domingo, 24 de agosto de 2014

El Ángel de la Muerte (15).

[En capítulos anteriores... El Ángel de la Muerte (14)].

Tot depositó suavemente su Luger en la mesilla de noche y se tumbó en la cama con sus manos entrelazadas en la nuca. Sus ojos se reflejaban como dos pequeños círculos de luz en el techo que se encendían y se apagaban al tiempo que sus párpados se abrían y se cerraban.... hasta que se cansó y los dejó abiertos. Era solo una costumbre pero al no tener cuerpo físico los ojos ya no le escocían si no parpadeaba. Tampoco necesitaba cerrarlos para concentrarse en su pensamiento. Por culpa de ese cretino de Leuche a la mañana siguiente tendrían que dedicarse a algo que no le gustaba lo más mínimo... y además tendrían que obedecer las órdenes de otros. Y aún no podía entender por qué, pero en el Departamento de Avatares y Apariciones Virginales todos se creían unos iluminados en posesión de la verdad, las normas eran aún más estrictas que para los Ángeles de la Muerte, y era imposible ser un tipo original con ideas propias. Allí no valía haber sido un filósofo o un poeta, allí contaba más la experiencia terrenal como sacerdotisa del Antiguo Egipcio, brujo en una tribu de la Amazonia, haber sido considerado un dios como Viracocha o haber sido algún cura de alguna clase, o incluso papa... ni siquiera monje servía. Debía de ser porque prácticamente todos los espíritus en algún momento habían sido monjes, y por ello eso no daba puntos extra en el curriculum vitae. La vida en el Tíbet no había estado mal, pero claro, eso no te enseñaba apenas nada sobre cómo manipular a la gente y hacerles creer en pamplinas para que hicieran lo que se suponía que tenían que hacer. No podía creer que todavía existiera ese departamento. Habían estado a punto de eliminarlo a causa de los últimos recortes presupuestarios, pero los del Consejo dijeron que era necesario en algunos planetas primitivos, y al final acabaron recortando solo en esferas lumínicas, construcción de puertas interdimensionales y en... ah, sí, en Ángeles Anunciadores. Muchos habían tenido que ser recolocados. ¿Necesario? Bueh... ¿qué esnifarían los Ancianos del Consejo cuando se reunían en ese cónclave secreto?

La luz se hizo más fuerte en la habitación cuando involuntariamente abrió aún más los ojos... De pronto había recordado que por lo general los que trabajaban en el Departamento de Avatares y Apariciones Virginales salían en misiones que podían durar años terrestres, fueras a encarnar o no. Para encarnarte como avatar tenías que ser un alma muy, muy, muy experimentada, así que eso le salvaba de ese trabajo, pero aún así, todos los auxiliares tenían que hacer guardias y tenían que estar preparados para la intervención en cualquier momento... ¿y si les enviaban a la Tierra y tenían que quedarse allí durante cien o doscientos años? Maldición... eso le dejaba sin tiempo. Había prometido a Skel una incursión al astral, tenía que ser antes del cumpleaños del que había sido su novio en esa vida, y el tiempo se pasaría si no lo hacían ya. Al segundo siguiente se había incorporado, había adquirido la apariencia de un soldado vestido de camuflaje incluyendo la cara tiznada de negro, y se dispuso a abrir la puerta de su habitación sin acordarse de que podía atravesarla sin más. Le solía pasar cuando estaba excitado.

Leuche depositó suavemente la cerveza Lager en la mesilla de noche y se tumbó en la cama con sus manos entrelazadas en la nuca. Mmm... cómo echaba de menos saborear una buena rubia en una Taverne de antaño. Sus ojos se reflejaban como dos pequeños círculos de luz en el techo que se encendían y se apagaban al tiempo que sus párpados se abrían y se cerraban... abrió el izquierdo y cerró el derecho, cerró el izquierdo y abrió el derecho, así un buen rato hasta que se cansó y los dejó cerrados... para qué malgastar energía. Entonces reparó en que sus pensamientos le estaban asaltando. El Departamento de Avatares y Apariciones Virginales... Sonaba aburrido de cojones. ¿Cuál sería el uniforme en ese departamento? ¿Una túnica naranja como las de los Hare Krisna? ¿Un hábito de monja? ¿Un traje negro con alzacuellos? Tal vez habría sido más divertido que ser un Ángel de la Muerte, solo que sus vidas religiosas le habían marcado profundamente y ahora no quería saber nada de avatares ni de ponerse alas en la espalda para engañar a los pobres humanos... Aún recordaba el fuego de las hogueras y a las damas de hierro, y las Cruzadas, y las persecuciones de hombres buenos. Solo en el Tíbet había conocido la paz... hasta que llegaron los chinos, claro.
Mmm... el Tíbet. A veces cuando había mirado los pies de Tot (¿qué estaría haciendo mirando los pies de Tot?... Ni idea, pero lo hacía a veces... bueno, con frecuencia) había creído ver por un segundo unas pobres sandalias, el borde de una túnica roja y un cuenco colgando de su cintura... pero no lograba ver nada más. Estaba seguro de que le había conocido en alguna parte, pero ¿dónde? Sabía que podía acudir a los archivos, pero las colas que se formaban allí siempre podían con su paciencia... Alguien le había dicho que últimamente hasta tenías que coger un numerito: D245. Y era mejor que te llevaras un libro electrónico para pasar el tiempo... que ahí sí que se hacía eterno, a pesar de no existir.

