viernes, 29 de noviembre de 2013

El Ángel de la Muerte (7).

―¡Llego tarde! ¡Abran paso!
El pasillo parecía abarrotado de funcionarios y cuando tenías prisa siempre pasaba igual, todo el mundo se interponía entre tú y tu destino. Era su primer día de trabajo y no quería llegar tarde. El joven esquivó a una mujer que iba leyendo unos papeles, al de la máquina del café, al que repartía los utensilios de oficina, y a uno que llevaba su misma dirección pero a paso de caracol. Los adelantó a todos, torció a la izquierda, luego a la derecha, y por fin, allí estaba: la puerta donde ponía “Ángel de la Muerte nº 3176-80”. Pero al intentar abrirla se llevó una decepción: estaba cerrada. Cogió un poco de aire y luego miró su reloj: pasaban cinco minutos de la hora establecida. Suspiró aliviado. Por un lado eso significaba que no era el único que llevaba tarde. Por otro… ¿dónde se habría metido su futuro compañero?
Oyó unos pies arrastrando por el pasillo y un silbido que poco a poco se fue acercando, hasta que vio aparecer por el recodo al joven que acababa de adelantar. Se situó justo enfrente de la puerta y le vio hurgar en el bolsillo con una mano, y mientras abría la cerradura de la oficina le miró de reojo.
―Buenos días ―dijo.
―Buenos días ―respondió.
El joven entró dejando la puerta abierta tras de sí, dejando al otro joven sin saber qué hacer.
―¿Vas a entrar o no?
El joven musitó algo y finalmente se decidió, y permaneció de pie en el medio de la habitación mientras Tot se acomodaba en su silla detrás del escritorio.
―¿Cómo te llamas?
―Leuche.
―Bien, Leuche, antes de nada, deja que te diga un par de cosas: primero, el tiempo no existe en esta dimensión. Así que es imposible llegar tarde. ¿Ves? ―Tot señaló el reloj de pared que había a la izquierda de la puerta. La aguja larga señalaba en punto―. Y segundo: pensé que ya te habrías dado cuenta de que no hace falta que esquives a la gente, puedes atravesarlos sin más… Es una sensación un poco rara, pero te acostumbras…
Leuche sonrió levemente. Lo sabía. Pero es que hacía tan poco desde su última encarnación que aún andaba un poco desorientado. Y casi sin darle tiempo a pestañear le habían dicho que se presentara en el departamento de los Ángeles de la Muerte. Eso eran palabras mayores.
Tot no le dio tiempo a contestar.
―Ah, y una tercera cosa: ¿qué haces aquí?
―Me han enviado aquí… para probar y si me gusta unirme a los Ángeles de la Muerte. Pensé que habrían avisado…
―Qué va… esto es un caos… Pero no te quedes ahí, siéntate. Parece que ésta va a ser tu casa de momento…
Leuche se acomodó en el asiento y dejó en una esquina de la mesa los papeles que traía consigo, pues aún no había tenido tiempo de guardarlos en su vivienda. Echó un rápido vistazo al cuchitril en el que se encontraban… le pareció increíble que en ese pequeño despacho hasta cinco Ángeles de la Muerte tuvieran que trabajar juntos.
―¿Te gusta? ―le preguntó Tot.

―Bueno… la verdad es que casi esperaba ver el techo lleno de lápices como la oficina de Fox Mulder, es casi tan oscura, por ahí se dice que sois tipos raros y que también deberíais estar en el sótano, como él, pero tampoco puedo decir que me haya decepcionado…
―¿Fox Mulder?
―¡Oh…! Tal vez no lo conozcas… era una serie de televisión de los años noventa… del siglo XX.
―Sí, sí lo conozco… ―murmuró Tot, entrecerrando los ojos. Este chico comentaba eso porque aún no conocía su ejército de soldaditos de plástico… tal vez algún día le dejaría jugar con ellos… si llegaba a merecérselo, claro―. ¿Es éste tu currículum? ―señaló con la cabeza los papeles que había dejado Leuche en la esquina de la mesa.
―Sí.
―Mmm…
―Pero no puedes verlo, es privado…
―Mmm… ―de pronto miró a la puerta, fingiendo sorpresa. Engañado, Leuche giró su cabeza hacia la puerta, esperando ver aparecer a alguien, momento que Tot aprovechó para echar un rápido vistazo sin que apenas se diera cuenta. Sí. Apenas…
―¡Hey! ¡Se supone que es privado!
Tot sonrió maliciosamente. Antes de que pudiera leer más, Leuche los envolvió mentalmente con un escudo de energía azul y los hizo desaparecer de la vista.
―Así que… 1674 muertes violentas, 1432 asesinatos, 546 muertes por enfermedad, 230 suicidios. No está mal… De esas 1674 muertes violentas, 346 han sido por reyertas, 452 en el campo de batalla, 156 ahorcamientos, 302 víctima indefensa, 138 en accidentes, y alguna que otra en la hoguera…
Al oír la palabra hoguera Leuche se estremeció. La última muerte aún estaba muy reciente y no podía pensar mucho en ello o volvía a notar el fuego en su piel… Un momento, ahora lo recordaba… ¡era él! Tot era el que había ido a recogerle después de muerto... Casi sin darse cuenta su cuerpo adoptó la forma que había tenido en su última vida… la camisa llena de jirones y de sudor se volvía a pegar a su pecho y sentía el agua chorrear por sus dedos en su último intento de borrar las manchas de sangre que le delataban… Cuando Tot le vio dio un salto en la silla y se llevó la mano al pecho.
―¡Por Lucifer! ¡No me des estos sustos!
En una décima de segundo Leuche adoptó su apariencia habitual, aquella con la que se sentía más cómodo, aunque algunos lo consideraban un poco anticuado: la apariencia de un ser humano alto, algo desgarbado, de unos treinta años, con el pelo rizado y castaño cayéndole sobre sus hombros. Le gustaban las botas altas y la levita, y a veces incluso llevaba sombrero.
―Eso está mejor… ―y de pronto la luz se hizo en su mente―. ¿Así que tú eras…? ¡Oh! ―hizo un gesto de consternación―. Lo siento, las historias se me olvidan de un día para otro, pero eso sí, tu final fue apoteósico. Y para mí un auténtico placer… creo que no he visto nunca nada igual…
Y mientras Tot quedaba pensativo, reviviendo en su mente cómo el cuerpo de la última vida de su futuro compañero era consumido por el fuego, Leuche pudo percibir en la profundidad del alma del Tot una extraña sensación de familiaridad.
―Creo que nos conocemos de antes… ―dijo, con voz algo lejana.
―Sí, bueno… eso es algo común por aquí ―respondió Tot, restándole importancia al asunto. Además, él no le recordaba de nada…―. Deberíamos hablar de tu uniforme. Está claro que así no puedes venir a trabajar. Por cierto, dijiste que estás de prueba, ¿verdad? ¿Cuánto tiempo te han dado?
―¿No decías que aquí el tiempo no existe?
―Sí, bueno... es para tener una idea... Costumbres humanas, ya sabes, es difícil deshacerse de ellas...
―Un par de meses. ¿Y cuál es el uniforme? ¿El de la pared?
Leuche se refería al del póster que había detrás de la silla de Tot. El clásico de la capa, la capucha y la guadaña. Tot rió.
―No, ese no… por fortuna. Yo no llegué a verlo, pero me han contado que antes era bastante cómico cuando se presentaban todos los Ángeles a primera hora para que les asignaran sus tareas y hacían cola frente a la oficina del Gerente. Eso por no mencionar lo incómodo que era llevar las guadañas a todas partes. Porque no nos pueden hacer daño, sino más de uno llevaría un brazo postizo… No, ahora llevamos éste ―Tot hizo el cambio mentalmente y en un abrir y cerrar de ojos apareció con los pantalones grises y la camiseta negra con el bolsillo bordado―. Es aburrido. Pero más práctico. ¿Y podría preguntar por qué quieres ser Ángel de la Muerte?


