martes, 30 de diciembre de 2014

Cómo hacer que una panda de gañanes se ponga a trabajar.

(Hacía mucho que no publicaba un relato. Pido disculpas con antelación, pero esto es lo mejor que he podido escribir en estas fiestas tan abur... señaladas).

El humo ascendía en volutas hacia el fluorescente ubicado en el centro geométrico del techo de la sala de reuniones. Las zapatillas Geox de última generación con suela de goma hacían un sonido chirriante si se frotaban contra la madera lacada de la larga mesa que ocupaba la mayor parte de la habitación. Por eso María posaba sus pies en ella con infinito cuidado, puesto que no quería que nada perturbara su pensamiento, ni siquiera la música que provenía del Windows Media. Hasta el ordenador de sobremesa estaba apagado. Había algo que preocupaba a María... y no era el menú de Nochevieja que iba a tener que preparar en menos de veinticuatro horas, puesto que iba a repetir exactamente los mismos platos que en Nochebuena, incluidos los langostinos con salsa holandesa que tanto éxito habían tenido (a pesar de ser langostinos congelados y haber sido la primera vez que hacía salsa holandesa... de todas formas, ¿alguien sabía cuál era la diferencia entre salsa holandesa y mayonesa?). No, lo que más le preocupaba era la escasa actividad que había en la oficina y el alto nivel de escaqueo de sus compañeros. Carlos se iba a hacer dominadas al parque de dos manzanas más allá en cuanto llegaba la pausa del café que teóricamente era de quince minutos pero que parecía cundirle bastante a juzgar por el grado en que se le marcaban los músculos dorsales en su camiseta. Alfonso se movía con sigilo y ni siquiera te enterabas cuándo iba al baño, pero curiosamente nadie parecía estar seguro de qué aportaba al grupo, si es que alguien se acordaba de él. A Soraya le sonaba el wassap cada dos segundos y medio, y cuando no le sonaba era porque estaba twitteando algo... Y Martín siempre decía que andaba ocupado, cuando en realidad lo que miraba con cara de interesante en la pantalla de su portátil eran las noticias de El Mundo.
Las gráficas no dejaban lugar a la duda: el rendimiento del grupo estaba bajo mínimos. Si hubieran tenido un Psyleron en la oficina la línea no se habría desviado hacia abajo indicando que el mal rollito se extendía entre los trabajadores, sino que directamente el pico negativo habría bloqueado el programa y tal vez alguien habría acabado matando a alguien. ¿Quizá Martín a Soraya? Se comentaba en los desayunos que aún estaba dolido por haberle dejado, pero no... aquello no tenía nada que ver con amor o sexo, sino con pura dejadez, frustración y el elevado grado de sociopatía que presentaban los que ejercían la profesión de escritor, según el último estudio del Instituto para la Salud Laboral en Ambientes Virtuales. Además había quedado demostrado que ni la medicación ni el rellenar varios folios con la palabra REDRUM separada por un espacio tenía efectos positivos en la conducta de estos profesionales.
Unos pasos silenciosos se acercaron atravesando la moqueta grisácea de la sala de reuniones y María protestó al sentir que alguien le daba una colleja.


—Coño, María, ¿no te dije que está prohibido fumar en el despacho?
—Pues no sé, me estarías hablando mientras intentaba formatear mi última novela, porque no me acuerdo... Ya sabes que las tareas que exigen una inteligencia sobrehumana no me dejan neuronas suficientes para recordarlo todo. Además estoy pensando.
—¡Oh! ¿De veras? ¿Y en qué piensas?
—¿Aparte de cómo deshacerme de mi jefe sin dejar huellas?
—Claro. Ya sé que eso es lo que ronda tu cabeza desde que nos conocimos, pero la última vez no tuviste suerte con lo de los frenos...
—Fue culpa del mozo del taller. Tal vez sea mejor trabajar sola.
—Bueno, todo depende de cuáles sean tus intereses, ¿no?
—Tal vez.
­—Bueno, ¿y qué pensabas? Porque sé que nunca jamás has fumado, ¿qué te pensabas? Conozco a mis empleados, ¿sabes?
­—Ok. Te lo voy a decir ­—María bajó los pies de la mesa y se incorporó en su silla, enseñando un esquema garabateado en una libreta que había pedido prestado a la secretaria—. ¿Ves esto?
—Sí.
­—He estado dándole vueltas a por qué cada vez que vengo a la oficina no tengo ningún correo en la bandeja de entrada, ni hay ningún comentario nuevo en ninguno de mis blogs, ni tampoco nadie me ha pedido una solicitud de amistad en el Facebook, ni por qué nadie escucha a nadie en las reuniones de vecinos de mi comunidad. Pero enseguida noté cierto dolor en mi sien izquierda que me hizo recordar que la caldera sigue parándose después de hacer un ruido como de succión, sabes, como si fuera a explotar... No tengo dinero para pagar al técnico así que pregunté a un vecino, me cogí un destornillador y me propuse arreglarla yo misma, más que nada porque cuando salgo de la ducha tengo las pestañas escarchadas... pero no como las frutas, sino con hielo de verdad, el congelado. Así que corté el agua y empecé a destornillar todo aquello que podía acoplar con el destornillador, y fui poniendo las piezas una a una cuidadosamente ordenadas en el suelo. Saqué una rata muerta de una de las tuberías y pensé que ya lo había solucionado, pero al ir montar otra vez la caldera, me di cuenta de que me sobraban piezas... y eso que había hecho un esquema para no despistarme. Eso que puedes ver son las tripas de mi caldera. Me preguntaba si alguna vez viste la tuya, así quizá me podrías echar una mano...
El jefe echó un rápido vistazo al esquema y no, no la reconoció. Bueno, por un segundo pareció que sí porque se rascó el mentón y adelantó un dedo como si fuera a decir algo, pero después frunció el entrecejo y no dijo nada.
Aún absorto, se levantó y caminó lentamente hasta la máquina de café, se sirvió una taza con dos terroncitos de azúcar, continuó hasta su despacho, se sentó en su sillón de jefe, abrió un documento de Word y tecleó, entre sorbo y sorbo al café:

“TAREA URGENTE: Mis empleados se dispersan. Nadie está en lo que tiene que estar. Todos se quejan, pero aquí nadie hace nada. Hay que parar esto... al menos antes de que llegue el fin de Enero, porque entonces el presidente de la corporación me pedirá las cuentas y entonces se nos va a caer el pelo y no se va a salvar ni el Tato del E.R.E.”.

Mientras pensaba qué hacer para poner a trabajar a su panda de gañanes, su mano derecha se movió inconscientemente al ratón y de pronto se maximizó la pantalla de los Lemmings, nivel 42, ese en el que solo tienes un escalador, un cavador y un paracaidista para salvar a treinta de los tuyos. Era el decimotercer intento y todavía no había conseguido meterlos a todos en la madriguera. Se iban a enterar esos muñequitos.

viernes, 5 de diciembre de 2014

El Ángel de la Muerte (19).

[En capítulos anteriores... El Ángel de la Muerte (18).]

―¿Es este el número? ―preguntó Tot.
Skel lo volvió a comprobar.
­―El 245 de Willow Lane, sí, es este.
―¿Estás seguro? A ver si le vamos a dar el susto al vecino y no a tu antiguo novio...
―Que no, Tot, viví aquí durante catorce años, ¿sabes? Puede que sea algo simplón pero no soy tonto.
―Yo no dije eso, Skel, no te enfades conmigo...
―Perdón, es que estoy nervioso, digo nerviosa... o nervioso, no sé, hace tanto que no le veo...
―Por cierto, ¿por qué te has puesto así de mamarracho?
―¡Es el vestido que me puse en la boda de mi hermana! Mira qué color púrpura tiene... y las lentejuelas, cómo brillan a la luz de la luna. Mira, mira qué vuelo más delicado ―y Skel giró sobre sí mismo para demostrárselo―. El escote enseña solo lo justo y los finos tirantes resaltan el atractivo de mis hombros. A Rudy le encantó tanto que no pudo esperar a la noche para...
―¡No hace falta que nos cuentes los detalles! ―intervino Leuche al ver lo pálido que se estaba poniendo Tot.
Los tres estaban de pie de espaldas a la carretera, un camino con curvas que iba bordeando unas bonitas zonas ajardinadas con las típicas casas americanas de dos pisos y garaje, con un buzón en la puerta y un vecino que te daba la bienvenida con una cesta de flores y dulces. Así, a lo Poltergeist. En la parte de atrás había sitio para construir una piscina en la que acabarían saliendo esqueletos por haber sido construida la urbanización sobre un cementerio.


