viernes, 31 de julio de 2015

El Ángel de la Muerte (23).

[En capítulos anteriores: El Ángel de la Muerte (22)].

Londres, 1856.

La joven de las caderas contoneantes se apresuró por el estrecho callejón sorteando los charcos de inmundicias, hasta llegar a la esquina de la calle Gloucester. Ya se habían congregado unos cuantos viandantes alrededor del hombre de las cartas, y su vestido negro la ayudó a pasar desapercibida entre la multitud, a pesar de su belleza. Su cabello negro caía en tirabuzones por la espalda. Su pálida tez hacía sospechar que no había comido mucho en los últimos días, pero eso no era nada fuera de lo corriente en aquellos tiempos de pobreza y miseria. Debía estar cerca de los quince años, pero su baja estatura y su extrema delgadez la hacían parecer casi una niña. Sus delicados movimientos y su poder seductor pronto hacían olvidar ese detalle a los pretendientes que se le acercaban.
El caballero del sombrero de copa que había organizado el espectáculo tenía mucha labia y sabía cómo encandilar al público. Les había hecho creer que era fácil descubrir al joker entre tanto diamante. Luego con un movimiento rápido de su mano lo hacía desaparecer entre sus mangas y nadie se daba cuenta si sabías atrapar su atención en otro lado. Lo había hecho desde niño. La gente apostaba y él los dejaba pelados. Ya era tan natural como respirar. Se había convertido en un arte.
Cuando vio a la dama poniéndose en puntillas para poder observar con detalle sus manos, la saludó con un leve movimiento de cabeza. La dama volvió a su estatura habitual y la vio escabullirse por detrás como un ratoncillo corriendo en una cocina. Sus pies eran silenciosos. Sus dedos, pequeños y hábiles, apenas rozaban la ropa cuando se adentraban sigilosos en los bolsillos de los espectadores. El caballero sonrió. Era buena la condenada.


Aún recordaba la conversación que habían tenido el día anterior, mientras hacían recuento de lo que habían recaudado.
―No te estarás quedando con nada, ¿verdad? Mira que el jefe se da cuenta de esas cosas...
―Por supuesto que no, ¿por quién me has tomado?
A pesar de sus palabras, desviaba su mirada hacia un lado al decirlo, y eso le hacía sospechar que estaba mintiendo. No es que la hubiese tomado cariño, pero sabía más de un diablillo que había sido encontrado flotando en el río después de haber sido cogido con las manos en la masa... o en la caja de caudales. Lo malo es que a ella tal vez la violarían antes.
―Además... ―añadió la mujercilla con una sonrisa― siempre sabría cómo compensar el error.
―¿Ah, sí? ―contestó, distraído. Estaba contando el dinero, y necesitaba concentración. “45, 46, 47, 48...” Hoy no había sido un buen día. ―Sabes, yo que tú tendría cuidado. Al jefe no le gustan los que se pasan de listos.
―Entonces deberías dejar de engañarle con la recaudación.
Thomas dejó de contar y miró amenazadoramente a la niña. Tuvo que controlar su puño derecho para que no golpeara contra la mesa de madera.
­―No seas bocazas, mocosa. Ni siquiera sabes contar.
―Eso es lo que dicen... ―contestó, tratando de disimular su frustración y mirando de reojo el dinero que Thomas manejaba. Esta vez no pudo contenerse. Se levantó y estrujó la hermosa cara de la pequeña Bonnie con sus manos sucias y fuertes. La dura de Bonnie no varió su expresión ni se puso más pálida de lo que ya estaba.
―Escúchame bien. Vuelve a insinuar algo como eso y seré yo mismo quien te estrangule y eche tu cadáver al río, ¿me has oído? Ya te he protegido más de una vez de esos rufianes... y algún día podría dejar de hacerlo.
Recuperó su posición, dio un trago al vino aguado y continuó contando. Aunque habían acordado un reparto equitativo de las ganancias, le dio menos de lo que le correspondía.
―Aquí tienes tus treinta y siete chelines. Ahora, agua.
Bonnie se levantó y cogió las monedas con desgana.
―Con esto no tengo ni para el pan.
―Pues vete a darte un paseo por el East End.
La mujercilla le echó una mirada llena de odio y se alejó corriendo. El falso caballero inglés con sombrero de copa sacudió la cabeza con desprecio y murmuró:
―Chiquillas...