Leuche frunció el ceño, mientras echaba otro vistazo a la austera oficina, tan vacía de colorido y fantasía. Utilitaria. Completamente utilitaria. No parecía muy convencido de querer quedarse.
―Pues la verdad es que me enviaron aquí… y no sé muy bien por qué. ¿A ti también te enviaron?
Tot sonrió.
―No exactamente…
“Yo me lo gané”, pensó para sí mismo. ¡Ups! ¡Se olvidó de la telepatía! Por suerte Leuche parecía demasiado ensimismado como para haberlo escuchado. Sin embargo él sí que oyó fuerte y claro a su entrometido guía diciendo “No seas tan orgulloso…”
“Sal de mi cabeza. Ahora”.

Ya no escuchó nada más. 

(continuará...)

lunes, 11 de noviembre de 2013

El Ángel de la Muerte (6): Burning down.

Una gota de sudor resbaló por su frente. Acuclillado en el suelo, en el rincón más apartado de la puerta, agudizó el oído. Por fin llegaba el amanecer. Una tímida claridad grisácea comenzaba a colarse por las ranuras que dejaba la madera con la que estaba construido el granero. Olía a heno, y el polvo flotaba en el ambiente. Nada había roto el silencio aún, más que los crujidos, el canto de un gallo, y algún que otro zumbido de insecto sin identificar. Si había logrado pegar ojo, no era capaz de recordarlo. La necesidad de permanecer alerta le había hecho olvidar hasta el rugido en su estómago: el hambre y la sed se habían hecho secundarios cuando lo que estaba en juego era su vida.

¿Qué iba a hacer ahora? ¿A dónde dirigirse? Ya se había deshecho de la mayor parte de sus ropas ensangrentadas, solo le quedaba la camisa, pero no tenía nada con que sustituirla. El agua había eliminado los restos de su rostro y cabello, pero aún quedaban costras adheridas en la piel de su manos y por mucho que frotaba no desaparecía el tinte rojizo. El ladrido de los perros le había obligado a correr de nuevo y no había podido dar por finalizada la tarea en el riachuelo. Confiaba que a los vecinos les había pasado desapercibido el deambular de un extraño ya pasado el ocaso. Tenía comprobado que el comportamiento habitual en estos casos era bajar la cabeza y apretar el paso, no fuera que solo por mirarle a los ojos, el Diablo les robara el alma.

Estaba agotado… pero los latidos de su corazón no se habían hecho más lentos ni más débiles. Contaba los segundos que le acercaban a la huida, moverse siempre traía más esperanza que quedarse quieto. Calculaba que en un par de días podía estar cerca de la frontera… cerca de la libertad.

Entonces la oyó. Una voz, clara y contundente, como una orden. Golpes de madera contra madera en la entrada, hacia donde se dirigió de un salto preguntándose qué ocurría. De pronto, martillazos repetidos que le retumbaban en los tímpanos… y más voces, muchas voces de hombres y mujeres, algunas al otro lado de la pared, otras más lejanas, pero entre ellas se distinguían con claridad las palabras “asesino” y “monstruo”. La sangre se le heló en las venas.

Corrió a la parte trasera, cerca del montón de paja donde había pasado la noche. Ahí el ventanuco no estaba muy alto y podría alcanzarlo con una escalera... tenía que haber alguna en algún lugar. Ahora ésa era la única salida… no estaba seguro de que su corpulencia le permitiera pasar por ella, pero tenía que intentarlo. Antes de llegar escuchó el sonido del cristal rompiéndose en mil pedazos, y cuando consiguió llegar vio la tea encendida caer desde lo alto y prender en la misma paja que se iba a convertir en su lecho de muerte. Se detuvo en seco y sintió cómo el sudor frío bañaba todo su cuerpo. Una escalera, ¿dónde había una escalera? Pero las llamas ya eran altas y no podría atravesarlas sin quemarse... No había agua. Ni tan siquiera una manta con la que sofocar el fuego. Las herramientas esparcidas por el granero no le servían de nada, no podría echar la puerta abajo con ellas... y aun si eso fuera posible, caería en manos de la turba enloquecida que le matarían en el acto. No llegaba al ventanuco... tuvo que esquivar otra tea que casi le deja sin cara. Derrotado, las lágrimas acudieron a sus ojos y allí permanecieron, al mismo tiempo que toda su vida se volvía borrosa y la impotencia acababa con sus últimas esperanzas. Cayó de rodillas y decidió que no iba a luchar más.

Atrapado. Había quedado atrapado por su propia estupidez. El fuego no tardó en extenderse por todo el almacén, no faltaron las teas que lo alimentaron ni el combustible para arder. Imposible escapar… mucho menos cuando ya había perdido la voluntad de vivir. Los dedos del asfixiante humo pronto comenzaron a cerrarse alrededor de su garganta, al tiempo que las lenguas rojas empezaban a lamer y chamuscar su piel… No le importaba… no demasiado. Su tediosa e insignificante vida llegaba a su fin. Nadie a quien recordar en sus últimos momentos, nadie que le recordaría a él una vez muerto. Una historia que ni siquiera merecía ser contada.

Todo se volvió negro.


Las toses le sorprendieron. Las toses… y sobre todo, la ausencia de dolor. Aún quedaba un poco de fuego en el centro del granero, y la muchedumbre estaba impaciente por que destruyeran la estructura de una vez (o lo que quedaba de ella), pero el calor les impedía acercarse y de todos modos las autoridades locales ya habían llegado también, apartando a la gente y tratando de tranquilizarla. ¿Pero qué había ocurrido? Si él estaba fuera… ¿a quién seguían buscando ahí dentro?
Una sombra surgió del humo, haciendo un movimiento con la mano para apartarlo. Se acercó a él con ojos brillantes y una sonrisa de fascinación en sus labios.
―¡Impresionante...! Siempre he querido ver un fuego desde dentro… mira tú por dónde hoy se me ha cumplido un sueño.
El asesino… o más bien, supuesto asesino… bueno, para ser totalmente exactos, el ex-supuesto asesino, giró su cabeza hacia la izquierda intentando localizar a la persona con la que hablaba este extraño sujeto que no conocía de nada. Llevaba unos pantalones de color gris oscuro y una camiseta negra con un dibujo bordado en el bolsillo superior izquierdo con lo que parecía un ángel oscuro con alas negras. Los colores del dibujo eran brillantes y parecían cambiar según les diera la luz del sol, como un holograma. No… era mejor que un holograma. 
―¿Qué? ¿Se estaba calentito ahí dentro?
¿Le estaba mirando a él? ¿Y se estaba burlando?
El puño que le lanzó le atravesó y perdió el equilibrio. Estuvo a punto de caer. Un momento, ¿qué había sido eso?
―¡Ja ja ja ja! Ya lo que me faltaba, ahora voy a tener que cobrar un plus por peligrosidad… ―rió Tot―. Veamos, deja que te cuente… A partir de ahora ya no puedes usar la violencia. Ya puedes ir aprendiendo otras formas de hacer las cosas.
El hombre le miró confuso. Y de pronto la luz se hizo en su mente.
―Un momento… ¿estoy muerto?
―¡Ja ja ja ja! ―aquél día Tot se había despertado risueño―. No está mal… no ha hecho falta que te lo diga yo. ¿Quieres ver tu cadáver?
Pareció pensárselo un segundo. Miró al granero y a toda la gente queriendo comprobar que había muerto de verdad y le dio pereza. Y pareció recordar enseguida… extraño, teniendo en cuenta los últimos casos que había tenido que llevar.
―No. Ya lo he visto antes. En numerosas ocasiones. También quemado.
―¿Alguien de quien quieras despedirte? ¿Un último deseo antes de comenzar la ascensión?
Negó con la cabeza.
―Creo que estarán contentos de perderme de vista.
Tot asintió en silencio, con mirada grave y ahora más seria. Sabía lo que era eso.
―Bien. Entonces, en marcha.