―Por cierto, bonita casa ―añadió Leuche―. Aunque coincido en lo del vestido. ¿No tenías uno con menos floripondios?
―Que os zurzan a los dos ―replicó Skel―. No me vais a amargar mi momento... Bueno, ¿entramos o no?
Tot consultó su reloj. Si habían hecho bien los cálculos y los vórtices temporales no les habían desviado mucho de su trayecto, el marido de Skel estaba a punto de aparecer en su Pontiac rojo de cambio automático. Sonrió. Le encantaba la puntualidad.
―Entremos... no sin antes repasar el plan. Recordad: ante todo, mucha lógica y precisión. Tú al dormitorio sin vacilar. Yo al salón a...
―¡Ejem! ¿Pero no ibas tú a la cocina? ―preguntó Leuche.
―¿Yo? ¿A la cocina yo? No... esto... bueno, vale, al final he encontrado algo que podrías hacer tú: un bizcocho de chocolate, o sea, imitar el olor que tiene justo cuando lo sacas del horno...
Leuche frunció el ceño. Si eso era todo, menudo aburrimiento.
―Ya. Y tú... ¿de qué te ibas a encargar exactamente?
―Todo lo demás. ¿Te parece poco? La música, los efectos electromagnéticos... los juegos de luces... No quiero recordarte que si no fuera por ti aún conservaríamos un puesto en el Departamento de Ángeles de la Muerte y no necesitaríamos estar aquí arriesgando nuestros pellejos para que Skel pueda visitar a su querido marido.
―¿Ah, sí? ¿Y he de recordarte yo que gracias a mí no serviste de aperitivo a una jauría de perros mutantes?
―Seguro que me habría desecho igual de ellos sin ti...
―Pues no era eso lo que parecías pensar cuando el tierno animalito se estaba relamiendo su hocico.
Skel les hizo callar a los dos clavándoles los tacones de sus zapatos en cada uno de sus ojos. A Tot en el derecho, y a Leuche en el izquierdo, siguiendo la ley del mínimo esfuerzo, ya que él estaba en medio de los dos, echándose el perfume Coco Chanel número 5 en los lóbulos de las orejas y perfilándose los labios. Luego tiró de ellos para sacarlos, hicieron un sonido parecido a “blop” y se los puso de nuevo en los pies, apoyándose levemente en Tot.
―Desde luego, no contéis conmigo para volver a bajar al astral de manera subrepticia, para esto mejor contrataré a los de la mafia fronteriza la próxima vez ―dijo Skel con aire desdeñoso mientras se acababa de retocar mirándose en un espejo de mano. Después lo cerró con un clic y atravesó la puerta de entrada sin más. 
Tot y Leuche se miraron. Leuche sacudió la cabeza. No sabía por qué pero por alguna razón disfrutaba haciendo de rabiar a Tot... y sospechaba que Tot también disfrutaba haciendo lo mismo con él. No tenían arreglo.
―Anda, tira ―dijo Leuche.
―No, tú primero.
Leuche vaciló un instante, temiendo alguna otra jugarreta de Tot.
―Vale, pero porque soy un caballero...
―Como tú digas.
El ruido de un motor en la lejanía y las luces reflejándose en las ventanas de la casa de al lado les obligó a apresurar el paso... o el deslizamiento mejor dicho. Se situaron en los puntos estratégicos de la casa y esperaron a escuchar el ruido de la llave en la cerradura. Rudy era un hombre en la cincuentena con aspecto algo cansado que solo parecía desear una cena recalentada en el microondas y un último vistazo a las noticias de la CNN antes de irse a la cama. Skel les había contado que Rudy era muy, muy escéptico. Tenían que asegurarse de actuar antes de que se bebiera su copita de coñac o se tomara su pastilla para dormir, porque si ese era el caso, ya tenía una buena excusa para hacerse a creer a sí mismo que todo habían sido alucinaciones... y no, eso no se lo podían permitir, después de todo lo que les había costado atravesar los numerosos planos del astral sin el Volkswagen. También era esa la razón por la que se habían decidido por una aparición en toda regla en lugar de un sueño. El sueño era diez veces más fácil y requería menos energía. El problema era que Rudy casi nunca recordaba sus sueños, y para él los sueños solo eran sueños... “Además, ¿cuántas veces habrá soñado que te ve pasear por la casa en camisón?”, había señalado Leuche, con toda la razón. No, necesitaban algo más contundente.

―¡¡¡Mmrrrraaamiaaauuuu!!!
Un gato blanco y gris con el lomo erizado descendió las escaleras como alma que lleva el diablo y desapareció por la gatera de la puerta de entrada, dejando a Rudy anonadado.
―¡Tot, joder, luego me dices que no juegue con los gatos cuando hacemos una salida! ―exclamó Leuche desde la cocina. Mentalmente se trasladó al salón y, en efecto, pudo ver a Tot aún agachado cerca del borde del sofá de tres plazas con cheslong, mirando fijamente a los ojos de algo que ya se había esfumado dejando una silueta felina en el éter. Tot dejó escapar una risita.
―Que yo lo haga no significa que tú debas hacerlo.
―¡Silencio, cáspita! Que nos va a oír... ―susurró Skel.
―Bueh, permíteme que lo dude, a no ser que tu novio/marido fuera clarividente no se va a enterar de ná ―dijo Tot.
―¿Cuándo comienza la función? ―preguntó Leuche.
―Quedamos en que Skel daría la señal, ¿o es que ya se te ha olvidado, cenut...?
―Sshhh...
Rudy ya había entrado, había visto a un ser extraño corriendo por todo el pasillo y desaparecer por la gatera, había dejado las llaves y el periódico doblado en la mesita del recibidor y estaba atravesando el salón. Cuando comenzó a subir las escaleras hacia la segunda planta la vieja cadena musical se encendió sola y una melodía comenzó a sonar.

Oh, oh, my love
Oh my darling
I’ve hungered for your touch
A long and lonely time

Rudy se detuvo a la mitad de las escaleras, descendió y apagó la cadena extrañado. Después, comenzó a subir de nuevo. Y se volvió a detener. Bajó hasta el salón y se acercó al termostato de la calefacción. Se había dado cuenta de que hacía un frío gélido. En efecto, marcaba 56º F (unos 13º C). Encogiéndose de hombros, giró un poco la ruedecilla hacia la derecha y volvió a subir las escaleras.
Mientras, Tot y Skel trataban de poner la cadena en marcha de nuevo, pero no lo conseguían.
―Skel, ya lo hago yo, quita.
―Ya te he dejado y no has podido.
―Porque me he quedado sin energía... pero enseguida me recargo, ¿ves? ―le enseñó el dedo corazón y era verdad, había un halo de luz azulada en la punta.
­―A ver, prueba.
Tot acercó el dedo al botón de play pero aquello no funcionaba.
―¿Cómo lo hiciste antes?
―¡Sin nadie que me distrajera! Oye, ¿no deberías estar en el baño haciendo lo del espejo?
―¡¡Pero es que tiene que sonar la música!!

My friends are gonna be there too, yeah
I’m on the highway to Hell
Highway to Hell...

Un estruendo comenzó a sonar en toda la habitación, los bafles que había colgados en la pared vibrando a cada nota como si fueran a reventar. Tot juró y perjuró que no había sido él... De pronto, silencio.
Leuche se materializó junto a la cadena musical, justo delante de Tot y Skel.
­―Sois unos aficionados en esto de los poltergeists, perdonad que os lo diga. Skel, tranquilízate y sube a hacer lo tuyo ―al ver que abría la boca para protestar, se apresuró a añadir―: ¡Obedece! Y no te tropieces con el vestido al pisar en los escalones. Y tú, Tot, ¿qué haces con el dedito? ¡Es todo mental! ¡¡MENTAL!!
Cerró los ojos para darle un poco de efecto, pero en realidad era suficiente con pensar en la dichosa canción y proyectar sus deseos a través de ondas electromagnéticas a los circuitos electrónicos de la cadena. Si hubiera estado enchufada a la corriente habría sido más fácil, pero no iba a ser todo un camino de rosas.