(continuará...) 

lunes, 20 de julio de 2015

Ser escritor es vocacional.

He tenido la chiripa de encontrarme hoy con un viejo monólogo de Eva Hache y de pronto he atado cabos y lo he comprendido todo. Se ve que tengo pocas luces, porque me ha llevado casi cuarenta años darme cuenta de ello... y ya es mala suerte que elegí dos profesiones siendo chiquita, y las dos son vocacionales. 


Sí, ilusa de mí, cuando tenía diecisiete o dieciocho años pensaba que acabaría mi carrera, me montaría mi clínica, a los veinticinco ya tendría casa y novio, y una estupenda vida por delante, llena de desafíos. Tal inocencia me ha llevado a depender económicamente de otra persona, trabajar “por vocación” de ama de casa la mayor parte del tiempo y lamentarme, día sí día no, de no ganar un duro por no hacer nada de lo que estudié (y sigo estudiando, porque ahora se ve que hasta con sesenta años necesitas seguir “formándote”, por aquello de reciclarte y seguir haciéndote la ilusión de que un día te contratarán). O, en el mejor de los casos, haciéndolo mes y medio, porque más o menos ese es el tiempo que tardas en echar cuentas y ver que estás haciendo el panoli de nuevo porque un poco más y te toca pagar por trabajar.

Pero eso es lo que se lleva ahora, al menos en las profesiones vocacionales, como veterinaria y escritor. Como este blog es de una escritora desesperada, seguiré por ahí. Ayer me quedé estupefacta cuando me puse a investigar sobre una nueva “editorial” que está teniendo mucho éxito, dirigida a gente que como yo quiere autopublicar su libro. Vi que imprimir unos cincuenta ejemplares de quinientas páginas (que es lo que yo me suelo extender en mis obras) me saldría por mil euros... que es lo que yo considero que me deberían pagar a mí (como mínimo) por escribirla ya de entrada, por supuesto revisada y corregida, que por algo soy escritora profesional. Porque esa es otra historia... Hay “autores indies” por ahí que suben sus manuscritos a Amazon tal cual, llamándolos “novelas”, mientras acuden a clases de ortografía de nivel de 2º de EGB. Como si la palabra “escritor” se pudiera aplicar a cualquiera que coge un boli y te hace un garabato o un teclado y te escribe un párrafo. Bueno, dejando esto aparte, resulta que por unos mil módicos euros me enviaban los cincuenta libros a casa para que yo me dedique a venderlos de librería en librería. Y lo pintaban como una grandísima oferta que no podía rechazar. Porque todo el mundo sabe que llevándonos un 10% de cada libro que vendas (si es que lo vendes... y eso siendo muy generosos, porque lo normal es que ese porcentaje sea del 1 o el 2%) nos hacemos ricos en un plazo muy breve. O, si no nos hacemos ricos, al menos te da para vivir, lo que en nuestro caso se traduciría como "para subsistir mientras acabas de escribir el nuevo libro". Por aclarar conceptos, eso pueden ser varios meses si trabajas de escritor a tiempo completo, o unos cuantos años si lo haces cuando puedes (escribir, claro).

No me sorprende que los de la editorial se estén haciendo de oro. Lo que sí me sorprende es que haya gente que se preste a tal sinsentido.

Arturo Pérez-Reverte (últimamente le menciono mucho, porque admiro a todo aquel que no tiene pelos en la lengua) lo explica mucho mejor en este artículo que ya hace un tiempo me dejó en estado semicomatoso. Yo hablo de vez en cuando de ello, porque es algo que me quema en las venas.

No sé si eso de tener que pagar después de pasarte media vida escribiendo un libro (encima) es mejor o peor que tener que alquilar un “espacio” en un local para que tú puedas ejercer “vocacionalmente” la profesión que más amas en el mundo, la de salvar vidas de animalitos. Así, además de tener que pagar autónomos, adquirir tu propio material, “invertir en tu futuro” haciendo cursos de formación, trabajar en condiciones pésimas sin un mínimo de seguridad laboral, arriesgándote a que se te mueran los bichos a la mínima de cambio y meterte en un buen lío, y pagar religiosamente tus cuotas colegiales porque si no es como si fueras un delincuente ejerciendo esa profesión que tanto amas, tienes que aceptar que un buen porcentaje de tus ingresos van a ir a los bolsillos de un señor que no hace nada por ti. Bueno, sí, es un alma caritativa que te da un lugar donde poder trabajar y así no acabar desahuciado. Casi le tienes que estar agradecido para toda la eternidad.