(continuará...)


BURNING DOWN

So this house is now on fire 
Let me warm myself 
The flames no longer burn me 
There's no danger to my health 
I can see the falling cinders,
making ghosts upon the ground 

This place is the story of my life, 
and I see it, I see it burning down!

Not much time left now, 
before my final bow 
I'll let the fires rage, 
so I can clear the stage 
I need to purify if I am going to rise 
Into a different place - into a different state

This place is the story of my life, 
and I see it, I see it burning down!

Not much time left now 
before my final bow 
So I must clear my head on any doubt or dread 
I need to sanitise if I am going to rise 
Into a different place - into a different state

All signs are gone now of my previous existence 
All signs are gone now of my relevance significance of worth

When this fire is truly over, 
there is nothing to be found 
This place is the story of my life,
 and I see it, I see it burning down!

All signs are gone now of my previous existence 
All signs are gone now of my relevance significance of worth 
All signs are gone now of my tedious existence 
All signs are gone now of my innocence my childhood or my birth 
All signs are gone now of my previous existence 
All signs are gone now of my presence here or consequence on earth

domingo, 10 de noviembre de 2013

El Ángel de la Muerte (5).

Después del baño de sangre y la correspondiente limpieza energética, Tot necesitó de un largo descanso en la pradera. Hizo que la hierba brillara con un fulgor verde especial y añadió tres o cuatro familias más de flores de varios colores: amarillas, rojas, azules, y moradas, que era su color favorito. Y luego hizo aparecer un helado de cuatro bolas también todas diferentes, con dos galletas, un barquillo de chocolate, salsa de caramelo, cacahuetes de colores… y, por supuesto, una gran guinda. Las guindas le hacían sonreír. Recordaba una vida en la que de niño los helados siempre tenían guinda. Las dejaba para lo último porque era lo que más le gustaba… no entendía cómo algunos no se la comían. Luego, cuando se hizo mayor, la guinda desapareció misteriosamente de todos los helados. Y cuando encontraba alguna en otro tipo de pasteles, no sabían igual… Quizá las guindas eran lo mismo que la ilusión.

También había pensado inclinarse por algo más convencional y prepararse un whiskey doble… pero eso le recordaba su vida en la que se había hecho alcohólico y había muerto de cirrosis hepática, y no pretendía deprimirse aún más de lo que ya estaba, sino todo lo contrario. Suspiró. Aunque había estado algo mejor de lo que esperaba, aún había imágenes que le costaba borrar de su mente. No entendía del todo por qué… aquellos desgraciados seguían vivos después de todo, así que ¿qué había que lamentar? Bueno, sí, a pesar de las conversaciones con su guía espiritual sobre la maldad, aún había algo que se le atragantaba: la crueldad humana no tenía límites. Ahora sabía que no podía cambiarla… pero eso le había llevado miles de años comprenderlo.

Eso sí, los Ángeles de la Muerte en formación minutos antes de la batalla, serenos y concentrando toda su fuerza, había sido digno de contemplar. Se había sentido orgulloso de estar allí, de formar parte de un gran ejército. Trabajar solo era algo aburrido. Pero aquello había sido distinto. Skel no se había parado a describir la increíble sensación de compañerismo que les unía en aquellos momentos. Sabían lo que tenían que hacer, sabían de la importancia de su trabajo cuando el caos, la destrucción y la locura iban a hacerse dueños de aquel pedazo de tierra castigada una vez más por la ceguera humana. Si no fuera por ellos, aquello sí que se convertiría en un auténtico infierno, tanto para los vivos como para los muertos.

Y sin embargo, su trabajo no gozaba de mucha popularidad. Ellos siempre eran los malos y los demás eran los buenos. ¿Qué pasaba cuando un Ángel de la Vida se presentaba en un campo de batalla? Que los humanos pensaban que había sido “una señal de los cielos” y que les habían ayudado a vencer. ¿Qué pasaba cuando aparecían ellos? Que habían venido los demonios para llevarse a los caídos al infierno… Claro, como los Ángeles de la Vida llevaban un halo de luz brillante, ya todos creían que eran los salvadores y que habían sido enviados por el mismo Dios. Ellos, como vestían ropas oscuras para pasar más desapercibidos, solo venían a hacer el mal… Ironías de la vida. No, ironía no, pura injusticia más bien. O ignorancia. Cómo le hastiaba tanta ignorancia… Nadie se daba cuenta de que eran ellos los que hacían el trabajo más difícil. Todo lo relacionado con la muerte era espantoso y desagradable. A excepción de los egipcios y alguna que otra cultura antigua, no recordaba a ningún grupo antropológico que supiera realmente lo que era la muerte y por qué se debía considerar algo sagrado. Él y todos los Ángeles de la Muerte lo habían visto con sus propios ojos, porque así estaba en el reglamento. Por eso habían vivido cientos de vidas en los que la muerte había sido la protagonista. Había muerto de todas las formas posibles… pero eso no era nada especial, todos los humanos sufrían todo tipo de muertes, era cuestión de estadística. Lo que les hacía diferentes era que además de dedicarse a tareas relacionadas directamente con la muerte, también habían sido víctimas, y, por supuesto, los ejecutores en infinitas ocasiones: habían sido médicos, sacerdotes, oficiantes de misas negras, brujos, chamanes, enfermeros y enfermeras, plañideras, empleados del servicio funerario, albéitares, matronas, taxidermistas… pero también matarifes, verdugos, pescaderos, soldados, miembros del pelotón de fusilamiento, cocineros (hervir vivos a ciertos animales era una experiencia prácticamente reservada solo a ellos), espectadores en el corredor de la muerte, romanos en espectáculos de gladiadores, toreros, asesinos múltiples, homicidas, suicidas, coleccionistas de insectos, cazadores… La muerte estaba sobrevalorada en el mundo físico, eso era cierto. Luego, cuando estabas en el otro lado, la muerte era lo más normal del mundo y te convertías en un mindundi. Era una buena lección de humildad. Era como: “¡¡Dios!! ¡¡La MUERTE!! Que a todos se nos lleva, el final para todos, la muerte llena de sufrimiento, la que iguala a todos los hombres… ¿Por qué, Dios, tiene que existir la muerte? ¿Por qué eres tan cruel? ¿Por qué permites que existan todos estos asesinos que se llevan a nuestros hijos?” Y luego, al morir, decías: “Bah… ¿y esto es la muerte? Pues vaya… tanto tiempo esperando para esto…” Y nadie quería dedicarse a ello porque se consideraba una tarea “indigna” comparada con las oportunidades que te ofrecía el mundo espiritual…


