La maza le podía haber hundido su cráneo y acabar con todo sufrimiento. En su lugar se encontró con pies y manos inmovilizados, el miedo constante a ser dolorosamente castigado, y una terrible sucesión de días y noches vacíos de la más mínima piedad como única expectativa. Aún así no podía de dejar de aceptar el cuenco con esa masa blancuzca y aguada que le ofrecían cada noche... como si prolongar aquella eterna agonía fuera más aceptable que abandonarse a la muerte por inanición. Elegir entre el miedo a morir o el miedo a vivir nunca fue fácil, pero el instinto de supervivencia de un cuerpo tangible siempre fue más fuerte que las escenas oníricas que los sacerdotes representaban en sus templos de un más allá del que nadie había vuelto... que él supiera. A veces se preguntaba si eso significaba que aún le quedaba alguna esperanza de recobrar la libertad... por nimia que fuera. Pero un rápido vistazo a las cadenas que erosionaban su piel de las muñecas y a los cadáveres que se balanceaban a la entrada de la ciudad, compañeros convertidos en carroña para los buitres, le recordaba que no podía tener esperanza. Hasta de ella le habían despojado.

sábado, 5 de abril de 2014

Vida rota.

Una gota de sangre resbaló por su antebrazo y terminó por caer en el agua, dispersándose y haciéndose invisible entre miles de gotas transparentes. El vapor ascendía desde la superficie, la jarra de agua que habían vertido en la bañera estaba bien caliente cuando la habían retirado del fuego, como ella había ordenado. Después de que su criada se hubiese retirado, fue cuando dejó que todas las barreras cayeran y las lágrimas comenzaron a brotar. No es que el servicio doméstico no estuviese al corriente de la situación, pero se habían acostumbrado a vivir en un silencio cómodo para todos, acompañado a veces de compasión, una compasión fría e inútil que se reflejaba en las miradas huidizas que la dirigían en presencia de su marido, el señor de la casa, aquél al que todos debían respeto y obediencia... incluida ella, claro está, devota y fiel esposa del hombre que habían elegido para ella.

Y el alfiler que utilizaba para sujetarse el moño, tirante y perfectamente sujeto, para no dejar ni un solo mechón de cabello negro y rebelde a su antojo, había resultado muy útil para...

¿Qué diablos estaba haciendo? ¿Qué pretendía infligiéndose ella misma ese corte en su antebrazo izquierdo? ¿Deseaba morir? ¿O quería demostrase a sí misma que aún estaba viva? ¿Era su llamada desesperada de auxilio, el último grito que se atrevía a proferir, aun sabiendo que nadie a su alrededor la escucharía o acudiría para salvarla?

¿De qué iban a salvarla? Después de todo vivía con un hombre elegante y educado, de buena familia, que gozaba de gran prestigio en la ciudad y que había procurado que no le faltase de nada. No tenía razón alguna para estar descontenta o desear estar en otro sitio.

Y sin embargo... se había sentido como en una prisión desde el día que atravesó el umbral de aquella casa. La casa de sus sueños, con un porche en la parte trasera y un columpio en el que pasar las horas muertas tomando un té con pastas, cosiendo las iniciales de su amado en los calcetines y en otras prendas íntimas... o simplemente observando al perrillo de lana blanca juguetear en el jardín. Había paseado bajo una sombrilla con sus amigas en las tardes de primavera, y todas le habían asegurado que había tenido mucha suerte el día en que su futuro marido la vio bajar del coche de caballos y dirigirse al club donde las señoritas de su edad se reunían para charlar. Se había quedado prendado de ella, sin ni siquiera saber que aquella joven de apenas quince años era la hija de uno de sus mejores clientes. Y su padre no pudo declinar la tentadora oferta... Aunque ella hubiese preferido ser la prometida de un joven estudiante al que hacía tiempo le había echado el ojo, y aunque le disgustó sobremanera no tener ningún poder de decisión, acabó por aceptar su destino. Después de todo, los mayores sabían lo que hacían...

El sueño se rompió la misma noche de bodas. Y los días que siguieron fueron oscureciéndose más y más, al mismo ritmo con el que crecían sus ansias de libertad y el número de círculos amoratados en su piel. Las sombras grises bajo sus ojos ya eran imposibles de disimular bajo el maquillaje, y cuando acudía a la iglesia los domingos apenas se atrevía a alzar su cabeza aun cuando llevase el velo que cubría gran parte de su rostro. Pero el silencio de los que la rodeaban, y la soledad que la acompañaba día y noche, dolían más que cualquiera de sus golpes.