Más o menos un editor hace lo mismo. Tú trabajas durante años en tu libro, que es como un hijo que has parido pero mucho más dilatado en el tiempo (quiero decir, le tienes mucho cariño y por él harías cualquier cosa, hasta morirte de hambre), él hace unos arreglitos que apuesto a que la mayor parte de las veces son en contra de tu voluntad (yo me negaría en rotundo, por eso prefiero seguir escribiendo burradas en el blog, aunque sea gratis), llega un tipo que te hace una gran portada (yo ya hago hasta mis propias portadas, por tanto ni siquiera sería necesario... lo gracioso es que este tipo se lleva su sueldo y yo no por escribir lo de dentro del libro, que ha llevado más tiempo y además ocupa más espacio), lo publicitan y lo distribuyen (si tienes suerte, porque he oído de todo), y por todo eso, ¡tú eres el que más pasta y esfuerzo pone! Pero, ¿en qué cabeza cabe?

En ambos casos la primera palabra que se me viene a la mente es “esclavitud”. Vale, si he de ser sincera, lo primero que se me viene a la mente es en realidad una frase algo más larga, que dice:

“Ya lo que nos faltaba, además de puta, pones la cama”. 

Pero esto suena un poco desagradable y no se debe decir... o eso dicen. Lo que debemos decir es que es guay que existan sitios como Amazon donde los escritores podemos ver nuestros sueños cumplidos. Lo guay es publicar en tu perfil de Facebook, entre cien y mil veces, que estás entre los diez primeros vendidos de Amazon, como si eso significara algo distinto a que tienes un buen puñado de amigos que te están haciendo el favor de gastarse un euro o dos por algo que debería valer —no en todos los casos— diez veces más. No el libro en sí, sino el tiempo y esfuerzo que el escritor ha invertido con cada página de ese libro, cada gota de sangre que ha perdido y que se detectaría con la ayuda de luminol si lo aplicáramos en el papel, cada minuto de vida perdido por intentar transmitir sus sentimientos, cada neurona que se muere con cada frase que logra acabar coherentemente. Lo guay es decir que eres escritor porque no puedes dejar de escribir, y por ello tienes que hacerlo gratis (o sea, por vocación) y dejar que los demás se aprovechen de ti.

Pero qué le vamos a hacer. Son los tiempos que corren... Nos creemos libres, pero día y noche vivimos atados a unas cadenas que nos pasan desapercibidas. Y nosotros tan felices.

jueves, 16 de julio de 2015

No hay palabras.

El otro día estuve viendo un documental de esos que te desgarran el alma. No voy a decir el título del documental, aunque es mi opinión que deberían ponerlo en todas las clases de historia, comenzando en el bachillerato, y acabando en programas divulgativos en los que tengan un mínimo respeto por la Verdad, que por desgracia no es que abunden actualmente. Este documental empezaba diciendo que no hay palabras para describir la barbarie que se vivió en toda Europa hace setenta años. Y acababa con las palabras “Never again”.

En efecto, yo, que soy escritora, aunque no de las mejores, no encuentro palabras. Sin embargo, creo que ni Pérez-Reverte las encontraría. Debería existir algún método alternativo al lenguaje humano, tan pobre, tan reduccionista, para expresar las emociones que se generaron en mi interior al ver el documental. Un sonido, tal vez, que permitiera transmitir todo el sufrimiento, todo el dolor y toda la rabia que aún perviven en mí después de tanto tiempo. Ciertas notas sostenidas en una guitarra eléctrica o ciertas melodías, creadas por maestros poco reconocidos en nuestra época por llevar melenas en lugar de traje y batuta, me sirven para descargar parte de esa rabia contenida. Del mismo modo, debería haber un sonido que pudiera grabarse en la mente del lector según descifra estas letras, para que supiera a qué tipo de dolor me estoy refiriendo. No es un dolor cualquiera. Es un dolor que solo puedes comprender cuando lo has vivido en tu propia piel. Como una amiga me dijo hace poco, son acontecimientos que matan el alma. Pero estas palabras no son suficientes para describirlo. Jamás lo serán. Lo irónico es que luego hay muchas personas que aún se preguntan cuál es el propósito de la vida (y la muerte), cuando no puede estar tan claro...

