lunes, 4 de noviembre de 2013

El Ángel de la Muerte (2).

―¡No! ¡No! ¡Corre, corre! ¡Ahí, dale! ¡No, así no…!
Tot levantó ligeramente la mirada al ver a la enfermera pasar gritando “¡El paciente de la 320! ¡Corred! ¡El desfibrilador! ¡Traed el desfibrilador!”
Luego suspiró tratando de no perder la concentración en el juego.
―¡No, hombre, no! ¿Qué haces? Si ya la tenías…
Siempre se hacía un lío entre el botón A y el botón B. En los momentos clave nunca se acordaba que el A era para los pases cortos y el B para chutar a puerta. Al final siempre se equivocaba.
―¡¡Mierda!!
Tot extendió los dedos y la consola se esfumó en el aire. Era el equivalente a tirarla por la ventana. Cuando miró a su derecha el corazón le dio un vuelco… o lo que sea que tuviera en lugar de corazón. Una anciana de aspecto dulce y gris le estaba mirando. Se llevó la mano al pecho, un poco en broma.
―Por favor, que no estoy para estos sustos…
La anciana sonrió.
―¿Así que viene a llevárselo?
―¿Cómo? ―Tot trató de hacerse el despistado. Esa información era confidencial… o debía serlo. Pero solo para los vivos.
―Jovencito, no se haga el listillo conmigo. Soy más vieja que usted y merezco un respeto. Además… le he reconocido por el dibujito del bolsillo…
―¿El dibujito? ¡Oh…!
Tot se miró el dibujo estampado en el bolsillo izquierdo de la camiseta que llevaba como uniforme. Era el único distintivo que le identificaba como Ángel de la Muerte. Hubo un tiempo que no llevaban uniforme, pero eso inducía a confusión en muchas ocasiones. Cuando él llegó el Comité llevaba unas semanas discutiendo qué hacían respecto a ese asunto. Todos estaban de acuerdo que lo de la capa negra con capucha y la guadaña daba demasiado miedo y ya estaba pasado de moda, necesitaban una nueva imagen más acorde con los tiempos en los que vivían… Pero el Ángel Negro con Alas tampoco había sido una elección muy acertada, les delataba enseguida y la idea era pasar desapercibidos, no que les reconocieran a la primera… Eso sí, la pegatina sobre el coche de la empresa era molona a más no poder. Le hacía sentir orgulloso de su trabajo. 
Miró de arriba abajo a la anciana como pensando “Así que es más perspicaz de lo que parece…” y cuando leyó su verdadera edad en la profundidad de sus ojos comentó:
―Yo soy más viejo, así que mucho cuidado con lo que dice… Que si aún sigue por aquí con ese aspecto de viejecita desvalida es que su madurez es la misma que la que tiene un niño de seis años… o de tres.
―¡Psé! Como comprenderá no me voy a molestar a estas alturas con las impertinencias de un jovencito… ¿Viene a por él o no?
Tot suspiró. La señora era dura de roer.
―Sí, vengo a por él ―miró el reloj de su muñeca―. Pero todavía quedan unos 13 minutos ―los médicos seguían intentando la resucitación cardiopulmonar.
―¿No viene a por nadie más?
Negó con la cabeza. No, hoy le había tocado un trabajillo fácil. Pero eso no se lo iba a decir a la señora. Ni siquiera era su sector. Problemas de personal otra vez.
―Por cierto, ¿qué está haciendo aquí? ―según formulaba la pregunta él mismo comprendió sin que hiciera falta escuchar la respuesta. No hizo falta ni que la señora hablara. Percibió la oleada de tristeza que teñía sus mejillas de gris y sus ojos llorosos. Ella intentó ocultar sus sentimientos, e incluso giró la cabeza para el lado contrario como avergonzada, y Tot no quiso decir nada por un momento. Sabía que no debía juzgar, pero aún le costaba entenderlo. Cuando a él le tocaba alguno de estos casos le costaba mucho autocontrolarse para no enojarse y llevárselos a rastras…

―¿Cuánto tiempo más tendré que esperar? ―la voz de la mujer le llegó casi como un susurro―. ¡Ya han pasado años! ¿Es que no me echa de menos tanto como yo le echo de menos a él? ¿Es que sus riñones no le fallan como me fallaron a mí? ¿Por qué Dios me llamó tan pronto a su lado y le dejó a él solo?