La luz se hizo más fuerte en la habitación cuando involuntariamente abrió aún más los ojos... De pronto había recordado en qué vida había coincidido con Tot. Estaba seguro... bueno, casi, pero tenía que decírselo de todas formas, seguro que él también se acordaría... Al segundo siguiente se había incorporado, había adquirido su apariencia habitual de caballero victoriano con levita y bastón y se dispuso a traspasar la puerta de su habitación, pero justo en ese momento se dio cuenta de que se le olvidaba el sombrero de copa, así que se detuvo, lo hizo aparecer en su cabeza, aplastó con él sus rizos castaños y desordenados y se teletransportó hasta el dormitorio de Tot.
Apenas sintieron cómo se atravesaban mutuamente... salvo por cierto picor generalizado y un viento desagradable en sus oídos inmateriales que les trajo una sensación parecida a cuando eres niño y tu hermano quiere darte un beso. “Quita, carapedo”. “Anda, orejas de soplillo, pues tú te lo pierdes”. “Piérdete tú, caraplátano”. “A ver si eres más original inventándote palabrotas”. “Que te pires”.
Lo malo es que eso no lo podían pensar en el mundo espiritual, porque ahí no puedes ocultar tus pensamientos. Eso sí, se dieron la vuelta y ambos parecieron alegrarse del encuentro. Bueno, a decir verdad, Tot no.
―¡Oh! Así que sales a estas horas de la madrugada ―preguntó Leuche, intrigado―. ¿Vas a ver a tu guía espiritual?
Tot frunció el ceño. Juraría que Leuche sabía que su guía espiritual había dormido en la estacada más de una vez.
―Y este aparataje soldadesco... ¿a qué se debe?
Tot le miró con trazas de ira en su rostro. No le había dado tiempo a cambiar de indumentaria. Ni siquiera la pintura negra de la cara... vamos, que le habían pillado in fraganti. Nada que no pudiera arreglarse.
―He quedado para una representación. No creo que te interese...
―¿Una representación teatral? ¡No sabía que teníamos grupo de teatro!
―No lo tenemos... es otra clase de representación. Es en la calle.
―Oh. ¿Y no puedo ir?
―No. Te tienen que invitar... y tú no estás invitado.
Leuche pareció decepcionado.
―Ya. Bueno... otro día será.
―Sí... otro día será.
Pero Leuche no se movía... y Tot no quería ser grosero.
―Oye, Tot... ¿puedo preguntarte una cosa? No tienes prisa, ¿no?
―Ya me has preguntado una, auf Wiedersehen!  
Y con un “plop” desapareció en el aire como si hubiera activado una bomba de humo.
Leuche entrecerró los ojos y cuando dejó de toser dio un profundo suspiro. Una lástima que Tot quisiera dejarle atrás. Sabía cuáles eran sus planes, la conexión mental entre ellos era mayor de lo que Tot podría llegar nunca a sospechar... Tot era muy listo, pero las últimas noticias no habían llegado aún a sus oídos: una nueva dotación de perros mutantes le había sido entregada al Cancerbero, y solo él en todo el mundo espiritual y parte del astral sabía qué había que hacer para evitar que se te tiraran a la yugular... en caso de que los habituales sobornos no funcionaran, claro está.

(continuará...)

viernes, 22 de agosto de 2014

El último amanecer.