Como siempre, vivo en un frágil equilibrio entre el silencio, la congoja, la sensación de angustia en la garganta, y los deseos de gritar a los cuatro vientos que basta ya de tanta injusticia, tanta crueldad, tanta hipocresía y vanas palabras que no sirven de nada. En este mundo de internet nos creemos que hacemos algo si le damos a los “likes” y a los “compartir”, si firmamos en una “petición que está cogiendo fuerza” o si comentamos que se nos saltan las lágrimas al ver el miedo reflejado en los ojos de una pobre niña que levanta sus brazos ante una cámara. Nunca he entendido por qué la infancia es capaz de ablandar un corazón mientras que permanecemos impasibles ante el sufrimiento de cualquier adulto, como si un adulto fuera más culpable de las desgracias que sufre, como si cumplir años te hiciera inmune al miedo, el hambre o la desesperanza, como si la violencia estuviera justificada contra él más que en un niño. Mientras que nos convencemos a nosotros mismos de lo sensibles que somos y nos lamentamos de lo mal que está el mundo, la vida (y la muerte) continúa en la calle, dentro y fuera de nuestras fronteras. La historia, por tergiversada y olvidada, se sigue repitiendo día tras día. Los muros caen y otros se levantan, esta vez con cuchillas, para acabar de desangrar a los que ya no poseen nada. Se abole la esclavitud y aparece otro tipo de esclavos. Luchamos por nuestros derechos, con el coste de muchas vidas, solo para que sean oficial e impunemente pisoteados por los que nos gobiernan. Las cámaras registran todo ese sufrimiento igual que lo hacían hace cien años, pero no sirve de nada.


Vivir con el peso de varias vidas (y varias muertes) sobre ti no es nada fácil. El sentimiento es el mismo que me transmitieron los ojos de veteranos de guerra en otro documental que vi. No puedes hablar de ello, porque nadie te va a comprender. Puedes tratar de describir lo que supone vivir aterrorizado mañana y noche por el constante tronar de los aviones acercándose o las sirenas antiaéreas perforándote el cerebro, tal y como hoy en día sigue ocurriendo en lugares como Gaza. Puedes escribir una y mil veces cómo se rompe tu corazón cuando contemplas tu pueblo reducido a escombros. Puedes hacer de tripas corazón y tratar de explicar cómo te sientes cuando hombres que no conoces de nada te golpean y te tiran al suelo para violarte repetidas veces delante de tu propia familia, y después te abandonan para que mueras, sin ni siquiera molestarse en volarte la cabeza. Puedes hablar de la muerte e incluso dejar que piensen que estás un poco obsesionada con ese tema. Es normal, porque los escritores somos raros y solemos caer en la melancolía. Después de todo, qué más da, sabes que para los demás la muerte no es más que una decena de fotogramas en el telediario, donde se ven hombres que van a ser degollados. Les advierten de que las imágenes pueden herir su sensibilidad, pero aunque mantienen su mirada no sienten nada... ni siquiera les dejan sin apetito. Han olvidado lo que es la muerte. No lo han vivido (o revivido) en propia piel. Las verdades y las mentiras no les quitan el sueño, y lo que ven ahí les preocupa menos que la última película de Brad Pitt conduciendo un tanque. No son conscientes de lo que en realidad suponen esas imágenes, porque nunca han tenido la muerte cerca. Y creen que tú tampoco. Puedes disfrazar la realidad con ficción o usar la ficción para disimular la realidad. Puedes incluso contar la realidad y afirmar que es ficción. Nadie se dará cuenta. Vivimos en un eterno teatro, un teatro de títeres descabezados, sumergidos siempre en la duda de qué es en realidad la realidad.

No somos más que niños en un patio de colegio. Y estas palabras se perderán en internet como gotas de agua en un océano, puesto que las cosas están dispuestas para que todos sigamos dormidos, como un ejército de zombies que se creen vivos, pero jamás supieron lo que es la vida (ni la verdadera muerte)... o si lo supieron alguna vez, prefieren el olvido y la ignorancia.

Alguien que no conoce su propia historia, está condenado a repetirla. Pero parece que a nadie le importa.