Oh, oh, my love
Oh my Darling
I’ve hungered for your touch
A long and lonely time

And time goes by
so slowy
and time can do so much
Are you still mine?
Oh, ho

Después corrió a la cocina y se imaginó un delicioso bizcocho de chocolate en el horno, subiendo, subiendo... impregnando toda la casa con ese aroma que tanto añoraba de sus vidas en el mundo físico. Tot reaccionó y decidió ir a ayudar a Skel, y cuando iba flotando a media altura por el tramo de escaleras, Rudy apareció y se lo tragó entero... es decir, lo atravesó de parte a parte. ¡Buajjj! Se sacudió las impurezas físicas y la desagradable sensación que siempre le producía atravesar material biológico que no fuera el suyo propio y siguió su camino sin preocuparse en demasía. Rudy también había notado algo extraño, una especie de escalofrío... pero no le dio importancia. Ya se había dado cuenta de que algo extraño pasaba, solo que no sabía aún si llamar a la policía o buscar una cámara oculta. ¿Quién se había colado en su cocina?
―¡Ahora, Skel, aprovecha, haz lo del espejo!
­―Pero si todavía no se ha duchado...
―No importa. Leuche dice que es suficiente con imaginártelo.
―Eso ya lo sabía...
―¿De veras?
―Vale, no funciona ―admitió después de mirar fijamente el espejo durante unos cuarenta segundos.
―¿Me necesitabais, chicos? ―se materializó Leuche una vez más. La sonrisa de satisfacción que había en su rostro comenzaba a irritar a Tot.
―No, no te necesitábamos.
Tot se puso a mirar el espejo fijamente y allí nada sucedió.
―Con convicción, Tot.
―¡Con convicción, Tot...! ―repitió Tot con voz de burla. Pero aún así le hizo caso y lo volvió a intentar. Skel también parecía concentrado y finalmente vieron aparecer una neblina en la superficie del espejo. Dejaron a Skel el honor de dibujar un corazón enorme.
―Corre, nosotros nos encargamos de que no se borre.
De un salto Skel se tiró en la cama de matrimonio, adoptó una postura lo más sexy que pudo (le costó bastante porque hacía tiempo que no tenía cuerpo material) y reservó la energía para cuando su marido apareciera por la puerta. Lo primero que hizo Rudy fue quitarse la chaqueta y descalzarse. Después se acercó el baño y cuando vio el corazón dibujado en el espejo del lavabo se le paró la respiración. Tuvo que sentarse en la tapa del váter con una mano en el pecho, temeroso de que fuera a sufrir un infarto. No sabía qué pensar... pero ahora ya había recordado que en dos días cumpliría cincuenta y cuatro años. Sabía cuál era su canción favorita, la que Margaret siempre se empeñaba en poner mientras hacían el amor. Sabía cómo le gustaba preparar ricas tartas caseras para las celebraciones familiares... y siempre había sonreído cuando al salir de la ducha aún podía distinguir la huella de un corazón dibujado en el cristal con un dedo, a veces atravesado por una flecha. Pero Margaret había fallecido doce años atrás en un accidente de tráfico. Sus ojos se llenaron de lágrimas. ¿Era posible que...?

Se puso en pie con las piernas temblando y pasó al dormitorio. ¿Era su imaginación o parecía que en el edredón se podía distinguir la silueta de una persona? Unos zapatos de tacón... unas piernas esbeltas de mujer... No, allí no había nada. Entonces vio los pechos. Se frotó los ojos, pero ahí seguían. Eran inconfundibles... y ahora veía el vestido morado de lentejuelas que aún guardaba en una funda en el desván. No podía ser... Pero finalmente apareció su rostro, su cabello rizado de color miel, sus ojos con aquella mirada tan dulce.
―Margaret...
―Solo quería decirte que tengas un cumpleaños muy feliz, cariño. No te preocupes por mí. Échame de menos, pero no dejes de vivir. Estoy muy bien aquí. Nos volveremos a ver.
Tot y Leuche observaban preocupados a Skel. Había parte de su ser que se había hecho algo borrosa y difuminada... Primero habían sido las piernas. Luego de la cintura para arriba.
―¿Crees que lo está consiguiendo? ―preguntó Tot.
―Sin duda. No tienes más que ver la cara que tiene este hombre. Creo que no lo ha flipado más en su vida.
Tot hizo un movimiento como si se sintiera inquieto.
―No me siento cómodo sin el uniforme ―comentó Tot―. Es como si no debiéramos estar haciendo esto...
―Es que no debemos.
―Pero ¿por qué? Les estamos haciendo un bien a los dos.
―Pues no sé... imagina que le da un pasmo y nos lo tenemos que llevar de vuelta con nosotros... antes de tiempo. ¿Crees que nos lo perdonarían?
Tot tragó saliva y pensó unos instantes.
―Perdonarnos sí. Ahora, tal vez nos obligarían a reencarnar en cucarachas.
―¿Tú crees? Si eso es un mito, ¿no?
Tot sonrió, pero no dijo nada.
―¿No?

(continuará...)

jueves, 27 de noviembre de 2014

El Ángel de la Muerte (18).

[En capítulos anteriores... El Ángel de la Muerte (17).]

―¿Tú estás seguro que vamos a llegar a tiempo para la sesión introductoria en el Departamento de Avatares y Apariciones Virginales?
Leuche estaba sentado junto a sus compañeros en el borde de una carretera, justo en el centro de los dos. A su izquierda estaba Tot, con un aspecto bastante desmejorado y cara de mal humor. A su derecha, Skel permanecía inmóvil con su brazo levantado y su pulgar levantado. Le habían obligado a adoptar esa posición, no les quedaba otra que hacer autostop si querían llegar a su destino. Después de atravesar más de quinientos túneles interdimensionales (no en vano decían que las dimensiones eran infinitas) y perderse al menos cinco veces, se hallaban terriblemente cansados y el ánimo no era el mismo que el que tenían cuando habían partido del mundo espiritual.
Tot no parecía tener muchas ganas de hablar. Se encogió de hombros sin apartar la mirada del asfalto. No parecía importarle mucho ahora la aventura.
―Mmm... Deberíamos haber robado el Volkswagen del garaje ―dijo Leuche, con las manos apoyadas en su barbilla y el sombrero de copa calado sobre los ojos―. En mi vida hice un viaje tan emocionante como el del otro día... en ninguna de mis vidas, quise decir.
Una pequeña lucecita brilló en los ojos de Tot.
―Es que es un coche alemán. Esos son los mejores. Lástima que solo podamos utilizarlo en los viajes oficiales.
La lucecita se volvió a apagar.
―¿Tienen coches alemanes en el Departamento de Avatares y Apariciones Virginales, Tot?
―No ―respondió Tot con un profundo suspiro que casi pareció un sollozo.
―¿Qué tienen entonces?
―De todo. Por algo su presupuesto es cuatro veces mayor que el nuestro.
―¿Podrías especificar?
―Bolas de fuego, ruedas de fuego, cruces de fuego, estrellas móviles, todo tipo de vehículos voladores de varios colores, xendras, huevos materializadores, intercomunicadores celestiales...
―¿Xendras?
―Esferas de luz.
―Parece divertido, ¿no? ―dijo Leuche con cierto matiz de ilusión en su voz.
―Lo parece. Pero no lo es.
La ilusión desapareció. Leuche tuvo miedo de seguir preguntando. Intuía que a Tot estaba a punto de acabársele la paciencia. El cambio de actividad que les había asignado Gehirn había afectado enormemente a Tot, y no sabía por qué. De acuerdo en que a él tampoco le gustaba demasiado todo lo que tuviera que ver con la religión, pero aún así sentía curiosidad por ver cómo se lo montaban en el Departamento de Avatares y Apariciones Virginales.
―Tot. ¿Por qué te gusta ser tanto un Ángel de la Muerte?
Los tres alzaron sus cabezas al oír que un vehículo se aproximaba, pero las volvieron a bajar cuando vieron que pasaba de largo. Además el conductor se había abierto el cráneo contra el parabrisas y ni siquiera se había dado cuenta todavía, a pesar de que había masa encefálica pegada en el cristal. Era raro que un Ángel de la Muerte no se hubiera personado ya en el lugar. Debían estar muy cerca de los planos terrenales.
―Tot...
―Ya te oí... Estaba pensando. No es fácil de explicar a un... a un... ―iba a decir principiante, pero el achicharrado llevaba 1674 muertes violentas, 1432 asesinatos, 546 muertes por enfermedad y 230 suicidios. De esas 1674 muertes violentas, 346 habían sido por reyertas, 452 en el campo de batalla, 156 ahorcamientos, 302 víctima indefensa, 138 en accidentes, y alguna que otra en la hoguera... Y además en las escasas salidas que habían hecho había demostrado tener madera de Ángel de la Muerte. Llamarle principiante no le parecía justo.
―¿Principiante? ―acabó la frase Leuche.
―Dejémoslo en inexperto. La muerte es la única verdad de la vida. Los seres humanos la temen. La temen tanto que son capaces de inventarse miles de historias para hacerse creer a sí mismos que no existe. No se atreven a mirarla a la cara, huyen de ella porque creen que la muerte es sinónimo de destrucción, de final, de separación. Viven toda la vida con esa ilusión, pensando que un esqueleto con una capucha y una guadaña les espera en esa encrucijada, para acabar con todo lo que han sido, lo que han hecho, para llevarse a las almas que tanto han amado en esa vida. ¿Crees que nuestro emblema nació por casualidad? En la Tierra todo gira alrededor de la muerte. Se piensa que la vida es una lucha constante contra la muerte, cuando la muerte no es más que una compañera, una aliada, es la que acaba con el sufrimiento por un breve instante, la que te permite respirar para poder volver a vivir. La muerte existe, pero solo es cambio. La gente tiene miedo del cambio, porque como ignoran  la muerte, piensan que la vida es lo único que tienen.
Solo el sonido de los grillos astrales rompió el instante trascendental al que las palabras de Tot les habían transportado. Cuando se ponía en plan filosófico no había quien le ganara...