De vez en cuando me gusta traer alguna muestra representativa de mis inicios como escritora. “El último amanecer” es un buen ejemplo, pues fui el primer relato corto que escribí. No sé exactamente cuándo lo hice, solo sé que tuvo que ser antes de 1994, y en el cuaderno donde los escribía, tengo apuntado que debió ser con 13 o 14 años. Algo que no deja de sorprenderme y estremecerme a partes iguales.

Hoy, más de treinta años después, me he dado cuenta de la trascendencia de este relato. He estado dudando dónde postearlo, porque es un (pequeño) trabajo literario, pero al mismo tiempo es mucho, mucho más. Casi nadie podría llegar a entender por qué significa tanto para mí, aunque se lo explicara y aunque supiera de verdad de lo que hablo. Pero como me ocurre con frecuencia cuando no sé dónde postear algo, al final acabo haciéndolo en todos los sitios, con diversos grados de intensidad y profundidad, porque es algo que me quema, porque es algo que me gustaría gritar a todos los vientos pero que por circunstancias diversas he de callarme, porque es como una de esas escenas de una película de terror que desearías no haber visto pero al mismo tiempo no puedes dejar de darle al rewind y luego al play, una y otra vez, una y otra vez..., porque es una de esas pequeñas pistas que tienes delante de tus ojos durante interminables años pero pasa el tiempo y la ceguera sigue ahí, haciéndote tantear las paredes de una habitación a oscuras hasta que comprendes que la única razón por la que no ves es que llevas puesta una venda sobre tus párpados.  

Está en la misma línea que “Más allá del horror”, aunque a diferencia de este último relato, es mucho más conciso, menos elaborado, más contundente, cambian los pequeños detalles, mi yo joven e inocente se resistía a abandonar las palabras “alegría” o “esperanza” que en realidad ya no existían, pero la escena está compuesta solo por unos pocos fotogramas que quedaron grabados en algún lugar del universo y que —parece ser— siempre estuvieron conmigo, como un microchip implantado en el cerebro o unos números tatuados en el antebrazo. También se lo dedico a Katrina. Para ella no fue exactamente su último amanecer, pero sí es verdad que desde aquel día ya estuvo muerta... por un tiempo.

Katrina siempre va asociada a una canción instrumental de Camel que me transmite todo lo que sentía ella: impotencia, rabia, tristeza, soledad... y unas terribles ganas de gritar que desgraciadamente acabaron convirtiéndose en un silencio casi eterno.

ICE



EL ÚLTIMO AMANECER.

Aquel amanecer no fue como cualquier otro. El Sol apenas se veía allá en el horizonte como una bola anaranjada parcialmente cubierta por las nubes, unas nubes esponjosas de un gris algodón que no permitían ver el azul del cielo. El viento soplaba como nunca lo había hecho en el transcurrir de los tiempos, y empujaba a las nubes hasta que desaparecían a lo lejos siendo reemplazadas por otras tan grises como ellas. Las olas del mar, embravecidas como no lo habían estado desde hacía años, arremetían brutalmente contra las rocas.

No había gaviotas surcando el aire en busca de comida. Tampoco nadaban peces en las revueltas aguas del mar, ni había cangrejos enterrados en la arena. Ni un solo ser viviente se veía por ninguna parte. La arena de la playa había aparecido aquella mañana totalmente limpia y pura. Sin conchas, sin algas... tan sólo arena.

El grito de las olas al chocar contra las rocas era el único sonido en aquel silencio, y el viento era ahora el amo de la Naturaleza, haciendo enojar al mar y arrastrando a las nubes tras de sí. Solamente quedaba la Tierra.

Pero entonces en la inmensidad de la playa surgió un punto que se movía aproximándose a la orilla. ¿Quién o qué podía estar vivo aún? Pronto llegó al agua, y siguió andando a lo largo de la orilla. Apenas se sostenía en pie. Su cuerpo, casi desnudo, iba cubierto por los restos de lo que había sido un sencillo pero bonito vestido. Su largo y oscuro cabello era maltratado por aquel horrible viento que a cada minuto se huracanaba más y más. Llevaba los zapatos colgados al hombro, atados entre sí para andar cómodamente por la arena. Sus piernas le fallaban a cada paso, y caía casi desvanecida a la arena temiendo no volver a levantarse jamás. Pero lo último que perdería sería la esperanza.


Sus ojos verdes miraban al infinito, y de vez en cuando dejaban resbalar una lágrima mitad coraje mitad tristeza. Hasta que su última gota de fuerza cayera rota en mil pedazos no se detendría. Tenía que alcanzar aquel lugar... sólo le quedaban unos metros. Había esperado aquel encuentro desde niña, y por fin había llegado el día en que habrían de encontrarse.