Pues no, no era así. A pesar de no existir, la muerte era lo más importante en la vida humana. Por desgracia, ningún ser humano está preparado para hacer la transición como se debería… aprender a hacerlo con serenidad requería algunos cientos de vidas, él había pasado por ello. Aprender a convivir con la muerte y los moribundos, requería otros cientos de vidas, igual que aprender a aceptar que te estás muriendo, aprender los mecanismos de la muerte, aprender la compasión cuando la vida de un enemigo está a tu merced, aprender a dispensar la muerte con justicia, aprender y aprender… Había comprobado que se aprendía mucho más deprisa cuando jugabas el papel de malo. Morir no es difícil. Que te maten es un poco más complicado. Pero matar y luego vivir con ello para toda la eternidad era para nota. Por algo siempre había necesitado descansos más prolongados después de sus vidas de asesino. Pero si elegías con frecuencia este tipo de vidas empezabas a crear una oscura reputación entre las almas más jóvenes que te veían como una especie de sádico, a pesar de que en la escuela no cesaran de repetirles que la maldad y la bondad solo eran producto de la ignorancia humana. Claro que por mucho que te lo dijeran en las clases espirituales, no era lo mismo vivirlo en primera persona. Y no era suficiente con vivirlo una vez... Y por eso muchos acababan siendo guías espirituales en lugar de Ángeles de la Muerte. Por supuesto, “qué buenos son los guías espirituales”, “los seres de luz que vienen a protegerte y a guiarte”… Les confundían con los verdaderos Ángeles que a veces incluso se habían manifestado para protestar por la suplantación de identidad… Ellos se llevaban toda la fama mientras que eran los Ángeles de la Muerte los que hacían el trabajo sucio, siempre en silencio y sin ninguna alabanza… porque la muerte no existe, claro. Ésa era la razón por la que cada alma tenía tres o más guías espirituales, mientras que en su departamento siempre andaban escasos de personal y a veces tenían que ocuparse de dos y hasta tres almas a la vez. Porque había que tener un par para ser Ángel de la Muerte.

Tot sonrío con ironía y algo de tristeza. Pero ¿qué podía hacer? En la Tierra, parecía mentira que la única diferencia entre el conocimiento y la ignorancia era el cerebro. En el Cielo, la ignorancia seguía siendo patente entre algunos sectores. Pero aún no había encontrado cuál era el órgano de la sabiduría... si es que tenían algún órgano en las entrañas.

“La experiencia”, susurró la voz de su guía en su cabeza.
“No recuerdo haberte llamado”, pensó Tot. “Sal de mi cabeza ahora mismo”.

Y se comió la guinda del helado. 

(continuará...)       

sábado, 9 de noviembre de 2013

El Ángel de la Muerte (4).

“Que no me preocupe, que no me preocupe…”

¿Cómo no iba a preocuparse? Aquello iba a ser una locura. Después de la reunión, se sentía aún más inquieto, y decidió ir a los Archivos… aunque no sabía muy bien para qué. Todos los puestos estaban ocupados, así que tuvo que esperar hasta la tarde para reservar sus dos horas… la espera se le hizo eterna y el nudo en su estómago (o lo que fuera que tenía ahora en lugar de estómago) fue creciendo según el tiempo pasaba.

No quería recordar… ya había pasado por eso más veces de las que jamás hubiese deseado, por algo había llegado hasta donde había llegado, y ahora podía dedicarse a otras cosas antes de decidir si volvía o no a encarnar. Había aspectos de la vida humana que echaba de menos, no lo podía negar: sentir la brisa en su rostro, contemplar la lluvia caer desde la ventana, escuchar la risa de sus hijos, degustar un buen pastel de chocolate, nadar en el agua del mar (a pesar de haber muerto ahogado en varias ocasiones), la música clásica, la versiones rockeras de música clásica… Sí, en su tiempo libre se reunía con sus amigos y evocaban continuamente los viejos tiempos, y las creaciones que conseguían desplegar frente a ellos se aproximaban mucho a la realidad terrestre, pero no era lo mismo. La densidad de la naturaleza humana era la ideal para experimentar la vida en la Tierra. Lógico. Para eso habían sido creados los mundos… o eso le habían dicho. Sin embargo, si fuera por él, dejaba solo los placeres de la carne y eliminaba los sufrimientos y las penurias que siempre iban aparejados a una estancia terrenal, por breve que fuera… Sí, la Tierra era una escuela y se iba para aprender y todos esos rollos, lo que tú quieras, pero ¿no podían cambiar las reglas, aunque solo fuera por una vez?

La imagen de su guía espiritual apareció en su mente, y fuera por su culpa o no, la sonrisa desapareció de su rostro y un súbito flash se dibujó en su memoria: el fogonazo de una carabina, las botas hundiéndose en el barro y en la sangre de sus enemigos, sus hombres rematando a los caídos en el suelo, el fuego, la muerte, la destrucción... por muy atrás que hubiesen quedado, nunca desaparecían del todo. No hacía falta ir a los Registros para poder oler de nuevo la pólvora en el ambiente. Por suerte, eso no pasaba en todas las vidas. Pero había dicho “Una y no más” y luego se encontró que las guerras seguían sucediéndose una tras otra. Había visto cómo las esperanzas de paz se desvanecían de centuria en centuria,  y cómo las revoluciones se repetían una y otra vez, y no importaba cuántos dejaran sus vidas en ellas, al final los nietos tenían que levantarse en armas de nuevo para no ser pisoteados. Hasta que un día comprendió que el mundo no iba a cambiar. Eran ellos los que cambiaban. Pero el mundo siempre seguiría siendo lo que era: el lugar donde las almas aprendían a ser humanos… y a ser más humanos.

Se sentía tremendamente cansado. Exhausto, más bien. El peso de tantas vidas vividas se hacía con frecuencia casi insoportable. Se sentía tan cansado que pidió a su guía que le acompañara en esta visita a los Registros. Lo había hecho solo en muchas ocasiones, pero esta vez las fuerzas parecían haberle abandonado. Algunos acontecimientos aún estaban demasiado recientes (decían que el tiempo no existía en el más allá… una leche, no existía. Existía, pero era todo en uno, sin orden ni concierto... las vidas no podían ir una detrás de otra, no, y si no aprendías a controlar el flujo de información, era como un bloque de cemento de trescientas toneladas cayéndote en la cabeza y hundiéndote hasta el cuello en el pavimento). Y en los Registros no solo ibas a ver escenas… esas escenas siempre iban acompañadas de terribles sensaciones tan reales como la vida misma. Sospechaba que por eso tenían correas en los asientos, para que no huyeras corriendo.