―Vale. Pero creo que no has respondido a mi pregunta ―dijo Leuche.
―Ser Ángel de la Muerte significa que has trabajado tanto con la muerte que incluso cuando estás vivo eres consciente de que la transición entre un mundo y otro es un momento casi sagrado.
―Pero todos los seres humanos mueren, Tot. ¿Qué habría de especial en eso? ­―preguntó Skel, que seguía la conversación con su brazo en alto y su pulgar levantado.
―Que todos lo hagan no significa que todos lo hagan bien, ni que lo hagan sabiendo lo que están haciendo, ni que lo hagan sin miedo. Morir es como respirar. Lo vas a hacer porque es natural. Pero si respiras de manera controlada y consciente, llega más oxígeno a tus células, y por tanto más energía. Cuando mueres de forma consciente ya no necesitas a ningún Ángel de la Muerte que venga a enseñarte el camino. Porque has aprendido que la muerte solo es cambio y no tienes miedo. Ya no esperas a ver qué pasa. Utilizas tu mente para hacerlo. 
Las palabras de Tot les hicieron pensar. Vaya si les hicieron pensar.
―¿Tú has conseguido eso... estando vivo? ―preguntó Leuche.
―No ­―reconoció Tot, algo incómodo―. Yo también soy... inexperto. No tanto como tú, pero lo soy, quiero decir que no soy un Ángel de la Muerte Emérito, o no sería un currito del montón en el Departamento... bueno, en nuestro antiguo Departamento. Pero no soy solo yo: casi nadie llega a ese momento. La ayuda que prestamos a los muertos en la transición es mucho más valiosa que cualquier ayuda que les podamos prestar en vida, y para poder hacerlo tenemos que comprender la muerte como nadie más, tenemos que experimentarla de todas las formas posibles, estudiarla desde todos los ángulos. Pero eso nadie nos lo reconoce. Ni siquiera en nuestro hogar. Porque ahí ya sabemos que la muerte no existe, así que se piensan que nuestro trabajo es fácil. Solo nosotros sabemos que no lo es. Este trabajo es duro, por eso somos pocos, porque por lo general nadie quiere saber nada de la muerte y todos acaban siendo Sanadores de Almas, o aburridos guías espirituales, o Ángeles Anunciadores, o cualquier estupidez que no te lleve trescientas mil vidas con muertes horribles y otras tantas de asesino, médico o embalsamador. Pero eso nos hace ser únicos, e imprescindibles. ¡No quiero dejar de ser Ángel de la Muerte!
―Si estás tan seguro, ¿no crees que deberíamos decírselo a Gehirn? Quizá podamos convencerla para...
―A Gehirn no hay nadie que pueda convencerla. Más vale que nuestros próximos informes lleven la aprobación de nuestros supervisores mientras estemos en el Departamento de Manipuladores Engañamasas y Abductores de Inocentes.
Los ojos de Leuche se habían abierto como platos.
―¿Tú estás seguro de que nunca has trabajado ahí?
―Sí. Hablo solo por lo que me han contado...
―¡Hey, tíos! ¡Por fin!
Un camión de basura astral paró justo delante de ellos dejando huellas de frenada en la calzada.
―Voy en busca de elementales negativos, sombras varias, carcasas astrales y monstruos del pensamiento. Si queréis os dejo a las puertas del plano terrenal ―les dijo el señor que iba sentado en el asiento del conductor.
Los tres se levantaron encantados del bordillo y se sacudieron el polvo del trasero. Por fin... ya solo les quedaba llegar y montar el espectáculo fantasmagórico. Bueno, y luego volver.

(continuará...)

domingo, 23 de noviembre de 2014

El Ángel de la Muerte (17).

[En capítulos anteriores... El Ángel de la Muerte (16).]

Una sombra extraña apareció por detrás del lindo perrito con colmillos blancos como la nieve y ojillos que le miraban como queriéndoselo comer... no solo a él, sino también a Skel, que debía estar encogido en alguna parte a su espalda, castañeteando los dientes. La sombra creció y creció amenazadora, unas cadenas con eslabones gigantescos partían de lo que debían de ser sus manos hasta el collar con diamantes intercalados con pinchos que adornaba el cuello del animal. Decían que el Cancerbero no tenía muy buen humor. Su trabajo no era nada agradecido, se pasaba el día abriendo los portones a los que querían subir, tratando de convencerles que aquello no era el Infierno, que eso era solo una leyenda urbana y él era el tipo más majo del Departamento de Fronteras Interdimensionales... y por las noches levantaba actas contra todos los que habían intentado bajar sin permiso, que por alguna razón eran cientos. Los centros de detención de ilegales ya apenas daban abasto y las vallas electrificadas habían demostrado ser ineficientes, los espíritus siempre encontraban la forma de adaptar su estructura energética para atravesarlas... pero gracias a sus tres cabezas y seis ojos no se le pasaba ni uno, siempre que no le pillaran durmiendo, le engañaran dándole una salchicha con somnífero o le cegaran momentáneamente rociándole con spray de pimienta... A veces también adoptaba la forma de un perro, porque así ganaba mucho en olfato y oído, pero cuando le trajeron los mutantes ya le daba un poco de pereza eso de andar a cuatro patas y no quería que le confundieran con ellos, además enseguida se llenaba de garrapatas. Cada dos por tres estaba de baja por lesiones o por depresión debido a la presión psicológica de su puesto, por eso en el Departamento de Fronteras Interdimensionales siempre andaban buscando Cancerberos. Sí, era un trabajo duro... mucho menos digno que el de Ángel de la Muerte, aunque más o menos trabajaran en la misma línea.
Así que Tot se temió lo peor. No había nada que más de mala leche te pusiera que trabajar en algo que no te gustara. Además la saliva del mutante seguía goteando de sus fauces y juraría que se había relamido. Cuando vio que en lo alto de la sombra se dibujaba lo que parecía un sombrero de copa se preguntó cómo alguien con tanto gusto para vestir se podía haber presentado voluntario para ser el nuevo Cancerbero...


―Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? ­―la voz le resultó familiar―. Esta representación teatral es de lo más divertida, ¿puedo sentarme a presenciarla?
La figura negra hizo aparecer una silla de la nada y se sentó en ella, poniendo su pie derecho sobre la rodilla izquierda y apoyando su bastón en el respaldo.
―Grrrrr ―dijo con tono amenazante el perro mutante cruce de American Stafforshire, Dobermann, Rottweiler y algo más.
Tot seguía paralizado y su tez estaba adquiriendo un tono cada vez más pálido, a pesar de su pintura de guerra. Y además tenía una hernia abdominal. Mientras, Skel había empequeñecido... eso, o es que se había vuelto a hundir.
―Señor Cancerbero, ―lo último era perder la educación, por supuesto― sé que solo está cumpliendo (de una manera exquisita, por cierto) con la labor que le han encomendado, pero me gustaría pedirle con el mayor de mis respetos que llame a su tierna mascota para evitar que este pequeño encontronazo que hemos tenido en esta magnífica velada acabe en horrorosa tragedia. Y... no es por parecer impertinente, pero tal vez debería hacer una visita al oftalmólogo canino porque creo detectar que ambas escleróticas están inyectadas en sangre, lo que podría indicar, entre otras cosas, que su tan bien conformado perro mutante padece de alguna enfermedad alérgica o infecciosa.
―O tal vez sufre de un irresistible deseo de tirársele al cuello y destrozar su yugular, señor Tot ―respondió con voz grave y extraordinariamente calmada.
Un profundo silencio llenó el espacio etéreo en ese instante... si no hubiera sido por el castañeteo de los dientes de Skel. Sonaba algo así como huesos de muerto en Halloween.
Tot quiso reír para mostrar que no tenía ningún miedo a lo que acababa de decir el Cancerbero, pero solo lo consiguió a medias. La otra mitad fue más bien un sollozo desesperado.
­―Yo... ¡él me convenció! ―Tot se dio la vuelta para atrapar a Skel y obligarle a que diera la cara, pero había desaparecido y allí no había nadie. Desconcertado, miró a uno y a otro lado, arriba y abajo, de nuevo a su espalda, al sombrero de copa... ¡un momento! ¿Dónde estaban las tres cabezas?
―¡Hey, Sultán! Toma tu Greenie, te lo has ganado... No, dame primero tu patita. ¡Bien! Ahora la otra. ¡Bien! ¡Ahí va!
El Cancerbero lo tiró hacia arriba justo por encima de su hocico y el Sultán mutante cogió la golosina al vuelo. Después se desmayó y comenzó a roncar. Tot ya había dejado de sospechar que algo no era lo que parecía... ahora lo sabía.
―¡Jajajaja! Vaya cara que se te ha quedado, Tot. ¿Aún no sabes quién soy?
Tot se fijó un poco mejor en los ojos detrás de las gafitas redondas y en la melena rizada bajo el sombrero, frunció el ceño, se puso lo más serio que pudo y comenzó a caminar lentamente con los hombros agachados, pasando por encima del cuerpo inmóvil del perro. Una nube gris flotaba dos palmos por encima de su cabeza. Alargó la mano y sacó a Skel de una oreja de dondequiera que se había metido.
―¿No queréis que os acompañe, chicos? ―preguntó Leuche, con un ligero tono irónico―. Tal vez os vendría bien saber que si vais por esa dirección os vais a encontrar al verdadero Cancerbero, bastante cabreado, por cierto, es que tuve que usar sus propias cadenas para...
Tot y Skel siguieron caminando. Leuche suspiró y sacó una pipa de un bolsillo de su levita. Sacudió su cabeza: nunca apreciaban lo que hacía... Miró su reloj y contó con sus dedos.
―Chicos, para rescataros tuve que dormir también a los demás perros de la jauría... ¿sabéis cuánto dura el efecto de un anestésico en un Greenie? ¡¡Chicos...!!
Su pie se movió nerviosamente sobre la rodilla. ¿Era Tot tan tozudo que no le iba a escuchar?
Entonces fue cuando los ladridos, los gruñidos y algún que otro aullido (este parecía más bien un alarido de fantasma) le llegaron a sus oídos, y la silla se esfumó y se puso en pie, y en la oscuridad entre negra y verdosa del astral creyó divisar dos figuras que corrían espantadas hacia él.
―¡¡Dura menos de lo que voy a tardar yo en volarte la tapa de los seeeesoooosss!!
Las dos figuras se convirtieron en tres, y la masa informe de la jauría se iba haciendo cada vez más grande... menos mal que allá al fondo ya se divisaban los portones negros. Después venía el túnel número 1/578.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

El Ángel de la Muerte (16).

[En capítulos anteriores... El Ángel de la Muerte (15). El Ángel de la Muerte (10)].

―¡Ssshhhiii... sh-chist... tsé-tsé!
Hacer el sonido del chasquido sin dientes físicos era condenadamente difícil. Antes de conseguirlo, alguien le dio un empujón por detrás.
―¿Qué te pasa, Skel, vas a estornudar?
Skel miró con sorpresa a Tot.
―Pero, ¿no estabas a punto de...?
―Sí, a punto de que me descubrieran esos malditos sabuesos... tengo que pasarme por el Departamento de Alteración Genética a ver cómo diablos se puede crear un monstruo así, me vendría bien en mi próxima vida para veng... ­―Tot comenzó a toser como si tuviera faringitis crónica y dio las gracias al Infierno por tener un compañero que no era ni la mitad de listo que él. Seguro que aún se estaba preguntando qué era “Genética”―.  ¿Dónde estábamos? Ah, sí, los perros...
―Te iba a avisar, pero parece que ya te diste cuenta de que habían olfateado tu presencia y fuiste muy rápido teletransportándote...
­―¿Que fui rápido...? ¿Rápido te-teletranspor...? Sí, mira lo rápido que fui...
Skel se fijó entonces en el mal aspecto que traía Tot: el casco partido por la mitad, un ojo colgando de la órbita, un hombro dislocado, la pintura de guerra llena de chorretones como si hubiera llorado y... le faltaba una bota. Y tenía un agujero en el calcetín. ¿Y eso que le salía por la zona del ombligo eran las tripas?
­―Y antes de que lo preguntes, ¡¡NO FUERON LOS PERROS!!
Skel abrió unos ojos como platos y agachó levemente la cabeza. Pareció hundirse un par de metros en la tierra que pisaban, casi como si estuvieran caminando sobre arenas movedizas... Tot vaciló un instante, tal vez no era mala idea dejarle que se hundiera, pero finalmente recapituló y decidió ayudarlo, después de todo era un amigo suyo... y además un Ángel de la Muerte.
―¡¡ARENAS MOVEDIZAS!! No te muevas, Skel, si te mueves te succionarán hacia el interior, te tragarán, se nutrirán de ti energía vital y acabarán destruyéndote.
­―Tot, no me muevo y me hundo igual...
Tot hizo caso omiso de las quejas de Skel y se arrodilló junto a él y comenzó a apartar las arenas movedizas con sus brazos, pero cuando volvió a mirar a Skel ya solo se le veía de la cintura para arriba. El pánico le hizo mover sus brazos más rápidos, pero cada vez estaba más cansado y no conseguía nada. Y encima Skel no ponía nada de su parte, había cerrado los ojos y parecía ser presa de un sopor que ni los anestésicos más potentes eran capaces de inducir.
―¡Skel! ¡Lucha! ¡No te rindas ahora! ¡Skeeeel!
Tot comenzó a sollozar porque a Skel ya solo se le veían las orejas, pero cuando ya le daba por perdido Skel pareció despertar de un profundo sueño y comenzó a flotar como un muñeco hinchable en el mar. Tot se tranquilizó y acabó sentado en la tierra contemplando a su amigo como si fuera una aparición. Se rascó la cabeza preguntándose dónde estaba el truco.
―¿Cómo lo has hecho? ―preguntó.
―¿Cómo lo he hecho? ¿Hacer el qué? ¡Ah! ¿Te refieres a salir? No sé, oí una voz que decía “No te hundas”, y me dije “Vale, no me voy a hundir... de momento”. Es que pensé en mi novio Rudy y en cuánto espera mi señal... no quiero defraudarle esta vez. Además cuando me deprimo siempre me empiezo a hundir...