Una chispa brilló en sus ojos, y sus sonrosados labios dejaron escapar una triste sonrisa. Entonces se detuvo, y miró hacia la línea donde cielo y mar se unían.

De pronto las nubes se calmaron y desaparecieron abandonando en el cielo su color gris. El mar se tranquilizó y las olas formaron una capa de agua lisa y uniforme. El silencio se hizo por completo. Su corazón latió más despacio. El Sol desapareció, y con él la luz. A lo lejos retumbó un trueno y desde el fondo del mar comenzó a surgir un sordo murmullo, como el de una cascada al lanzarse al vacío.

Ella se desmayó a causa del miedo, la alegría y el cansancio. El murmullo creció... creció aún más, y entonces las aguas del mar fueron horadadas por una enorme luna cegadora que alumbraba cien mil veces más que el Sol. Aquella luz lo llenó todo: la playa, el cielo, el mar... Primero desapareció ella. Luego la luz se llevó todo lo demás. Y después la nada se llevó a la luz. El silencio y la oscuridad reinaron para siempre.

miércoles, 6 de agosto de 2014

Un millón de caras.

Hace un rato estaba en mi cama reflexionando (sí, los escritores hacemos eso, entre otras muchas cosas), y he recordado algo que escribí hace mucho, mucho tiempo, en mi diario (sí, soy tan rara que eso era lo que hacía cuando era pequeña, escribir en mi diario en lugar de jugar a la comba en el parque). En concreto decía algo así como que lo que más me dolía de la vida era que hasta ese momento no había tenido la sensación de vivir como quería vivir, de hacer lo que yo quería hacer, de ser lo que quería ser... Después, mientras otra parte de mi cerebro se preguntaba si me echaba una siesta o me levantaba para hacer algo más productivo, recordé un viejo borrador de una entrada para el blog que nunca llegué a desarrollar (hasta hoy, de ahí el título, que no me he molestado en cambiar, es que me ha pillado el día chungo), que decía así:

“Me miro en el espejo y veo un millón de caras. No soy ninguna de ellas, pero tengo un poco de cada una. Algunas no me gustan mucho, otras son falsas, muchas ya no tienen arreglo, pero no me puedo deshacer de ninguna. Son parte de mí. Adoradas, odiadas, risueñas, tristes, van cambiando con cada segundo que pasa, igual que en una vida no hay ningún momento exactamente igual a otro”.

Entonces, como mi mente es así de caótica y le cuesta centrarse, recordé la eterna pregunta que todo ser humano que se precie (sí, vale, de esos hay pocos, pero digo yo que alguno habrá) se hace alguna vez en su vida, que viene a decir algo como esto:

“¿Quién soy?”

Y que suele ir seguida por esta otra:

“¿De dónde vengo?”

Y ya para rematar, una tercera cierra el cuestionario:

“¿A dónde voy?”

Bien, aunque algunos lectores pensarán que soy muy arrogante, y otros que estoy como una regadera —conclusión a la cual no es muy complicado llegar dado que no hago más que repetirlo constantemente yo misma y además lo que escribo es prueba de ello— a estas alturas de mi vida he conseguido responder medianamente a las dos primeras preguntas. El porqué nunca lo diré a no ser que sea bajo tortura a estilo inquisitorial, porque no quiero que me vuelvan a encerrar allí de donde vengo, o sea, de Bedlam Fayre (he aquí la respuesta a la segunda pregunta). Y entonces, reflexionando, ya medio somnolienta, sobre la primera pregunta, me dije a mí misma cuán cierto es aquello de que tenemos varias caras, y esto es válido tanto en sentido figurado como en el sentido literal de la expresión, solo que el común de los mortales solo reconoce tener una. Y es que nos solemos comportar de manera distinta dependiendo de a quién tengamos delante. No sé, puede que solo sea nuestro instinto de supervivencia, porque es evidente que no puedes hacer las mismas sandeces delante de tus padres que delante de tus amigos, ya que en el primer caso te arriesgas a recibir un cachetazo y en el segundo a perder tu reputación... Si estás con tu pareja no vas a contestar del mismo modo que lo harías a un amigo si la otra persona te dice “Hey, mira qué bonita esa chica” —esto lo sé por experiencia, aunque aún no he logrado que mi chico me reconozca que con sus amigos reacciona de otra forma... puede que tal vez sea porque tiene pocos amigos—. Y, por supuesto, la actitud de la gente en general es totalmente distinta según la presencia/ausencia del jefe en la oficina... esto lo saben todos menos el jefe, que solo se lo puede imaginar... y no muy bien porque seguro que se equivoca en sus apreciaciones sobre quién es el más trabajador o quién es el que más le hace la pelota.