Aquel día dejó que el vapor de agua la envolviera y dejó correr la sangre como si así el dolor fuera a hacerse más débil. Eso era lo que hacían los doctores cuando el cuerpo sufría de algún mal desconocido, ¿no era así? Tal vez ella también padecía de algún mal, una enfermedad maldita que le impedía aceptar el papel que la habían impuesto y que le impedía alcanzar la felicidad que con frecuencia percibía en los pálidos rostros de las mujeres que empujaban sus carritos con sus bebés recién nacidos por el parque. Puede ser que aquel día tomara una decisión, pero el tiempo transcurrido y la bruma que hacía borrosos sus recuerdos no le permitían saberlo con seguridad. También pudo ser en algún otro momento de desesperación, encerrada entre cuatro paredes por haber sonreído al panadero y cansada de golpear la puerta con los puños.


Ahora sus manos se hallaban inmovilizadas por las muñecas, aunque el carcelero, a quien conocía bien después de meses trayéndole el almuerzo y la cena, había tenido la gentileza de no atar las cuerdas con demasiada fuerza. Su viejo y raído vestido negro hacía juego con la capucha que iban a utilizar para cubrir su cabeza. Su indiferencia y desprecio hacia las vacías palabras del sacerdote habían pasado desapercibidas para todos, y su aparente calma y la tímida mirada que le había dirigido durante la charla les hicieron creer a todos que su arrepentimiento era sincero.

Pero no, no se arrepentía. No se arrepentía ni de una sola de las muertes que había provocado. Solo podía pensar en lo que podría haber sido su vida y en lo que acabó convirtiéndose. Y tampoco podía olvidar a las decenas de mujeres que había conocido que habían tenido que pasar por lo mismo que ella. Los médicos y el juez podían decir lo que quisieran, pero ella era una mujer inocente. Una mujer destruida por el sufrimiento y los crímenes cometidos por hombres que jamás fueron mejores que ella, pero que nunca iban a ser castigados como habían decidido que le correspondía a ella ser castigada. Ya nada importaba. Había tenido tiempo suficiente para aceptar que el mundo era injusto y ella ya había hecho lo que había venido a hacer.

La horca la estaba esperando. Su muerte fue rápida y poco dolorosa, posiblemente decepcionante para todos los que habían acudido ávidos por presenciar un buen espectáculo. Pero para ella fue un mero trámite que la liberó de años de angustia y desolación, aunque no fue el final. Por suerte o por desgracia, la muerte nunca es el final.

jueves, 3 de abril de 2014

El amor tiene fecha de caducidad.

“No el amor verdadero”, me he dicho a mí misma... Pero, en realidad, ¿existe el amor verdadero? ¿Qué es al amor verdadero?

“Creo en la vida eterna”, me he vuelto a decir a mí misma... Por tanto, ¿no debería creer también en el amor eterno? He creído siempre, desde que era una inocente jovencita que soñaba con su príncipe azul, solo para estrellarme una y otra vez contra la realidad, para ver cómo los sueños se rompen uno tras otro, porque lo cierto es que el amor no dura para siempre...

Quizá el problema es que estoy mezclando el amor humano con el Amor con mayúsculas, y así solo cabe la decepción, porque los seres humanos nos vemos obligados a vivir por un tiempo más o menos largo en un mundo finito, donde nos acostumbramos a ver cómo todo lo material nace y muere, nace y muere... y el amor no iba a ser menos. Especialmente cuando se mezcla con hormonas, atracción física, y una serie de emociones exclusivas humanas como son la necesidad de afecto,  la comprensión, el apoyo mutuo... pero también los celos, los deseos de independencia, el querer compartir tu vida con otra persona pero no con toda su familia... qué os voy a contar. Pero al final, como con muchas otras cosas, hay que mirarlo desde otra perspectiva. Mientras somos humanos viviendo en cuerpos humanos, no nos damos cuenta de que todas las experiencias están ahí por algo. Cuando se acaba, se acaba... igual que una vuelta en la montaña rusa. Has pasado vértigo, miedo, te has querido bajar, pero en el fondo, has disfrutado. Y puede que pase un tiempo antes de que te vuelvas a subir, pero lo volverás a hacer. Igual que la vida.


Lo bueno es que nada se acaba, aunque nos lo parezca. El amor y el odio son emociones humanas, y aunque ahora parezca complicado, un día cuando miremos atrás recordaremos solo los buenos momentos, y quizá esperaremos reencontrarnos en un futuro lejano, muy lejano... Los amigos van y vienen, los amantes van y vienen, y los enemigos también. Y lo mejor es que fuera de esta ilusión terrestre, el Amor con mayúsculas es el que prevalece, y ahí fuera nos da igual (o al menos tiene menos importancia) lo mal que lo hayamos pasado. Estoy segura de que todo tiene un porqué, de que nuestros ojos humanos nos engañan continuamente, y de que algún día lo comprenderé.

O, tal vez, solo estoy tratando de consolarme a mí misma. Porque, pensándolo bien, ahora mismo estoy jodida. Aunque posiblemente no por las razones que serían de esperar. En todo caso, pasará. Esta vez no me va a llevar más de doscientos años, lo prometo.
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