A Tot le dieron ganas de sacudirle, pero se contuvo.
―Yo en ningún momento dije “No te hundas”, sino “No te rindas” ―puntualizó con los ojos entrecerrados―. ¿Estás seguro que esto no ha sido una trampa del Cancerbero?
Skel le miró desconcertado. Pensó durante unos interminables segundos en los que a Tot le pareció escuchar un tic-tac en el interior del cerebro de su amigo.
―No. Quiero decir... ¡no! Da igual lo que tú dijeras, lo que importa es lo que yo creí que habías dicho... eso creo.
Tot suspiró y trató de centrarse en lo que tenían entre manos. El escondite en el que se encontraban había demostrado ser un refugio seguro y ni siquiera los perros mutantes parecían ser capaces de seguirles hasta ahí, pero de todas formas solo era cuestión de tiempo y burlar la vigilancia del Cancerbero era el punto más delicado del plan. Con aire despistado se introdujo el duodeno y la parte visible del íleon en el abdomen y según cosía y silbaba con destreza insuperable ―las dos cosas se le daban de muerte― frunció el ceño y trató de pensar cómo seguir adelante.
―A ver, acércame el plano, y no desesperes. Sujétamelo para que lo pueda ver mientras acabo de cerrar mi herida. Vamos a hacerlo por mis pelotas. No tenemos mucho tiempo, y es muy importante que seamos rápidos y que tengamos muy claro los puntos clave del plan. Ya has estado antes en el astral, eres un veterano, y sabes que cada vez que bajamos aquí nos la jugamos...
―Sobre todo cuando es sin permiso ―añadió tímidamente Skel.
―Sí... sobre todo cuando es sin permiso. Pero si fueran más comprensivos con las licencias y excedencias no tendríamos que escaparnos como monos de un laboratorio... Explícame una vez más cuál es tu idea.
Skel recuperó su compostura al ver la seguridad y el coraje que Tot demostraba en situaciones desesperadas (por algo había sido soldado en más de un vida), y juntó el valor necesario para hacer lo que le pedían.
―A Rudy no le gustaba celebrar su cumpleaños, decía que se ponía triste al recordar que era un año más viejo... Detestaba las fiestas de cumpleaños sorpresa, las tarjetas de felicitación, incluso los dulces. Así que decidí felicitarle antes de que llegara la fecha exacta de su cumpleaños... pero cambiaba de día cada año para que no se lo esperara.
Tot carraspeó. Rudy se estaba poniendo demasiado melancólico para su gusto.
―Ve al grano. ¿Qué tenemos que hacer?
―Un bizcocho de chocolate.
―¿Un bizcocho de chocolate? ­―A Tot le llegó a la memoria un mazacote duro y negruzco debajo de una montaña de nata montada y lacasitos de colores que había usado para disimular el estropicio causado en una de sus vidas. La cocina nunca había sido lo suyo... ni siquiera siendo mujer... ni concursante en un programa de televisión. Por un instante se sintió tentado de volver a casa. Aquello se ponía cada vez más feo... no lo iban a conseguir. De pronto reparó en la sonrisa de Skel. Le había leído el pensamiento...
―Con el olor será suficiente. Cuando llegue a casa lo olerá y seguro que se acordará de mí.
Tot dejó escapar un suspiro de alivio. Usó su mano libre para marcar con una cruz el recibidor de la casa.
―Y además le dibujaré un corazón en el espejo del baño cuando se duche. Eso lo solía hacer mucho cuando estaba vivo... viva quiero decir, en este caso. Luego encenderé la minicadena y haré que empiece a sonar “Unchained melody”... era una de sus canciones preferidas. Y pétalos de rosa comenzarán a materializarse en el aire y caerán sobre su cama cuando esté a punto de dormirse. El número de pétalos de rosa será el número de años que cumplirá en tres días, que serán... cincuenta y cuatro si no recuerdo mal.
A estas alturas a Tot le estaban entrando arcadas. Lo único que le parecía bien era el número de pétalos de rosa, pero en fin... un amigo es un amigo. Marcó con sendas cruces el cuarto de baño y el dormitorio.
―Después apagaré las luces y haré que se enciendan las de ambientación romántica... Creo que aún guarda mi camisón rojo sexy en algún cajón: lo sacaremos y lo pondremos en medio de la cama. Y entonces podemos meter otro olor: el de Chanel número 5 que me solía regalar él a mí. Luego...
―¡Basta! ¡Esto parece un poltergeist para matarle de un infarto en vez de dejarle un pequeño mensaje! Además... ¿tú sabes la cantidad de energía que hace falta para hacer todo eso? ¿Te has vuelto loco o qué? Y con el Cancerbero pisándonos los talones que estará... Nada, te dejo que elijas un par de fenómenos, algo rapidito y nos esfumamos. Nada de chorraditas innecesarias, ¿está claro?
Skel estaba un poco decepcionado... pero ya se lo esperaba. No le había quedado otra que intentarlo...
―¿Puedo aparecerme? Eso sí, ¿no?
―En serio, ¿quieres matar a Rudy del susto?
―¡No! Quiero que sepa que soy yo y que estoy bien...
―Pues tú sabrás. Si sabes cómo hacerlo, tú aparécete y yo me encargo de los efectos especiales.
―¡Hecho!
―Bien, en cuanto consigamos despistar al Cancerbero, tú eres el que conoce el camino, así que tú corres y yo te sigo, ¿de acuerdo?
―De acuerdo.

Tot cortó con unas tijeras quirúrgicas el último trozo de sutura, se recolocó el hombro, se metió el dedo en el ojo para volverlo a su sitio, se retocó la pintura de guerra y se puso un nuevo casco... Ja. El astral. Sonrió con orgullo. A él le iban a decir cuándo podía y cuándo no podía atravesar el astral. Ya era hora de fundar un nuevo departamento: el Departamento de Turismo Ilegal al Astral. Visita a tus familiares vivos por un módico precio... y que les den a esos sabios barbudos “No-podéis-intervenir-en-los-planes-de-otros”.
Justo cuando iba a salir del escondite un gruñido de un cruce de un cuarto de American Stafforshire, un cuarto de Dobermann, un cuarto de Rottweiler y otro cuarto de algo indefinido le erizó los vellos de la nuca y le paralizó todo su cuerpo etéreo... o lo que fuera que tenía ahora. El aspecto del animal era imponente... y las gotas de saliva que pendían de sus colmillos indicaban que debía de estar hambriento. Si es que la tecnología alemana no fallaba nunca... por eso los nuevos perros mutantes eran distintos a los anteriores.
Un punto de la herida que acababa de coser se le saltó... pero por supuesto que no fue por miedo. Fue por puro TERROR.

(continuará...)

jueves, 6 de noviembre de 2014

Echo de menos la filosofía.

Nunca pensé que fuera a decir esto. Pero sí, la echo mucho de menos... bueno, quizá no la “Filosofía” como asignatura en el colegio, pero sí filosofar. O sea, sentarme en una calurosa noche de verano en la terraza con quien quiera que me esté acompañando, y ponerme a hablar de la vida, de la muerte, del mundo, del futuro, del pasado, de las estrellas, el universo, los extraterrestres, de cosas que dan miedo como los políticos, en fin... pues eso. Filosofar. Sin ningún propósito claro. Y después, poder irme a la cama con una sonrisa de satisfacción en mi rostro. Seguro que no llegamos a ningún sitio, pero da igual, lo importante es que pasamos un buen rato fantaseando, charlando, soñando.

Una conversación a la luz de la luna o alrededor de una hoguera no es tan mágica como una clase de Filosofía, pero aún así también las echo de menos. Desde la Segunda Guerra Mundial hablar no ha sido precisamente lo mío, en casa o fuera de ella siempre he preferido escuchar, pero claro, de vez en cuando el profesor se interesaba en comprobar si estaba siguiendo la lección o pensando en cómo iba a sacar a mis dos protagonistas de la muerte que se les avecinaba en forma de robot malencarado con más fuerza que Terminator, así que me preguntaba y yo tenía que responder algo. Si aquel día había desayunado bien, normalmente se quedaba alucinado, porque es verdad que para mi edad ya tenía una buena capacidad de raciocinio, había leído lo equivalente a lo que lee un erudito catedrático en toda su vida (vale, estoy exagerando un poco) y además mis neuronas no nadaban en el alcohol del botellón del viernes como las de algunos de mis compañeros. Y eso que la vez a la que me estoy refiriendo no debí contestar con mucha gana, porque el profesor no me caía nada bien. Aunque luego se lo perdoné un poco cuando me puso en 10 en el examen sobre Santo Tomás de Aquino. El caso es que no me caía bien pero no era nada personal, era solo que llevaba traje y corbata y sus chistes no hacían ninguna gracia... y además no filosofaba tanto como el profesor que teníamos antes. Al principio de curso el profesor tenía más pinta de profesor: iba con pantalones de pana, camisa por fuera, pelo desgreñado y cara de sueño. Daba impresión de no cobrar mucho, pero al menos no seguía el libro al dedillo y había días que los dedicábamos solo a debatir. Creo que eso era porque entonces no dábamos “Historia de la Filosofía”, que era cuatrocientas treinta y dos veces más aburrido, sino “Ética y Filosofía”, o “Filosofía y Ética”... o lo que fuera. Y entonces sí que disfrutaba escuchando al profesor, porque me hacía pensar y luego seguía yo con la conversación en mi diario, y a veces hasta disfrutaba escuchando a mis compañeros, que de repente parecían pensar en algo más que en chicas, en guerras de bolas de papel y en coger a alguien para hacer de Supermán por la ventana de la clase de al lado cuando surgía la ocasión. Qué tiempos aquellos...

El problema es que eso se acabó. Se acabó hace largos, largos años... Recuerdo como en una nebulosa que por aquel entonces aún quedaba algún programa de debate en la televisión que también me gustaba ver, sobre todo si estaba mi padre o alguno de mis hermanos y ellos también se ponían a hablar. Pero luego llegó Moros y Cristianos y eso fue el principio del fin. Ya nada volvió a ser lo que era. Y ahora cuando intento debatir con alguien, en lugar de gente que quiere pensar o razonar conmigo a ver si llegamos a descubrir el misterio del universo, solo me encuentro con gente que recurre fácilmente al insulto y que me llama cerrada de mente en cuanto formulo una serie de preguntas que rondan por mi cabeza y que no me saben contestar. Me llaman incluso pedante... supongo porque creen que así me voy a molestar. Parece que no saben la diferencia que hay entre debatir y discutir. Vale, no voy a ser pesimista, todos no, pero más o menos el 98% de la gente es así, sobre todo si estás en una red social o tal individuo proviene de una red social, que es como un submundo donde las reglas de la educación fueron abolidas y todo el mundo quiere imponerse sobre el otro y todos creen que tienen razón. No sé... ¿existirá un virus mucho más contagioso que el Ébola que hasta ahora nos ha pasado desapercibido que afecta al cerebro de estas personas? Porque si no, no lo entiendo...