I'M CRYING

Oo, I'm cryin', tears are fallin' down.
I'm cryin' the lonely tears of clowns.
I'm tryin' to wear a smilin' face.
It was just yesterday things then they felt okay.
Now that has all gone away.

Oo, I'm cryin' the lonely tears of clowns.
I'm tryin' tryin' and rain's fallin' down.
I'm cryin' and that's a lonely place.
If I could hide the pain, if I could stop the rain,
Then all my cryin' could be gone.

Oo, rain, who will stop the rain, the rain?
Oo, I'm cryin', the tears are fallin' down.
I'm tryin', the rain still beats the ground.
I'm cryin' those lonely tears of clowns.

Lonely, lonely tears.


lunes, 13 de julio de 2015

El Ángel de la Muerte (22).

[En capítulos anteriores: El Ángel de la Muerte (21)].

―Dame eso ahora mismo.
Leuche se detuvo justo cuando iba a sentarse en la mesa comunal, donde Tot ya hacía rato que había acabado con su Apfelstrudel. Llevaba un par de días con un humor de perros, y eso le hacía tener cierta avidez por la comida. Leuche llegó incluso a dudar si sentarse junto a él. Sus nuevos amigos eran más simpáticos... a pesar de que fueran un poco raros.
­―Ni lo sueñes, que mis tripas llevan rugiendo desde esta mañana ―contestó. Sabía a lo que se arriesgaba, pero también tenía ganas de hablar un rato con Tot. A los ángeles les enviaban a un lugar muy retirado de los pastorcillos y apenas sabía qué había sido de él en todo este tiempo.
―Pero qué tripas, si estamos muertos y no somos más que seres etéricos que solo creamos ilusiones para que parezca que estamos vivos...
Leuche suspiró y se le fue un poco el hambre. Pero su estómago volvió a rugir. Tal vez no era su estómago.
―¿Es Bratwurst?
―¿Brat qué?
―No me tomes el pelo, sabes perfectamente de lo que te estoy hablando. Y te he dicho antes que me des esa salchicha... entera. Por cierto, ¿no eras vegetariano?
―Depende de qué vida estemos hablando ―y haciendo caso omiso a Tot le dio un buen bocado, saboreando la carne.  
Leuche no había venido solo. En la mesa comunal también se habían sentado un profeta, un carpintero, varios niños, algunos pescadores, un rey, un juez, un ternero y un burro... vamos, que medio pueblo estaba metido en el ajo. Por suerte ellos parecían estar en otra onda y era como si hablaran otro idioma, así que sus voces se perdían como en un murmullo en sus cabezas y Leuche y Tot podían mantener una conversación privada... o casi. La pausa para la cena solo era de una hora, en teoría, así que debían ir al grano.
―Bueno, ¿qué tal te ha ido? ―preguntó Leuche cortésmente, al tiempo que se fijaba que uno de los tirantes del uniforme de Tot se había caído hacia un lado y lo ponía en su sitio de nuevo―. Te veo con mejor cara que el otro día... aunque aún tienes los ojos un poco enrojecidos. Este trabajo no está tan mal después de todo, ¿no?
Tot permaneció en silencio. Leuche comenzó a oír una respiración estertórica que le preocupó. Su voz se transformó en un tenue murmullo.
―¿No?
―¡¡¡¡Buuuuaaaa, buuuuaaaaa!!!!
―Bueno, va, te doy la Bratwurst.