No, lo de las correas era invención suya. Pero era así como te sentías porque la primera vez que te conducían ahí después de muerto no te podías apenas mover de lo petrificado que te quedabas… por lo que veías y experimentabas otra vez, y por el miedo que te producía saber que después de eso tenías que visitar al Consejo. Para eso estaban los guías… para vigilarte. Bueno, lo mismo que él hacía ahora con los recién fallecidos, sonrió para sus adentros. Una vez libre de la confusión era todo más fácil... a veces.
Su guía ya estaba tardando. Pero al fin apareció y juntos se dirigieron a las salas de proyección.
―Así que crees que te vigilo, ¿no? ―dijo.
―Oye, ¿quién te manda leer mis pensamientos cuando yo no te doy permiso?
―Ya me diste permiso, ¿no te acuerdas?
―Bueno, pues ahora te lo deniego.
―¿No querías mi ayuda?
―No, ya no la quiero… ―enseguida se arrepintió de sus palabras. Y añadió, en un tono más sumiso y cada vez más y más bajo: ―Bueno, sí, la quiero… No me gusta…
―¿Pedir ayuda? ¿Y crees que no lo sé? ¿Después de tantos años trabajando contigo? ¿Crees que no sé lo testarudo, individualista, orgulloso y… perspicaz que eres?
―Perspicaz es bueno, ¿no?
―Depende.
―¿Depende?
―Vamos a ver, Tot, no querías que viniese para una de nuestras interminables discusiones sobre lo que es bueno y lo que es malo, ¿no?

Tot hizo un sonido intraducible de resignación y no dijo nada. Miró de soslayo a su guía según se desplazaban. No podía ocultar nada al maldito… bueno, en realidad no podía ocultar nada a nadie en el mundo espiritual, era una de las cosillas que tenía estar en el mundo espiritual… Sintió enrojecer cuando su guía le traspasó con la mirada y leyó en la profundidad de su alma… de manera literal. Lo hacía constantemente, y aún no se acababa de acostumbrar... No le gustaba hablar de sentimientos. No, señor. Aún no sabía cómo diablos expresar sus sentimientos, mucho menos cuando se trataba de algo que le producía miedo y le avergonzaba. A pesar de ello, agradecía la compañía de su guía. Sabía que él también lo había pasado mal siendo ignorado durante tanto tiempo. En silencio le condujo hasta su puesto de trabajo y le explicó la situación sin palabras. Solo sentimientos. Así le resultaba más fácil, y le daba la impresión de que su guía le comprendía mejor. Tantos años en la Tierra (milenios)… y sabía que un día tendría que volver porque había muchas cosas que aún le quedaban por aprender.

De ese modo, sin palabras, Tot le contó en qué iba a consistir su próxima misión, y le confesó que estaba muy preocupado… no solo preocupado, estaba aterrorizado, no solo por cómo iba a desempeñar su trabajo, sino cómo iba a enfrentarse a tantos recuerdos y a tantas sensaciones que presenciar una batalla como ésa le iba a producir en su alma. En la sesión preparatoria les habían aconsejado hacer una aproximación paulatina a esos estímulos, para minimizar el impacto psicológico que sobrevendría después, y por eso había decidido revivir uno de sus finales más tristes y sangrientos. Aunque hubiesen visto y vivido lo indecible, y aunque las emociones sin duda se manejaban de otra forma una vez liberados de sus cuerpos materiales, era como sumergirse de nuevo en un mar embravecido donde las emociones de los que sí estaban vivos iban a mezclarse con ellos. La energía que se creaba en un campo de batalla tenía tal fuerza que era imposible escapar a la marea. Los iba a arrastrar a todos igual que haría un tsunami en una isla. Cuando morías en un campo de batalla, eras consciente de tu miedo y tu dolor, luchabas por tu vida y junto a ti caían docenas de soldados que ni siquiera conocías. Cuando acudías a un campo de batalla como Ángel de la Muerte, no solo eras consciente del dolor de un ser humano, sino del dolor de todas esas almas perdidas que ahora se habían convertido en tus hermanos, fueran del lado que fueran. Eras mucho más consciente de la insignificancia de las vidas humanas, pero también comprendías mucho mejor el enorme apego que esas pobres almas sentían por sus cuerpos físicos y el sufrimiento que suponía dejar la Tierra en esas circunstancias… Los Ángeles lo sabían por experiencia, o no estarían donde estaban.

Ayudar a morir no era nada fácil a veces. Tot tenía buenas razones para estar preocupado. Pero era el trabajo que había elegido… el trabajo para el que se había preparado.

(continuará...)

viernes, 8 de noviembre de 2013

El Ángel de la Muerte (3).

Unos nudillos golpearon el cristal esmerilado de la puerta de su despacho y súbitamente Tot se incorporó, abrió el cajón y barrió con su antebrazo todos los soldaditos grises y verdes que estaban estratégicamente situados en su mesa, incluyendo los dos tanques y el Messerschmitt listo para despegar del hangar imaginario. Recorrió el campo de batalla con su mirada para comprobar que no había quedado ninguno escondido, cerró el cajón, cogió una libreta y un lápiz y los situó frente a él. Luego, aparentando aburrimiento, dijo:
―¿Sí? Adelante…
La puerta se abrió y apareció su compañero Skel, aún más taciturno que de costumbre. Se dejó caer en la silla libre que había al otro lado de la mesa.
―Jo, tío, no sabes la que se nos avecina.
Tot le observó largamente, sin creerle del todo. Skel era siempre muy pesimista. Alargó lentamente su mano hasta tocar el emblema del Ángel en el uniforme de su compañero. Se estaba despegando por una esquina y Tot la apretó ligeramente para ponerla bien. No lucir un uniforme impecable era considerado una falta leve. Eso era indigno de un Ángel de la Muerte. Skel miró qué estaba haciendo.
―Ah, sí… Pasa a veces. Sobre todo cuando estoy… bajo de ánimos.
―¿Bajo de ánimos? ¿O acojonado? - Tot era un especialista en detectar cómo se sentía la gente.
Skel entrecerró sus ojos.
―No pretendía engañarte… Puede que sean las dos cosas.
―¿Y eso?
―Tío, tú nunca has estado en una de estas operaciones…
Eso le puso en alerta. ¿Operación? Eso no sonaba a sus misiones rutinarias… sonaba a un marrón en toda regla.
―Cuéntame más, estoy impaciente.
Skel trató de crear suspense con un silencio algo más prolongado de lo normal y una expresión tenebrosa en su rostro. Bajó la voz.
―Se rumorea que Kette nos va a enviar a una batalla en el siglo XIX.
Tot frunció el ceño, pensativo.
―¿Hay suficientes Ángeles para eso?
―Ha convocado a brigadas de otros sectores… pero hay mucho trabajo últimamente. Se espera que el ratio esté próximo a 10:1.