Tot deseó dar una calada a un cigarrillo. Éste no era su trabajo. Su trabajo era explicarles lo que estaba pasando y acompañarlos en el tránsito… nada más. Él no tenía paciencia para aconsejarles sobre lo que debían hacer, ni los conocía lo suficiente como para tratar de convencerlos… eso era trabajo de los guías, que por algo habían estudiado para ello durante cientos de años. Además se obcecaban tanto que era inútil decirles que tenían que asumir que su antigua vida había acabado y que un mundo maravilloso les esperaba un poco más allá… vale, era una pequeña mentirijilla, una táctica que venía en el manual y que aún no había sido corregida ni eliminada, no hacía mal a nadie, más bien todo lo contrario... Siempre era mejor continuar que quedarse en el mundo intermedio donde nada era lo que parecía… era como quedarse encerrado en un montacargas, parado entre dos pisos. Ni subes ni bajas, no disfrutas de los placeres de la carne pero tampoco puedes participar en las orgías espirituales que celebran más arriba… De pronto sintió el deseo de volver. Las estancias prolongadas en los planos cercanos a la Tierra le hacían sentir sucio y pensaba que era hora de un baño de luz relajante.
Pero para eso primero debía acabar con su tarea del día…
―Mire, señora… ¿cuál es su nombre?
―Adela.
―Mire, señora Adela ―trató de transmitir algo de cariño o al menos comprensión en su voz, pero probablemente no lo logró―. Su marido volverá cuando le apetezca. No cuando usted quiera. ¿Es que ya no se acuerda de cuando estaba viva? ¿Acaso deseaba estar muerta? No, porque pensaba que la vida en la Tierra era lo único que existía, y a pesar de estar ya algo vieja y cansada, se resistía a dejarlo todo atrás. Haría bien en dar el siguiente paso y olvidarse de una vez de todo esto. ¿Qué hace aquí en el hospital todos los días… aparte de asustar a las enfermeras y jugar con el niño de la planta 2?
―¡Esperarle! ¿Qué otra cosa voy a hacer?
―Usted podrá venir cuando quiera, no tiene por qué estar aquí hasta que sea la hora de su marido… Se ha dado cuenta de que la muerte no es el final, pero aún no sabe que esto no es todo, que a usted también la esperan y si no vuelve pronto tendrán que cambiar los planes…
―¿Qué planes? Yo le prometí que le esperaría y eso haré, no quiero que muera solo.
―¡Nadie muere solo! ¿O por qué cree que me pagan?
―¿Le pagan? ¿Y usted me dice que viene del mundo espiritual?
―No me pagan en dinero, me pagan de otra forma… pero de algo tengo que vivir, ¿no? ¿O se piensa que todo nos cae del cielo?
―¡No! ¡Porque Dios me abandonó! ¡O no me habría dejado aquí esperando indefinidamente en lugar de haber permitido que partiéramos juntos!
Tot la observó lloriquear y sonarse la nariz al tiempo que su aura se volvía aún más grisácea. A esto exactamente se refería. No soportaba este tipo de situaciones. Ojalá existiera el sueño eterno de la muerte para estas personas que se negaban a aceptar la realidad… Volvió a mirar el reloj con cierto nerviosismo. ¿Qué estaban haciendo ahí dentro?
―¿No puede interceder por mí y pedirle a Dios que…?
―¡No! ¿Qué tipo de Ángel se cree que soy? ―se puso bruscamente en pie y se sacudió las cenizas que parecían haberle caído sobre los hombros―. Las cosas no funcionan así, ¿no se lo explicaron en su momento? Cada uno tiene su tiempo y cada uno lo usará como quiera… ¡Salga de aquí! ¡No está en el lugar que le corresponde!
La señora Adela bajó la cabeza y no respondió. Tot temió haber herido sus sentimientos… pero no podía decirle otra cosa.
―Lo siento, pero no puedo… No puedo… ―y se alejó arrastrando sus pies en zapatillas grises, con un rosario entre sus dedos y musitando unas palabras ininteligibles. Tot la observó alejarse. Le daba pena, pero había almas que no tenían arreglo.
De pronto descubrió al difunto. Estaba de pie algo desconcertado, bajo el umbral de la puerta de su habitación. Una enfermera que sacudía la cabeza con tristeza lo traspasó mientras él miraba atentamente la pared y trataba de tocarla sin conseguirlo. Cuando le descubrió mirándole dio un paso atrás y abrió sus ojos desmesuradamente.
―¿Tú sí puedes verme?

―Hola, Ramón ―dijo Tot, con voz monótona y sin ningún entusiasmo―. Bienvenido al más allá… aunque de momento solo has dado el primer paso. Nos queda aún un largo camino…  

(continuará...)

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