Yo aún tengo la imagen en mi mente de unas escalinatas de mármol frente a un templo, donde se reúne una docena de oyentes frente a alguien cuyas palabras merecen ser escuchadas, quizá porque es un hombre que ha viajado mucho y trae noticias de tierras lejanas con costumbres extrañas, quizá porque cuenta viejos cuentos de antiguos dioses que bajaron de los cielos, o porque está intentando explicarte cómo entiende él que está organizado el universo. Es fácil imaginártelo de noche encerrado en sus aposentos, dejándose los ojos junto a la luz de una vela, estudiando polvorientos pergaminos llenos de una escritura que solo él es capaz de descifrar. Mientras él no puede dormir pensando en los misterios de la naturaleza, yo he de ocuparme en hacer mi colada y preparar la harina de maíz que luego utilizaré para amasar una torta con la que acompañar los garbanzos y los dátiles, así que considero un auténtico regalo que luego, cuando voy al mercado, me lo encuentre en esas escalinatas compartiendo algo de su saber, por pequeño que sea. “Pobre hombre”, pensarán algunos. Es raro, está delgado porque prefiere leer antes que comer y morirá sin haber llegado a ninguna conclusión, pero a mí, aunque solo haya sido por unos minutos, me habrá hecho soñar y sobre todo reflexionar sobre la vida, que al fin y al cabo, es lo único que todos tenemos. Y solo los ciegos pensarán que su trabajo no mereció la pena, porque solo los ciegos piensan que la muerte acaba con la vida.

Tengo la impresión de que la filosofía está muerta, de que ya no existen filósofos. Solo existe religión o ciencia (o lo que es lo mismo, la religión de los científicos). Ahora se considera que pensar es malo. O aceptas lo que hay, o es que eres un antisistema, un rebelde, o incluso un populista. Di que no estás de acuerdo con lo que afirma la mayoría, y te arriesgas a que acaben contigo de una manera u otra. Colgándote o descuartizándote no, porque eso ahora está mal visto, pero sí que te pueden despedazar dialécticamente en cualquier lugar público, ya sea real o virtual. Las masas siguen siendo las masas, y aunque la apariencia cambie y nos creamos muy desarrollados porque ahora tenemos ordenadores y hemos empezado el tercer milenio de una era que tampoco sé por qué empezó cuando dicen (sustancialmente no veo mucha diferencia con milenios anteriores), lo cierto es que seguimos siendo los mismos. Una de mis eternas preguntas es por qué la palabra “civilizado” se considera positiva. ¿Hay por ahí fuera algún filósofo que me la responda?

domingo, 24 de agosto de 2014

El Ángel de la Muerte (15).

[En capítulos anteriores... El Ángel de la Muerte (14)].

Tot depositó suavemente su Luger en la mesilla de noche y se tumbó en la cama con sus manos entrelazadas en la nuca. Sus ojos se reflejaban como dos pequeños círculos de luz en el techo que se encendían y se apagaban al tiempo que sus párpados se abrían y se cerraban.... hasta que se cansó y los dejó abiertos. Era solo una costumbre pero al no tener cuerpo físico los ojos ya no le escocían si no parpadeaba. Tampoco necesitaba cerrarlos para concentrarse en su pensamiento. Por culpa de ese cretino de Leuche a la mañana siguiente tendrían que dedicarse a algo que no le gustaba lo más mínimo... y además tendrían que obedecer las órdenes de otros. Y aún no podía entender por qué, pero en el Departamento de Avatares y Apariciones Virginales todos se creían unos iluminados en posesión de la verdad, las normas eran aún más estrictas que para los Ángeles de la Muerte, y era imposible ser un tipo original con ideas propias. Allí no valía haber sido un filósofo o un poeta, allí contaba más la experiencia terrenal como sacerdotisa del Antiguo Egipcio, brujo en una tribu de la Amazonia, haber sido considerado un dios como Viracocha o haber sido algún cura de alguna clase, o incluso papa... ni siquiera monje servía. Debía de ser porque prácticamente todos los espíritus en algún momento habían sido monjes, y por ello eso no daba puntos extra en el curriculum vitae. La vida en el Tíbet no había estado mal, pero claro, eso no te enseñaba apenas nada sobre cómo manipular a la gente y hacerles creer en pamplinas para que hicieran lo que se suponía que tenían que hacer. No podía creer que todavía existiera ese departamento. Habían estado a punto de eliminarlo a causa de los últimos recortes presupuestarios, pero los del Consejo dijeron que era necesario en algunos planetas primitivos, y al final acabaron recortando solo en esferas lumínicas, construcción de puertas interdimensionales y en... ah, sí, en Ángeles Anunciadores. Muchos habían tenido que ser recolocados. ¿Necesario? Bueh... ¿qué esnifarían los Ancianos del Consejo cuando se reunían en ese cónclave secreto?

La luz se hizo más fuerte en la habitación cuando involuntariamente abrió aún más los ojos... De pronto había recordado que por lo general los que trabajaban en el Departamento de Avatares y Apariciones Virginales salían en misiones que podían durar años terrestres, fueras a encarnar o no. Para encarnarte como avatar tenías que ser un alma muy, muy, muy experimentada, así que eso le salvaba de ese trabajo, pero aún así, todos los auxiliares tenían que hacer guardias y tenían que estar preparados para la intervención en cualquier momento... ¿y si les enviaban a la Tierra y tenían que quedarse allí durante cien o doscientos años? Maldición... eso le dejaba sin tiempo. Había prometido a Skel una incursión al astral, tenía que ser antes del cumpleaños del que había sido su novio en esa vida, y el tiempo se pasaría si no lo hacían ya. Al segundo siguiente se había incorporado, había adquirido la apariencia de un soldado vestido de camuflaje incluyendo la cara tiznada de negro, y se dispuso a abrir la puerta de su habitación sin acordarse de que podía atravesarla sin más. Le solía pasar cuando estaba excitado.

Leuche depositó suavemente la cerveza Lager en la mesilla de noche y se tumbó en la cama con sus manos entrelazadas en la nuca. Mmm... cómo echaba de menos saborear una buena rubia en una Taverne de antaño. Sus ojos se reflejaban como dos pequeños círculos de luz en el techo que se encendían y se apagaban al tiempo que sus párpados se abrían y se cerraban... abrió el izquierdo y cerró el derecho, cerró el izquierdo y abrió el derecho, así un buen rato hasta que se cansó y los dejó cerrados... para qué malgastar energía. Entonces reparó en que sus pensamientos le estaban asaltando. El Departamento de Avatares y Apariciones Virginales... Sonaba aburrido de cojones. ¿Cuál sería el uniforme en ese departamento? ¿Una túnica naranja como las de los Hare Krisna? ¿Un hábito de monja? ¿Un traje negro con alzacuellos? Tal vez habría sido más divertido que ser un Ángel de la Muerte, solo que sus vidas religiosas le habían marcado profundamente y ahora no quería saber nada de avatares ni de ponerse alas en la espalda para engañar a los pobres humanos... Aún recordaba el fuego de las hogueras y a las damas de hierro, y las Cruzadas, y las persecuciones de hombres buenos. Solo en el Tíbet había conocido la paz... hasta que llegaron los chinos, claro.
Mmm... el Tíbet. A veces cuando había mirado los pies de Tot (¿qué estaría haciendo mirando los pies de Tot?... Ni idea, pero lo hacía a veces... bueno, con frecuencia) había creído ver por un segundo unas pobres sandalias, el borde de una túnica roja y un cuenco colgando de su cintura... pero no lograba ver nada más. Estaba seguro de que le había conocido en alguna parte, pero ¿dónde? Sabía que podía acudir a los archivos, pero las colas que se formaban allí siempre podían con su paciencia... Alguien le había dicho que últimamente hasta tenías que coger un numerito: D245. Y era mejor que te llevaras un libro electrónico para pasar el tiempo... que ahí sí que se hacía eterno, a pesar de no existir.