Por primera vez en la conversación Tot se quedó impresionado de verdad.
―¿Diez a uno? ¡Eso es una locura! ¿Y en una batalla? ¿Donde los brazos y las piernas vuelan constantemente, los cañonazos desintegran los cuerpos, hay balazos a diestro y siniestro, degollamientos y horca para los prisioneros de guerra?
―Pensé que no habías estado en ninguna batalla…
―No, muerto no… quiero decir, estuve vivo y acabé muerto… pero nunca estuve como Ángel… ¡si ya lo sabías!
―Pues eso. Diez a uno…
―No puede ser… ¿no se habló de ir a la huelga? Estos recortes en el personal están llegando a un extremo que no es normal… Además, piensan enviar a un montón de novatos por lo que veo, ¿no?
―No hay más remedio. Dicen que hace años era aún peor y nadie se quejaba…
Tot sacudió la cabeza.
―Así es imposible dar un servicio de calidad.
―El problema es que nadie quiere hacer nuestro trabajo…
―Bueno… ¿y cuándo va a ser esto de la batalla?
Skel buscó con la mirada en la mesa de Tot y cogió el calendario. Al hacerlo, algo cayó al suelo y se agachó para cogerlo. Luego extendió una mano hacia Tot y le dio un soldadito gris que empuñaba un fusil MP40, sonriendo levemente. Tot ignoró su sonrisa y Skel no dijo nada. Estudió el calendario y contó con los dedos los días que faltaban.
―El viernes.
―¿El viernes? Joder… ¿no podía ser un lunes para no amargarnos el fin de semana?
Skel negó con la cabeza.
―Ya sabes que estas cosas ocurren cuando tienen que ocurrir.
―¿Y por qué en el siglo XIX? ¿Es imaginación mía o va a ser especialmente sangrienta?
―Sospecho que quieren meternos caña… Quizá se aproxime algo peor, y quieren que estemos preparados.
―¿Pero en el siglo XIX? Ni que no lo hubiésemos visto ya…
―No es lo mismo hacerlo desde el otro lado.
Tot suspiró. La mala leche comenzaba a arderle en las entrañas. Y además… no estaba seguro de estar preparado para algo así. Lo máximo de lo que se había ocupado era de tres almas al mismo tiempo. Y la mayoría de las veces había sido con un compañero. ¿Diez almas? ¿Todas sufriendo muertes traumáticas? ¿Confusas, perplejas, llenas de odio y pavor? Pensó que iba a echarse a temblar y que sus huesos iban a castañetear como hacían los de Skel en ocasiones… Se reían mucho de él, y frente a él… él ya lo tenía asumido y no le importaba porque les hacía reír. Skel era un gran tipo. Y en esto tenía más experiencia. Esperaba que estuviese cerca el día de la batalla. Lo iba a necesitar como apoyo psicológico.
Como Tot se había quedado pensativo, Skel decidió dejarle solo.
―No te preocupes, Tot. Va a haber una sesión preparatoria… creo que mañana.
Tot asintió en silencio. Vio a Skel dirigirse a la puerta, pero antes de cerrar, añadió:
―Sabes que todo el mundo está al tanto de que juegas con tus ejércitos de plástico, ¿no?
El soldadito era tan pequeño que ni siquiera alcanzó a golpear contra la puerta… pero sí pudo sorprender la sonrisa burlona en la cara de su compañero. Y él que creía que los tenía engañados a todos… 

La noticia le había amargado el día. No… intuía que la batalla no le iba a gustar. Ya lo había vivido antes… en una época antigua y oscura, casi olvidada, cuando estaba encarnado en un cuerpo físico… además de verse rodeado de la muerte más cruel, le iba a traer recuerdos, amargos recuerdos…

(continuará…)

jueves, 7 de noviembre de 2013

Buscando el silencio.

Ojalá pudiese escuchar más el silencio. Ojalá tuviese la oportunidad de orbitar alrededor de la Tierra como comentaba hace unos días y pudiese escuchar ese silencio antinatural al que se refieren los astronautas. A veces siento como si lo echase de menos, como si recordara con nostalgia un futuro que aún no he vivido, igual que recuerdo un pasado que parece olvidado sin estarlo.

¿Por qué hay gente que se duerme escuchando la radio? ¿Por qué hay gente que se echa la siesta con el televisor encendido? ¿Por qué lo primero que hace mi pareja cuando entra en casa es poner las noticias para amargarnos la comida con catástrofes, homicidios, pobreza, y, lo más importante, el tiempo meteorológico?

Luego escucho cada día más que muchas personas padecen de ansiedad, y encima se sorprenden… No nos damos cuenta de que vivimos saturados de información y de aparentes problemas que ni siquiera nos conciernen. Nos alteramos si la conexión a internet va más lenta de lo que debería o nos pasamos los minutos pendientes del último wassap, no sea que nos perdamos algo que en realidad no tiene la más mínima importancia.

Y mientras, la vida se nos va, empeñados en vivir al minuto, pero sin detenernos ni un segundo a saborear los alimentos que tenemos delante (porque estamos leyendo los titulares del último tiroteo acaecido en Estados Unidos), o sin acariciar las páginas del libro que estamos leyendo (porque ahora los guardamos en un trasto electrónico con botones), o sin sentir la tinta del bolígrafo fluir por el papel (porque creemos que las teclas son más rápidas), tampoco nos detenemos a contemplar la puesta de sol… y ni siquiera nos damos cuenta de que nuestro hijo nos necesita… porque parece feliz jugando a Assassin’s Creed.

¿Será que la gente tiene miedo del silencio, igual que antes teníamos miedo a la oscuridad, antes de que inventáramos la luz eléctrica? ¿Será que si todas las voces parloteantes, la música sin ritmo ni armonía algunos, los ruidos de los bombardeos en ciudades distantes y extrañas, callan de pronto, descubriremos que no tenemos nada que decir? ¿O que lo que tenemos que decirnos a nosotros mismos no nos va a gustar y preferimos ignorarlo? ¿Tiene la gente miedo de escuchar a su corazón?


Yo no puedo vivir sin el silencio. Siento que la vida me lo ha robado. Quise estar callada y pensaron que me pasaba algo malo. Y ahora que hablo, siento que no me escuchan. Solía hablar mucho conmigo misma, pero he perdido el hábito y ahora me cuesta comprenderme. Los de fuera quieren respuestas, y las quieren ya, y por alguna extraña razón esperan que yo se las daré, cuando lo único que tienen que hacer es cerrar todas las puertas y buscar la soledad. La soledad, la oscuridad y el silencio. Sentarte con tu alma y conversar de tú a tú con ella, preguntarle qué es lo que te ha ocultado todos estos años, por qué te engañó y por qué te ha conducido hasta aquí.

Tenemos miedo porque creemos tenerlo todo bajo control, cuando ni siquiera nos conocemos a nosotros mismos. Nos cuesta enfrentarnos a la verdad porque queremos creer que somos perfectos y hemos alcanzado el éxito, cuando en el fondo sabemos que seguimos siendo unos niños asustados de la oscuridad y del monstruo que habita en el armario.

Las voces, los sonidos, las imágenes, las frases hechas, los estímulos sensoriales continuos, desvían nuestra atención, y nosotros nos dejamos distraer. Pero poco a poco la tensión va en aumento, porque nos olvidamos de que no vinimos aquí para dejar el tiempo pasar, sino para extraer todo el jugo a la vida, y nuestra alma, amordazada y vilipendiada, quiere ser escuchada. Vivir plenamente significa ser conscientes de quiénes somos, de por qué hemos vuelto, de lo afortunados que somos por poder sentir otra vez los rayos del sol calentando nuestra piel, por poder saciar nuestra sed con el zumo de una naranja, o por poder abrir los ojos una mañana más.

Y también por poder escuchar el silencio… ser capaces de observar cómo transcurren los minutos y sentir cómo late nuestro corazón (herido o no), de recordar esa sonrisa que tu amigo ha hecho aparecer en tus labios sin ni siquiera saberlo y ser conscientes de que eso es lo único que vale en la vida.