Llegados a este punto me pregunté: “Y entonces... ¿cuándo eres tú mismo? ¿Solo cuando estás solo?” Eso suena terriblemente triste. Aunque quizá, como estamos tan acostumbrados a renunciar a tantas cosas, ni siquiera nos damos cuenta de que estamos renunciando a ser nosotros mismos. Y es que ser tú mismo es muy complicado. Yo diría que prácticamente imposible... y si lo llegas a ser alguna vez es cuando ya has alcanzado la madurez y el mundo te importa tres c... tres cominos, eso ero lo que iba a decir. Es que soy escritora y tengo que mantener la compostura, que mi profesión es la misma que la de Camilo José Cela, pero yo soy una señorita y tengo una educación... El caso es que para ser tú mismo necesitas mucha valentía, y lo normal es que de joven seas un auténtico cobarde, para qué nos vamos a engañar. A mí me pasaba. Mucho. Aún lo soy, solo que me refugio en las letras y según algunos me escondo detrás de un nombre falso. Ésa es una acusación de la que aún no me he repuesto, pero la culpa es mía por haber escogido un nombre tan impronunciable como Eowyn en vez de Rosa García, nadie habría pensado que este nombre es falso también... Como decía, cuando eres joven es mucho más difícil ser tú mismo, al fin y al cabo tienes toda la vida por delante y tienes que hacer carrera, y no puedes ir haciendo el loco continuamente. Tal vez por eso los viejos, como están más cerca de la eternidad y además ya han echado por la borda su carrera y saben que ya no tienen tiempo de reconducirla, pueden ser más como son realmente y mandar al infierno a todo aquel que deseen... siempre que por ese entonces aún les queden fuerzas y no hayan sucumbido a la autoridad de los hijos, nietos y bisnietos, que hoy por hoy siguen pensando que a partir de los 60 eres un carroza que ya no sirve para nada.

Posiblemente ser tú mismo implica un gran grado de rebeldía. No la rebeldía de los jovenzuelos como James Dean que creen que ser rebelde es llevar la contraria a tus viejos (dejo claro que jamás he visto una película de James Dean, por tanto que nadie se sienta ofendido si James Dean era otro tipo de rebelde). No, yo me refiero a la rebeldía de verdad que implica que un día te veas en el calabozo por haber impregnado toda tu piel con sangre falsa y haber pasado un par de horas junto a otros cuerpos desnudos en plena Puerta del Sol para protestar contra la crueldad humana contra los animales; o la rebeldía que llevó a algunos de nuestros mayores a correr frente a los grises por gritar en contra de un dictador; o la rebeldía que te lleva a arriesgar tu vida por algo en lo que crees. Yo me las doy de rebelde, pero en el fondo no lo soy... o mejor dicho, no lo he sido en los últimos cuarenta años...  Bueno, va, lo he sido pero solo un poco y no se me ha notado mucho. Aunque tiendo a ser confundida por una niña, en realidad me siento como Matusalén con una larga barba de tres kilómetros, sentada en la cima de una montaña, preguntándome “¿Acabará esto algún día?” Aunque en el fondo sé que no va a acabar... o al menos no tiene pinta.


Lo que quería decir es que a nadie le gusta poner su vida en peligro, aunque solo sea un poco. Y la razón fundamental es que tenemos mucho miedo. Pero mucho, mucho. Y una de las razones por las que lo tenemos, aunque no es de las más importantes (hoy no me apetece hablar de ésas, que en cuanto termine el párrafo me voy a volver al catre), es porque nos da miedo lo que piensen de nosotros, incluso cuando ese algo que no dejamos ver a los demás podría ser algo de lo que podríamos sentirnos orgullosos. En este sentido, siempre me acuerdo de la canción de Marillion “Beatiful”, que dice al final:

You strong enough to be
why don’t you stand up and say
give yourself a break
they’ll laugh at you anyway
so why don’t you stand up and be
beautiful
Black white red gold and brown
we’re stuck in this world
nowhere to go
turn it around
What are you so afraid of
show us what you’re made of
be yourself and be beautiful
Why don’t you stand up and say
“I’m beautiful!”

