jueves, 24 de julio de 2014

Vida rota (2).

[En capítulos anteriores... Vida rota.]

¿Y qué quieres que te cuente? Vienes aquí todos los días, finges preocuparte por mi salud, y esperas que el hambre y el encierro hayan ya quebrado mis defensas y confiese lo que estás esperando escuchar, porque así tú consciencia quedará más tranquila, y sabrás que no enviaste a una mujer inocente a la horca. Pero diga lo que diga, ¿cambiará algo? ¿Cambiará tu mirada de compasión, tu mirada de eterna duda, preguntándote si de verdad soy un monstruo o si tuve alguna razón para hacerlo? ¿Tú qué crees?

Que confiese dices... y me traes ese arrugado papel lleno de palabras que yo nunca dije para que lo firme y que el juez lo lea, para que se apiade de mí. ¿De verdad esperas que lo haga? Estuvieron a punto de lincharme en mi propia casa, y dicen que hay pruebas contra mí, ¿y de verdad piensas que el juez sentirá algo de piedad? Abre los ojos: ya me han condenado. Todo el pueblo me ha condenado, sin ni siquiera conocer mi verdadero nombre, sin saber de dónde vengo, sin interesarse por las marcas en mi piel ni por las heridas en mi alma. Ya pasé por lo mismo, y ya sé lo que me espera después de lo que llaman absolución: una vida rota huyendo de todos, huyendo de la vergüenza, de mi pasado, escuchando cómo profanan mi nombre, observando cómo mi familia oculta los lazos de sangre que se suponía que nos unían, sin poder olvidar que mi hija crece en la ignorancia de que su verdadera madre siempre la quiso y que ella es lo único que me mantuvo viva hasta hoy... Huyendo de mí misma. Pero ahora ni siquiera eso podré hacer, porque si confieso y finjo arrepentimiento, cambiaré la horca por una sentencia a una muerte en vida, encerrada entre cuatro paredes, en una cárcel donde moriré de tuberculosis o en un sanatorio para enfermos mentales donde yo misma acabaré abriéndome la cabeza contra la pared. ¿Y quieres que confiese? Puedes llamarme loca si así te quedas más tranquilo, pero aún conservo la suficiente cordura como para saber lo que más me conviene.


Ya lo intenté, ¿sabes? No eres el primero que me mira con esos ojos. En aquel entonces no tenía pruebas de lo que había pasado, pero sí tenía testigos... testigos que no pudieron ser localizados, y lo poco que sabían otros testigos no fue suficiente para contrarrestar el veneno en las lenguas de los demás testigos. Me hablas de justicia, pero ¿cómo va a haber justicia si es mi palabra contra la de todos ellos? ¿Cómo va a haber justicia si lo que dice una mujer tan alterada como yo se atribuye a la histeria que acompaña a mi condición femenina? La palabra de un hombre vale mil veces más que la mía... y más si es un respetado farmacéutico que me vendió el raticida. Que lo quieres saber todo, dices... ¿Y de qué serviría? ¿Por dónde podría empezar? Quizá por aquella vez que me dio un bofetón por hablar demasiado con sus colegas en la reunión de negocios que organizó para festejar el aumento de sus ventas. O tal vez aquella vez que me caí por la escalera y mi ojo dio justo con la barandilla. O el día que vino el doctor a verme porque me había caído del caballo y me había roto un par de costillas. El que arregla los pianos tuvo que salir despavorido de casa cuando oyó entrar a mi marido y escuchó cómo se dirigía a mí cuando me vio bromeando con él... tal vez se habría desmayado si hubiera presenciado lo que pasó luego. Mira... aquí tienes otro testigo de esos que luego desaparecen como entre las brumas de un escenario. No merece la pena. Yo lo sé... y tú lo sabes. Son solo palabras. Las palabras se las lleva el viento, y el juez solo quiere pruebas.

Mi alma hace tiempo que se rompió, y solo ha logrado llegar hasta aquí porque no era consciente de que ya había muerto. Duerme tranquilo esta noche, y las noches que vendrán, porque no vas a enviar a una mujer a la horca, sino a una sombra de lo que pudo haber sido. Tú no eres el culpable, ni siquiera eres un cómplice. No sabes lo que pasó, nadie sabe lo que pasó, excepto él y yo. Algunos pagan por sus crímenes, otros no. Y no intentes consolarte pensando que pude tener una razón, porque lo cierto es que no la tuve. Me rompieron por dentro y yo misma hice lo demás, así que no te engañes, porque lo que ven tus ojos quizá sea solo lo que tú quieres ver, lo que estás dispuesto a ver... 

No llores por mí. Guarda tus inútiles lágrimas para alguien que se lo merezca más que yo.

lunes, 21 de julio de 2014

Un día en la funeraria.