¿Existe el silencio? Incluso en medio de la noche siempre puedes oír una ráfaga de viento o el tic tac de un reloj. En la profundidad de una cueva, en compañía de otras personas, nadie aguanta callado más de cinco minutos, no sea que oigamos algo que no queremos escuchar. Sin embargo, yo muero por volver a escucharlo. Muero por detectar en el silencio las voces de aquellos que fui y que aún necesitan gritar, y de todos aquellos que me acompañaron y aún necesitan reprocharme lo que hice o dejé de hacer. Muero por contactar con los ecos que quedaron en el aire de otros tiempos, otros lugares… y por escuchar aquellas voces que la violencia detuvo en sus gargantas para siempre.

Tal vez la eternidad me esté llamando a mí también, y no me entero de su llamada porque este griterío incesante me impide acudir a ella.

En cualquier caso, estoy perdida.

Razones para admisión.

Creo que es interesante añadir a mi última entrada esta imagen sobre las razones para internar a alguien en un manicomio de la época. ¿Quedaría alguien fuera? Y en la época actual... ¿será que los locos andamos sueltos y los cuerdos están encerrados?


miércoles, 6 de noviembre de 2013

Bedlam Fayre.

Últimamente me siento como si estuviera atrapada en esta canción de Arena: "Bedlam Fayre". Esta canción pertenece a un álbum llamado "Pepper's Ghost", cuyas letras giran a un tema que por desgracia está muy presente en mi vida: la locura. No por la locura propia, que supongo algo se me ha contagiado, sino por la locura de los que me rodean.

Aparte de estar dedicado a la locura en todas sus formas, este álbum está ambientado en la época victoriana y la atmósfera que estos maestros consiguieron impregnar en él me atrae, me fascina, y me estremece al mismo tiempo. En algún sitio leí que el nombre de esa canción está basado en un lugar que existió de verdad y que hoy se llama The Imperial War Museum, y está en Londres. Era un hospital psiquiátrico conocido popularmente como "Bedlam" (manicomio). Pero es escuchando la música y leyendo las letras cuando la canción de pronto cobra vida y me es muy fácil imaginarme en la típica calle londinense sucia, oscura y maloliente, rodeada de todo tipo de personajes con vestidos de la época: algunos andrajosos, otros elegantes y con sombrero de copa, prostitutas con la cara pintarrajeada, sinvergüenzas, charlatanes, rateros y todo tipo de vividores tratando de engañarte. Esta gente invade todos los rincones de la ciudad, y no puedo dar un paso sin tener que cambiarme de acera, esquivarlos o zafarme de sus manos agarrándose a las mangas de mi abrigo. Me hacen tropezar, me hacen caminar más rápido para huir de ellos, y si me descuido quizá me atrapen y me arrastren con ellos a los lugares más oscuros de la realidad, de los que jamás podré volver a salir, donde me acompañarán por siempre los seres más viles y abyectos de la creación, y yo misma me convertiré en uno de ellos.

Bethlehem Mental Hospital in London in 1896.

No escuchan, no les importa nada de lo que yo diga, jamás me ayudarán a traer algo de cordura a un mundo decadente destinado a la muerte y a la desaparición, al olvido más absoluto y merecido por la raza humana. No importa, déjalos reírse, mofarse y mirarte de soslayo según pasas. No hay nada que puedas hacer para cambiarlos.

No lo ocultaré. A veces es difícil deshacerme del desprecio que siento por mis congéneres. Se requiere un gran ejercicio de humildad y compasión para mezclarme con ellos y tratar de traer algo de luz a la oscuridad en la que parecen regocijarse. No en vano en el pasado me asesinaron, me prejuzgaron, me condenaron, me colgaron, me humillaron, me hirieron física y psíquicamente, me obligaron a arrastrarme. Pero no puedo negar que en algún momento yo pude hacer lo mismo con ellos. No en vano la materia con la que estamos hechos es la misma y la locura mora permanentemente en algún recoveco de nuestro cerebro. Es como el desván de una mansión victoriana. Puede estar lleno de telarañas, pero nunca sabes cuándo alguien va a abrir la trampilla y van a salir los fantasmas.

Bethlehem Royal Hospital, London, 1860. Photograph: Science & Society Picture Library/Getty Images

Ellos piensan que estoy loca. Yo pienso que los locos son ellos. Quizá el tiempo lo dirá. Hasta entonces, me andaré con ojo, porque cualquier día a mí también me encierran.


BEDLAM FAYRE

Crawling through the poison pool
Hiding eyes with bleeding hands
Every step another fool
Kings and Queens of sand

Over there an angry god
Violent brow and negligence
Making waves that can't be stopped
Unafraid of consequence

Chosen faith's a lottery
Heaven sent down forgeries
Miracles and travesties
Irreligion sows that seed

Staring through the Judas Hole
See what I can see?
Every covenant of souls
Drum roll payments paid to me...

Bethlehem to Bedlam Fayre - No one helps, no one cares!
Let the people mock and stare - See them run around, around, around

This place - So far gone
Darker than hell - A stagnant field of dreams
That face - Speaks to me
So much to say - But nothing’s what it seems

You're only human - Just mortal to me
You're only human – Just an earthbound disease!

Those eyes – Madness reigns
Acid tears – A constant stream of pain
That life – wasted here
Nothing left – No mourners, no name

You're only human - Just mortal to me
You're only human – Just an earthbound disease!

Bethlehem to Bedlam Fayre - No one helps, no one cares!
Let the people mock and stare - See them run around, around, around
Bethlehem to Bedlam Fayre - No one helps, no one cares!
Let the people mock and stare - See them run around, around, around
Bethlehem to Bedlam Fayre - No one helps, no one cares!
Let the people mock and stare - See them run around, around, around     


lunes, 4 de noviembre de 2013

El Ángel de la Muerte (2).