Tot miró a Leuche con un profundo, insondable, odio en sus ojos.
―Ya no la quiero. Bueno, sí ―y se la arrebató de las manos a Leuche justo cuando este iba a darle otro mordisco. Le dejó que se la acabara, mientras hacía aparecer una gran jarra de Weihenstephaner con la esperanza de que eso también levantara el ánimo de su compañero.
―Veamos, Tot, hablar le sienta bien a todo el mundo. ¿Por qué no me cuentas cómo te sientes?
Leuche recordó que esa no era una buena táctica. Carraspeó y continuó hablando.
―¿Por qué no tratas de adaptarte? Vale que esto no mola tanto como asistir a uno que se tira de un rascacielos... pero tampoco está tan mal. Abrimos mares, multiplicamos peces, damos Tablas de la Ley para que la gente se haga un poco más sensata, y... ¡ah! ¿Sabes qué? Ayer resucitamos a un moribundo, ¿qué te parece? Eso no es tan distinto a lo que hacemos en nuestro departamento, ¿no te parece? Lo que no me gusta mucho es que tenemos que estar todo el tiempo materializándonos y desmaterializándonos, ya sabes que eso cansa un rato, pero quitando esa inconveniencia, esto tiene sus alicientes.
Las pestañas de Tot se movieron lentamente arriba y abajo, arriba y abajo... Su mirada parecía perdida en otro mundo. Cogió la jarra de cerveza y la contempló largamente, como si en el cristal se viera reflejada su vida pasada como Ángel de la Muerte, cuando tenía un oficio que amaba con pasión. De pronto pareció despertar y dirigió una mirada extraña a Leuche.
―No puedo creerlo. Tú mismo le dijiste el otro día a Gehirn que no querías ser parte de ese engranaje, jamás... y mírate ahora, disfrutando de multiplicar pececillos y escribir estúpidas Tablas de la Ley...
―Bueno... sabes que siempre me ha gustado escribir.
―Excusas. No lo empeores aún más. Si te gusta este asco de departamento quédate con ellos y ya está. Eres un traidor.
Esas palabras le dolieron profundamente a Leuche. No eran verdad... ni lo que había dicho Tot ni lo que había dicho él mismo, no. Solo estaba intentando animarle. En el fondo a él le importaban un comino las resurrecciones. Sabía que eran una ilusión. Sabía que la Muerte no lo era. Pero ahora temía que no iba a poder arreglar las cosas. Tot estaba demasiado serio y deprimido como hacerle razonar. Tal vez era mejor dejar que la cerveza expandiera sus partículas elementales y aumentara su nivel de consciencia durante la noche. Y mañana ya hablarían...
Aunque Tot parecía de nuevo perdido en sus pensamientos, Leuche quiso aclarar algo antes de retirarse a descansar a su choza en medio de la montaña y las cabras.
―Yo no soy un traidor, Tot. Simplemente... me gusta probar otras cosas. Odio la rutina. No te lo había dicho hasta ahora, pero trabajando contigo me di cuenta de que yo... yo también tengo alma de Ángel de la Muerte.
Como su compañero no decía nada, Leuche se despidió con un “gute Nacht”.
―Eso tendrás que demostrarlo ­―le pareció oír según se alejaba.

(continuará...)

jueves, 9 de julio de 2015

El Ángel de la Muerte (21).

[En capítulos anteriores... El Ángel de la Muerte (20): A state of grace].

Leuche disimuló un bostezo. La mañana había transcurrido exasperantemente lenta. La sesión de introducción al trabajo en el Departamento de Avatares y Apariciones Virginales habría aburrido hasta al mismo Jesucristo, cuya motivación no había disminuido ni un ápice y seguía presentándose voluntario para salvar a más humanidades en otros planetas. Para más inri ni siquiera habían tenido pausa para el café. Tot no había logrado disipar la nube gris que flotaba encima de su cabeza, consecuencia de su mal humor. Pero lo peor no había llegado aún. Conscientes de que estaban allí cumpliendo una condena por insumisos, los funcionarios del departamento y los jefes parecían empeñados en hacerles la vida (o la muerte) imposible. Querían comenzar las prácticas... YA.
Tot abrió unos ojos como platos cuando vio de qué guisa iba a lucir cuando se enfundara el uniforme de campaña.
―No... ¡No me pienso poner eso! ­―aseguró, con una voz tan seria que ni siquiera Leuche le había oído nunca.
―Si no se lo pone, tendremos que dar parte a las autoridades, y eso puede traer graves represalias.
Tot chasqueó la lengua... o al menos hizo un sonido como si la tuviera.
­―Me importan tres c...
­―¡Tot! ―le interrumpió Leuche―. ¿Qué problema hay con el traje? De acuerdo que no es tan elegante como nuestro uniforme, pero tampoco es tan grave la cosa.
Tot entrecerró los ojos, preguntándose si Leuche lo decía en serio o su única intención era que no acabaran inmovilizados en la prisión celestial. Leuche percibió su mirada furibunda y tragó saliva. Cuando Tot se cabreaba... no era bueno. No, nada bueno. Se tranquilizó un poco cuando Tot respiró profundamente, tratando de calmarse.