El accidente fue mortal de necesidad. Cero posibilidades de supervivencia. Ni siquiera fui consciente de la transición, como otras veces... Un segundo estaba dentro, conduciendo a 130 km/h por la autopista, mientras escuchaba a todo volumen la canción “Ascension” de Arena, y al segundo siguiente ya estaba fuera, después de empotrarme contra la mediana, dar varias vueltas de campana en el aire y dejar mi pobre vehículo azul metalizado como un acordeón. Al menos elegí un buen momento, cuando no venía nadie por detrás ni por el carril contrario, que yo estuviese deseando dejar esta mierda de vida no era razón para llevarme a nadie más por delante... Fue fácil hacerlo, solo tuve que soltar el volante un breve instante cuando llegó la curva, en lugar de girarlo casi de forma instintiva, como había aprendido hacía más de diez años. De lo único que me lamento es que aún quedaba más de la mitad de la canción... y enseguida me di cuenta de que desde el otro lado la música no se oye igual de bien, claro que... a lo mejor era porque el coche se quedó sin sistema eléctrico por el golpe.

En fin. Evité mirar el cadáver. Prefería recordarme como había sido en vida, no como quedé después de reventarme la cabeza contra el parabrisas y perder varios miembros en el asfalto, incluyendo el más importante. Creo que los de la ambulancia tuvieron que hacer horas extra para localizar todos los pedazos y juntarlos todos debajo de la sábana metálica de color dorado. La verdad es que no me suelo quedar mucho tiempo en la Tierra cuando muero, pero esta vez me dominaba cierto impulso morboso, porque las otras veces que morí de accidente no fueron como ésta, quiero decir... fueron accidentes de verdad. Me dije: “Esta vez voy a rizar el rizo. Va a ser a la vez accidente y suicidio, quiero comprobar si esto me producirá doble trauma o si solo me servirá para desperdiciar otra de mis vidas... total, ¿cuántas vidas llevo ya desperdiciadas?”

Así que me senté en la camilla de la parte de atrás de la ambulancia y acompañé a sus ocupantes hasta el hospital. Vi cómo recogían mi DNI, es por eso que no tuvieron problema con la identificación. También encontraron en la cartera mi tarjeta de no querer donar ningún órgano de mi cuerpo a la ciencia ni a nadie más, científico o no científico (ni mucho menos a un cura), aunque tampoco es que hubiesen podido aprovechar mucho, creo que no quedaron ni las córneas... También leyeron la tarjeta en la que apunté dónde tengo guardado mi testamento, con la contraseña para abrirlo, pero como por lo visto eso no es legal porque no pagué los 400 euros que te pide un notario por cualquier documento de más de dos páginas, no le hicieron ni el menor caso. Pero bueno, no me puedo quejar, porque la verdad es que la armé buena en la autopista. Se formó un atasco de cinco kilómetros y la Guardia Civil tuvo que llamar a un especialista para determinar la causa del accidente... sin duda fue el karma en acción, después de todos los atascos que yo me tuve que tragar en vida.

Los hospitales siempre me han puesto enfermo, así que me limité a vagabundear un poco por las inmediaciones, hasta que vi llegar a mi esposa y a mi primo... que por suerte no tuvieron que reconocerme. Cuando les dieron la noticia se pusieron a llorar como muffins... quiero decir, como magdalenas, ¡y mira que les dije que no lo hicieran! Les dije: “Cualquier día cojo el coche y me estrello en la autopista, pero no os lo toméis como algo personal, es que ya no me merece la pena seguir viviendo, estoy harto de los telediarios, de tener que ver “Sálvame” todas las tardes y a María Teresa Campos todos los domingos antes de la cena, mi jefe me acosa porque quiere que trabaje, nunca gano cuando juego al billar, el pan ya no sabe como sabía antes, los océanos están llenos de bolsas de plástico, mi gata se murió la semana pasada, nunca me toca la lotería, y... no sé, el caso es que prefiero estar muerto. De todas formas, ¿por qué os tengo que dar explicaciones? Lo importante es que no quiero que os pongáis tristes, que a vosotros os quedan dos días con la Tercera Guerra Mundial que se avecina y pronto nos volveremos a ver, yo es que ya he pasado por eso y paso de que me vuelvan a ametrallar junto a un alambre de espinos”. Debe ser que no me tomaron en serio. Estuvieron ahí un rato lamentándose de que no estuviera con ellos (idea ridícula porque sé hasta lo que comieron en la cafetería, ella una napolitana de crema y él un sándwich mixto), olvidando lo malo que había sido y recordando todo lo bueno que había hecho... que no es mucho pero en aquellos momentos lo agradecí, y luego abandonaron mis restos en la habitación hasta que se los llevaron al lugar ese fresquito que tienen en los sótanos, ¿cómo se llama? Ah, sí, el depósito. Igual que el lugar al que se llevaron mi coche pero para personas. Que al fin y al cabo es lo mismo... solo que las personas somos orgánicas y contaminamos menos.