―¡No! ¡No! ¡Corre, corre! ¡Ahí, dale! ¡No, así no…!
Tot levantó ligeramente la mirada al ver a la enfermera pasar gritando “¡El paciente de la 320! ¡Corred! ¡El desfibrilador! ¡Traed el desfibrilador!”
Luego suspiró tratando de no perder la concentración en el juego.
―¡No, hombre, no! ¿Qué haces? Si ya la tenías…
Siempre se hacía un lío entre el botón A y el botón B. En los momentos clave nunca se acordaba que el A era para los pases cortos y el B para chutar a puerta. Al final siempre se equivocaba.
―¡¡Mierda!!
Tot extendió los dedos y la consola se esfumó en el aire. Era el equivalente a tirarla por la ventana. Cuando miró a su derecha el corazón le dio un vuelco… o lo que sea que tuviera en lugar de corazón. Una anciana de aspecto dulce y gris le estaba mirando. Se llevó la mano al pecho, un poco en broma.
―Por favor, que no estoy para estos sustos…
La anciana sonrió.
―¿Así que viene a llevárselo?
―¿Cómo? ―Tot trató de hacerse el despistado. Esa información era confidencial… o debía serlo. Pero solo para los vivos.
―Jovencito, no se haga el listillo conmigo. Soy más vieja que usted y merezco un respeto. Además… le he reconocido por el dibujito del bolsillo…
―¿El dibujito? ¡Oh…!
Tot se miró el dibujo estampado en el bolsillo izquierdo de la camiseta que llevaba como uniforme. Era el único distintivo que le identificaba como Ángel de la Muerte. Hubo un tiempo que no llevaban uniforme, pero eso inducía a confusión en muchas ocasiones. Cuando él llegó el Comité llevaba unas semanas discutiendo qué hacían respecto a ese asunto. Todos estaban de acuerdo que lo de la capa negra con capucha y la guadaña daba demasiado miedo y ya estaba pasado de moda, necesitaban una nueva imagen más acorde con los tiempos en los que vivían… Pero el Ángel Negro con Alas tampoco había sido una elección muy acertada, les delataba enseguida y la idea era pasar desapercibidos, no que les reconocieran a la primera… Eso sí, la pegatina sobre el coche de la empresa era molona a más no poder. Le hacía sentir orgulloso de su trabajo. 
Miró de arriba abajo a la anciana como pensando “Así que es más perspicaz de lo que parece…” y cuando leyó su verdadera edad en la profundidad de sus ojos comentó:
―Yo soy más viejo, así que mucho cuidado con lo que dice… Que si aún sigue por aquí con ese aspecto de viejecita desvalida es que su madurez es la misma que la que tiene un niño de seis años… o de tres.
―¡Psé! Como comprenderá no me voy a molestar a estas alturas con las impertinencias de un jovencito… ¿Viene a por él o no?
Tot suspiró. La señora era dura de roer.
―Sí, vengo a por él ―miró el reloj de su muñeca―. Pero todavía quedan unos 13 minutos ―los médicos seguían intentando la resucitación cardiopulmonar.
―¿No viene a por nadie más?
Negó con la cabeza. No, hoy le había tocado un trabajillo fácil. Pero eso no se lo iba a decir a la señora. Ni siquiera era su sector. Problemas de personal otra vez.
―Por cierto, ¿qué está haciendo aquí? ―según formulaba la pregunta él mismo comprendió sin que hiciera falta escuchar la respuesta. No hizo falta ni que la señora hablara. Percibió la oleada de tristeza que teñía sus mejillas de gris y sus ojos llorosos. Ella intentó ocultar sus sentimientos, e incluso giró la cabeza para el lado contrario como avergonzada, y Tot no quiso decir nada por un momento. Sabía que no debía juzgar, pero aún le costaba entenderlo. Cuando a él le tocaba alguno de estos casos le costaba mucho autocontrolarse para no enojarse y llevárselos a rastras…

―¿Cuánto tiempo más tendré que esperar? ―la voz de la mujer le llegó casi como un susurro―. ¡Ya han pasado años! ¿Es que no me echa de menos tanto como yo le echo de menos a él? ¿Es que sus riñones no le fallan como me fallaron a mí? ¿Por qué Dios me llamó tan pronto a su lado y le dejó a él solo?


Tot deseó dar una calada a un cigarrillo. Éste no era su trabajo. Su trabajo era explicarles lo que estaba pasando y acompañarlos en el tránsito… nada más. Él no tenía paciencia para aconsejarles sobre lo que debían hacer, ni los conocía lo suficiente como para tratar de convencerlos… eso era trabajo de los guías, que por algo habían estudiado para ello durante cientos de años. Además se obcecaban tanto que era inútil decirles que tenían que asumir que su antigua vida había acabado y que un mundo maravilloso les esperaba un poco más allá… vale, era una pequeña mentirijilla, una táctica que venía en el manual y que aún no había sido corregida ni eliminada, no hacía mal a nadie, más bien todo lo contrario... Siempre era mejor continuar que quedarse en el mundo intermedio donde nada era lo que parecía… era como quedarse encerrado en un montacargas, parado entre dos pisos. Ni subes ni bajas, no disfrutas de los placeres de la carne pero tampoco puedes participar en las orgías espirituales que celebran más arriba… De pronto sintió el deseo de volver. Las estancias prolongadas en los planos cercanos a la Tierra le hacían sentir sucio y pensaba que era hora de un baño de luz relajante.
Pero para eso primero debía acabar con su tarea del día…
―Mire, señora… ¿cuál es su nombre?
―Adela.
―Mire, señora Adela ―trató de transmitir algo de cariño o al menos comprensión en su voz, pero probablemente no lo logró―. Su marido volverá cuando le apetezca. No cuando usted quiera. ¿Es que ya no se acuerda de cuando estaba viva? ¿Acaso deseaba estar muerta? No, porque pensaba que la vida en la Tierra era lo único que existía, y a pesar de estar ya algo vieja y cansada, se resistía a dejarlo todo atrás. Haría bien en dar el siguiente paso y olvidarse de una vez de todo esto. ¿Qué hace aquí en el hospital todos los días… aparte de asustar a las enfermeras y jugar con el niño de la planta 2?
―¡Esperarle! ¿Qué otra cosa voy a hacer?
―Usted podrá venir cuando quiera, no tiene por qué estar aquí hasta que sea la hora de su marido… Se ha dado cuenta de que la muerte no es el final, pero aún no sabe que esto no es todo, que a usted también la esperan y si no vuelve pronto tendrán que cambiar los planes…
―¿Qué planes? Yo le prometí que le esperaría y eso haré, no quiero que muera solo.
―¡Nadie muere solo! ¿O por qué cree que me pagan?
―¿Le pagan? ¿Y usted me dice que viene del mundo espiritual?
―No me pagan en dinero, me pagan de otra forma… pero de algo tengo que vivir, ¿no? ¿O se piensa que todo nos cae del cielo?
―¡No! ¡Porque Dios me abandonó! ¡O no me habría dejado aquí esperando indefinidamente en lugar de haber permitido que partiéramos juntos!
Tot la observó lloriquear y sonarse la nariz al tiempo que su aura se volvía aún más grisácea. A esto exactamente se refería. No soportaba este tipo de situaciones. Ojalá existiera el sueño eterno de la muerte para estas personas que se negaban a aceptar la realidad… Volvió a mirar el reloj con cierto nerviosismo. ¿Qué estaban haciendo ahí dentro?
―¿No puede interceder por mí y pedirle a Dios que…?
―¡No! ¿Qué tipo de Ángel se cree que soy? ―se puso bruscamente en pie y se sacudió las cenizas que parecían haberle caído sobre los hombros―. Las cosas no funcionan así, ¿no se lo explicaron en su momento? Cada uno tiene su tiempo y cada uno lo usará como quiera… ¡Salga de aquí! ¡No está en el lugar que le corresponde!
La señora Adela bajó la cabeza y no respondió. Tot temió haber herido sus sentimientos… pero no podía decirle otra cosa.
―Lo siento, pero no puedo… No puedo… ―y se alejó arrastrando sus pies en zapatillas grises, con un rosario entre sus dedos y musitando unas palabras ininteligibles. Tot la observó alejarse. Le daba pena, pero había almas que no tenían arreglo.
De pronto descubrió al difunto. Estaba de pie algo desconcertado, bajo el umbral de la puerta de su habitación. Una enfermera que sacudía la cabeza con tristeza lo traspasó mientras él miraba atentamente la pared y trataba de tocarla sin conseguirlo. Cuando le descubrió mirándole dio un paso atrás y abrió sus ojos desmesuradamente.
―¿Tú sí puedes verme?

―Hola, Ramón ―dijo Tot, con voz monótona y sin ningún entusiasmo―. Bienvenido al más allá… aunque de momento solo has dado el primer paso. Nos queda aún un largo camino…  

(continuará...)
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