La luz se hizo más fuerte en la habitación cuando involuntariamente abrió aún más los ojos... De pronto había recordado en qué vida había coincidido con Tot. Estaba seguro... bueno, casi, pero tenía que decírselo de todas formas, seguro que él también se acordaría... Al segundo siguiente se había incorporado, había adquirido su apariencia habitual de caballero victoriano con levita y bastón y se dispuso a traspasar la puerta de su habitación, pero justo en ese momento se dio cuenta de que se le olvidaba el sombrero de copa, así que se detuvo, lo hizo aparecer en su cabeza, aplastó con él sus rizos castaños y desordenados y se teletransportó hasta el dormitorio de Tot.
Apenas sintieron cómo se atravesaban mutuamente... salvo por cierto picor generalizado y un viento desagradable en sus oídos inmateriales que les trajo una sensación parecida a cuando eres niño y tu hermano quiere darte un beso. “Quita, carapedo”. “Anda, orejas de soplillo, pues tú te lo pierdes”. “Piérdete tú, caraplátano”. “A ver si eres más original inventándote palabrotas”. “Que te pires”.
Lo malo es que eso no lo podían pensar en el mundo espiritual, porque ahí no puedes ocultar tus pensamientos. Eso sí, se dieron la vuelta y ambos parecieron alegrarse del encuentro. Bueno, a decir verdad, Tot no.
―¡Oh! Así que sales a estas horas de la madrugada ―preguntó Leuche, intrigado―. ¿Vas a ver a tu guía espiritual?
Tot frunció el ceño. Juraría que Leuche sabía que su guía espiritual había dormido en la estacada más de una vez.
―Y este aparataje soldadesco... ¿a qué se debe?
Tot le miró con trazas de ira en su rostro. No le había dado tiempo a cambiar de indumentaria. Ni siquiera la pintura negra de la cara... vamos, que le habían pillado in fraganti. Nada que no pudiera arreglarse.
―He quedado para una representación. No creo que te interese...
―¿Una representación teatral? ¡No sabía que teníamos grupo de teatro!
―No lo tenemos... es otra clase de representación. Es en la calle.
―Oh. ¿Y no puedo ir?
―No. Te tienen que invitar... y tú no estás invitado.
Leuche pareció decepcionado.
―Ya. Bueno... otro día será.
―Sí... otro día será.
Pero Leuche no se movía... y Tot no quería ser grosero.
―Oye, Tot... ¿puedo preguntarte una cosa? No tienes prisa, ¿no?
―Ya me has preguntado una, auf Wiedersehen!  
Y con un “plop” desapareció en el aire como si hubiera activado una bomba de humo.
Leuche entrecerró los ojos y cuando dejó de toser dio un profundo suspiro. Una lástima que Tot quisiera dejarle atrás. Sabía cuáles eran sus planes, la conexión mental entre ellos era mayor de lo que Tot podría llegar nunca a sospechar... Tot era muy listo, pero las últimas noticias no habían llegado aún a sus oídos: una nueva dotación de perros mutantes le había sido entregada al Cancerbero, y solo él en todo el mundo espiritual y parte del astral sabía qué había que hacer para evitar que se te tiraran a la yugular... en caso de que los habituales sobornos no funcionaran, claro está.

(continuará...)

viernes, 22 de agosto de 2014

El último amanecer.

De vez en cuando me gusta traer alguna muestra representativa de mis inicios como escritora. “El último amanecer” es un buen ejemplo, pues fui el primer relato corto que escribí. No sé exactamente cuándo lo hice, solo sé que tuvo que ser antes de 1994, y en el cuaderno donde los escribía, tengo apuntado que debió ser con 13 o 14 años. Algo que no deja de sorprenderme y estremecerme a partes iguales.

Hoy, más de treinta años después, me he dado cuenta de la trascendencia de este relato. He estado dudando dónde postearlo, porque es un (pequeño) trabajo literario, pero al mismo tiempo es mucho, mucho más. Casi nadie podría llegar a entender por qué significa tanto para mí, aunque se lo explicara y aunque supiera de verdad de lo que hablo. Pero como me ocurre con frecuencia cuando no sé dónde postear algo, al final acabo haciéndolo en todos los sitios, con diversos grados de intensidad y profundidad, porque es algo que me quema, porque es algo que me gustaría gritar a todos los vientos pero que por circunstancias diversas he de callarme, porque es como una de esas escenas de una película de terror que desearías no haber visto pero al mismo tiempo no puedes dejar de darle al rewind y luego al play, una y otra vez, una y otra vez..., porque es una de esas pequeñas pistas que tienes delante de tus ojos durante interminables años pero pasa el tiempo y la ceguera sigue ahí, haciéndote tantear las paredes de una habitación a oscuras hasta que comprendes que la única razón por la que no ves es que llevas puesta una venda sobre tus párpados.  

Está en la misma línea que “Más allá del horror”, aunque a diferencia de este último relato, es mucho más conciso, menos elaborado, más contundente, cambian los pequeños detalles, mi yo joven e inocente se resistía a abandonar las palabras “alegría” o “esperanza” que en realidad ya no existían, pero la escena está compuesta solo por unos pocos fotogramas que quedaron grabados en algún lugar del universo y que —parece ser— siempre estuvieron conmigo, como un microchip implantado en el cerebro o unos números tatuados en el antebrazo. También se lo dedico a Katrina. Para ella no fue exactamente su último amanecer, pero sí es verdad que desde aquel día ya estuvo muerta... por un tiempo.

Katrina siempre va asociada a una canción instrumental de Camel que me transmite todo lo que sentía ella: impotencia, rabia, tristeza, soledad... y unas terribles ganas de gritar que desgraciadamente acabaron convirtiéndose en un silencio casi eterno.

ICE



EL ÚLTIMO AMANECER.

Aquel amanecer no fue como cualquier otro. El Sol apenas se veía allá en el horizonte como una bola anaranjada parcialmente cubierta por las nubes, unas nubes esponjosas de un gris algodón que no permitían ver el azul del cielo. El viento soplaba como nunca lo había hecho en el transcurrir de los tiempos, y empujaba a las nubes hasta que desaparecían a lo lejos siendo reemplazadas por otras tan grises como ellas. Las olas del mar, embravecidas como no lo habían estado desde hacía años, arremetían brutalmente contra las rocas.

No había gaviotas surcando el aire en busca de comida. Tampoco nadaban peces en las revueltas aguas del mar, ni había cangrejos enterrados en la arena. Ni un solo ser viviente se veía por ninguna parte. La arena de la playa había aparecido aquella mañana totalmente limpia y pura. Sin conchas, sin algas... tan sólo arena.

El grito de las olas al chocar contra las rocas era el único sonido en aquel silencio, y el viento era ahora el amo de la Naturaleza, haciendo enojar al mar y arrastrando a las nubes tras de sí. Solamente quedaba la Tierra.

Pero entonces en la inmensidad de la playa surgió un punto que se movía aproximándose a la orilla. ¿Quién o qué podía estar vivo aún? Pronto llegó al agua, y siguió andando a lo largo de la orilla. Apenas se sostenía en pie. Su cuerpo, casi desnudo, iba cubierto por los restos de lo que había sido un sencillo pero bonito vestido. Su largo y oscuro cabello era maltratado por aquel horrible viento que a cada minuto se huracanaba más y más. Llevaba los zapatos colgados al hombro, atados entre sí para andar cómodamente por la arena. Sus piernas le fallaban a cada paso, y caía casi desvanecida a la arena temiendo no volver a levantarse jamás. Pero lo último que perdería sería la esperanza.


Sus ojos verdes miraban al infinito, y de vez en cuando dejaban resbalar una lágrima mitad coraje mitad tristeza. Hasta que su última gota de fuerza cayera rota en mil pedazos no se detendría. Tenía que alcanzar aquel lugar... sólo le quedaban unos metros. Había esperado aquel encuentro desde niña, y por fin había llegado el día en que habrían de encontrarse.

Una chispa brilló en sus ojos, y sus sonrosados labios dejaron escapar una triste sonrisa. Entonces se detuvo, y miró hacia la línea donde cielo y mar se unían.

De pronto las nubes se calmaron y desaparecieron abandonando en el cielo su color gris. El mar se tranquilizó y las olas formaron una capa de agua lisa y uniforme. El silencio se hizo por completo. Su corazón latió más despacio. El Sol desapareció, y con él la luz. A lo lejos retumbó un trueno y desde el fondo del mar comenzó a surgir un sordo murmullo, como el de una cascada al lanzarse al vacío.

Ella se desmayó a causa del miedo, la alegría y el cansancio. El murmullo creció... creció aún más, y entonces las aguas del mar fueron horadadas por una enorme luna cegadora que alumbraba cien mil veces más que el Sol. Aquella luz lo llenó todo: la playa, el cielo, el mar... Primero desapareció ella. Luego la luz se llevó todo lo demás. Y después la nada se llevó a la luz. El silencio y la oscuridad reinaron para siempre.
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