Tenía ganas de irme, no lo puedo negar, pero la curiosidad pudo más que yo y decidí acudir al tanatorio también. Quería saber cómo se las iban a apañar para recomponer mi malogrado cuerpo y mostrarlo como un Tetris al público que acudiera, así maquillado, peinado y perfumado como la última vez... pero tal y como suponía no hubo exposición detrás de un cristal, solo ataúd cerrado con candados para que nadie pudiese abrirlo. ¿Y la cruz? ¡Si yo dije que no quería ver una cruz ni en pintura! Ah, vale, es que lo puse en el testamento, el mismo que ni siquiera se molestaron en mirarlo... También se lo dije a mi esposa, pero se ve que con el disgusto ni siquiera se acordó, o tal vez pensó que estaba bromeando, como nunca le dije lo mucho que odiaba a la Iglesia Católica, no fuera que le diese un patatús a su madre...

Entonces empezó a llegar un montón de gente que no tengo ni idea de lo que pintaba allí: el vecino del cuarto que jamás me saludaba; el niño de la esquina que una vez me rayó la puerta derecha del coche, que lo sé que lo pillé in fraganti; la panadera del barrio, ésa que empezó a vender barras de pan a veinte céntimos, ni que se lo regalaran a ella; varios compañeros de trabajo que solo veía en el desayuno y ni se molestaban en preguntarme qué tal mi vida; y miembros de mi familia lejana que hacía más de quince años que ni veía. Éstos eran los más graciosos, porque creían conocerme y no tenían ni idea de en quién me había convertido. Mi tía la del pueblo venía engalanada con sus mejores ropas, un vestido verde con flores y hasta sombrero se había puesto. A mi tío hasta le brillaban los zapatos. Mi otra prima llevaba un vestido que se había puesto en la boda de mi hermano mayor, que le hacía las piernas largas como las de la Barbie. Y se les veía a todos bastante contentos... bueno, a alguno un poco decepcionado por no poder contemplar mi cadáver y darme el adiós correspondiente... ¿o era solo por no poder ver mi cadáver? Siempre es reconfortante estar al lado de un fiambre y pensar “Qué suerte que a mí no me ha llegado aún la hora...” Al menos eso es lo que capté de Luisito, uno de mis amigos de infancia, pero es que Luisito siempre fue muy transparente.

Sí, al principio fue entretenido y me reí bastante con los comentarios que hacía la gente sobre mí. “Qué generoso era...” ¿Generoso? Si siempre iba a los chinos para comprar los regalos de cumpleaños... “Cuando le contabas un problema, siempre tenía una sonrisa y unas buenas palabras para ti”. ¿Sonrisa? Si era porque me estaba acordando de un chiste que me habían contado... y las palabras eran lo primero que se me ocurría para quitármelos de encima, que siempre tenía algo que hacer en casa, como pasarme el octavo nivel del “Príncipe de Persia”. ¿Sería que no se habían dado cuenta?

Luego empecé a aburrirme y acabé sentado en el banco de madera viendo pasar a otros muertos y a más visitantes del tanatorio que acudían felices y contentos como si aquello fuera un centro comercial. Vi que la muerte no tenía nada de trascendental para ellos, no significaba nada, apenas vi una lágrima sincera (exceptuando las de mi esposa y alguna de mi primo), y me dio la impresión de que todos evitaban pensar que en ese mismo momento estaban rodeados de muertos. ¿O tal vez no lo sabían? ¿O tal vez pretendían ignorarnos? ¿No eran conscientes de que ellos también podían morir en un accidente al volver a sus casas? ¿O es que les daba lo mismo, igual que a mí? Bueno, yo tenía mis razones, porque estaba harto de mi vida y además ya sabía que la muerte es una ilusión, pero a ellos jamás les vi preocuparse por lo que venía después, ni sacaban el tema en las reuniones sociales... ni siquiera en el tanatorio, que ya tiene pelotas. ¡No se habla de la muerte en los tanatorios! Pero si ni siquiera en los tanatorios se habla de la muerte, ¿dónde se habla de la muerte? Mientras veía a mi tía la del vestido verde acabar con la bandeja de galletitas llegué a la conclusión de que no se habla de la muerte, así sin más. Y de los muertos, pues bastante poco. No sé, debe ser una cuestión cultural, como la de levantarse y sentarse varias veces durante la misa. Que, por cierto, ¿por qué tuvo que aparecer ese personaje con pinta de sacerdote que se empeñó en rezar un padrenuestro? Intenté tirarle la Biblia pero no lo conseguí. Por un minuto o dos me quedé acongojado (no por lo del sacerdote sino por lo de que no se habla de la muerte)... pero solo un poco. Porque después me dije a mí mismo: “Bah, si estás muerto, ¿qué más da? Tú sigue con lo tuyo, que éstos seguirán con lo suyo... si es que no sé para qué vuelvo tantas veces a la Tierra, siempre lo mismo, que si guerras, que si nos destrozamos unos a los otros, que si religiones, que si el final del mundo cada vez que se alcanza un año que acaba en cero...”

Así que me levanté, hice una reverencia, le toqué la mano a uno solo para troncharme del susto que le di... y me las piré. Solo espero montármelo mejor la próxima vez. Si es que vuelvo. Porque anda que cómo está el patio... 
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