Para que nos entendamos, o tienes lo que hay que tener, o no te levantas ni de coña, aunque te guste ser distinto, aunque te reconozcas como un rebelde, o aunque sepas que llevas la razón, porque en el fondo... a día de hoy y a la hora en la que estamos, no merece la pena. Yo puedo ser todo lo beautiful que quiera pero los feos me comen como ose levantar la voz en público, te lo puedo asegurar. Así que lo práctico... o quizá sea la inercia, quién sabe, hace que todos nosotros, me atrevería a decir que sin excepción —incluido Mario Vaquerizo que por muy natural que parezca que es, nadie se creería que él es así de verdad, aunque me puedo equivocar— vayamos por la vida cambiando constantemente de cara, fingiendo ser lo que no somos, sonriendo cuando lo único que nos apetece es soltar unas cuantas barbaridades por la boca, siendo políticamente correctos para que no te tachen de antisemita en países como Estados Unidos, o poniendo cara de no haber roto un plato en casa de tus suegros cuando en tu grupo de amigas tienes fama de liarla parda si te pilla el día torcido.

Es muy complicado saber quién eres... como creo que he dicho antes. Pero dudo que haya mucha gente interesada en saberlo. En general vamos a lo fácil, aceptamos el nombre que nos pusieron al nacer y si dudas enseñas el carnet de identidad, como si el nombre que viene ahí significara algo. Siempre he deseado que me hubieran puesto un nombre indio, por supuesto nada de ponérmelo al nacer, cuando todos somos una masa más o menos informe de carne blandita y huesos frágiles sin cerrar que lo único que hace es berrear y tragar lo que le den, sino cuando ya empiezas a ser tú mismo —pero tú mismo de verdad... o sea, que tendría que ser antes de los cuatro años, que es cuando te mandan a la escuela— y tu brillante personalidad empieza a despuntar. A mí me habrían puesto “Silent Cat”. O quizá “Niña que siempre tiene la cabeza en las nubes y se pasa el día fantaseando” (que en indio sería mucho más corto). O también “Inquietantes ojos que todo lo observan y traspasan el alma”. Por desgracia me pusieron un nombre normal y corriente de niña occidental. Lo bueno es que me gusta bastante y no es muy frecuente, y además tuve la fortuna de que no iba acompañado de María ni nada parecido. Pero aún así, y a pesar de que según su etimología significa “solitaria”, que da bastante en el clavo... no tiene la profundidad que debería tener. Pero supongo que no podría ser de otra forma, porque como la mayoría de la gente nunca llega a saber quién es, tampoco se le podría encontrar un nombre apropiado de verdad, y algunos morirían y en su tumba pondría “Sin nombre pero con número 1.243.742”. Y eso es tal vez más triste... 

Yo seguiré levantándome por las mañanas y eligiendo la careta que me quiero poner ese día, según mi estado de ánimo y mis ganas de mandar a todos a freír espárragos. Tal vez vuelva a explicar por enésima vez que el atún es un bicho muerto y por eso no lo como o tal vez pasaré de todo y haré como que no he oído nada... También es probable que resista mis impulsos de tirar la televisión por la ventana, aunque si no lo hago es porque hay que llevarla a reciclar, no porque merezca la pena conservarla. Me resistiré a llamar a todos ciegos borregos porque no quiero volver a acabar en la horca, aunque esta vez sea una horca en sentido figurado. Y seguiré siendo lo que me convenga en cada momento aunque en el fondo me gustaría ser yo misma. Con el tiempo lo voy haciendo mejor y me da menos miedo, pero hay días que cuesta, cuesta mucho... después de todo si no te arriesgas, no ganas nada, pero tampoco te cortan la cabeza, que de momento la necesito para escribir.

O sea, que es algo inquietante cuando alguien te dice que te conoce muy bien y que se ha decepcionado, o algo así, porque la verdad es que ni siquiera tú te conoces a ti mismo, y lo más seguro es que la forma en que te ven tus amigos difiere mucho de la forma en que te ve tu pareja o la forma en que te ven tus padres... Y desde luego, la forma en que el lector se imaginará a la escritora desesperada que creó este blog, no tendrá nada en común con la realidad. Yo lo advierto...

Por cierto, en cuanto a la tercera pregunta, ni idea. Porque aún no sé cómo adivinar el futuro y porque aún no sé ni lo que voy a cenar esta noche, como para saber dónde estaré mañana o adónde iré cuando me haya muerto... ¿a quién le importa?
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...