―Ese uniforme es de novato. Yo soy un Ángel de la Muerte con dilatada experiencia, tanto en el plano físico como en el etérico, y no estoy dispuesto a que me traten como a...
―Señor Tot...
―Herr Tot, si es tan amable.
―Herr Tot. Creo que aún no es consciente de su situación en estos momentos. Está aquí por violar al menos cuatro artículos del Código Deontológico de su departamento...
―¿Y qué sabe usted de mi departamento? Ocúpese de sus estrafalarios arbustos ardientes y déjeme a mí con lo mío.
―Eso, lamentablemente, no está en mi mano. Como usted, debo obedecer las órdenes de Gehirn, y ella tenía instrucciones precisas para mí. Por cierto, me advirtió de que posiblemente adoptaría esta actitud tan infantil.
Tot refunfuñó algo inaudible.
―¿Cómo dice?
―No es infantil... Es solo que aún me queda algo de dignidad.
―Pues debería habérselo pensado antes de infringir las normas de su departamento.
Tot volvió a refunfuñar. Leuche le observó consternado, deseando poder decir algo que le consolara. La verdad es que jamás habría esperado que aquella misión le fuera a resultar tan difícil a su compañero. No les pillaba por sorpresa. Aquello ya se lo esperaban. Sabían que tarde o temprano habrían tenido que participar en una misión rutinaria relacionada con la religión. Lo que no se esperaban es que fuera a ser tan pronto. Ni que los miles de humanidades desperdigadas por el universo tuvieran tanta necesidad de adoctrinamiento y/o salvación...
El silencio de Tot y Leuche hizo comprender a su superior que aceptaban su destino. La falta de colaboración podía llevarles por peores derroteros... y lo mejor era cumplir con el castigo y salir de allí cuanto antes. Siempre que Leuche no se dejara embaucar...
―Pero, ¿qué diablos estás haciendo? ―Tot había vuelto su cabeza hacia él. Sin apenas darse cuenta, Leuche comenzaba a parecerse a un monje. Un hábito grisáceo le cubría todo el cuerpo hasta los pies, y una tonsura dejaba ahora al aire la piel de su cráneo. Pero lo peor era que en sus manos tenía un libro antiguo manuscrito y estaba a punto de entonar un salmo, dirigiendo una mirada piadosa hacia los cielos. De pronto todo desapareció. Miró a Tot al tiempo que se sonrojaba.
―Perdón. Mi antiguo fervor religioso se apoderó de mí.
El jefe suspiró.
―No se confundan. No van como humanos en este viaje. En mi departamento actuamos como dioses.
―Y si actuamos como dioses, ¿por qué tenemos que llevar ese horrible uniforme? ―protestó de nuevo Tot.
―Porque ustedes son novatos aquí. Deben ayudar a la Divinidad. ¿No les parece ese un trabajo digno?

Tot no supo qué contestar. Después hundió su cara en su mano derecha y se puso a llorar desconsoladamente, para horror de Leuche, que no sabía qué decir para que se sintiera mejor.
―Vamos, Tot. Has representado a la Muerte en infinitas ocasiones. No puede haber nada peor que eso...
Tot se dejó conducir sumisamente. Los compañeros auxiliares le fueron pasando los accesorios. La peluca de rizos rubios no estaba mal. El arco y las flechas, eran pasables. La corona dorada, casi parecía la de un príncipe... no recordaba haber sido jamás un príncipe, excepto aquel príncipe sanguinario a quien le gustaba empalar a sus enemigos a la entrada del castillo. Las plumas en la espalda... bueno, vaya sorpresa, y qué poco originales. ¿Es que todos los ángeles eran iguales en ese departamento? Ni siquiera podía ir de adulto, tenía que adoptar la apariencia de un niño. Pero cuando le dieron los calzones... casi se le detiene el corazón, y no pudo reprimir por más tiempo los sollozos. Y lloró aún más cuando vio que Leuche iba a hacerse pasar por un inocente pastorcillo que se encargaría de convertir el agua en vino cuando llegara la ocasión.
Por todos los infiernos, ¡¡¡¿QUÉ HABÍA HECHO PARA MERECER TAL HUMILLACIÓN?!!! 
Se juró a sí mismo que si averiguaba cómo hacerlo iba a untar veneno en las puntas de esas flechas...

(continuará...)

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