viernes, 31 de julio de 2015

El Ángel de la Muerte (23).

[En capítulos anteriores: El Ángel de la Muerte (22)].

Londres, 1856.

La joven de las caderas contoneantes se apresuró por el estrecho callejón sorteando los charcos de inmundicias, hasta llegar a la esquina de la calle Gloucester. Ya se habían congregado unos cuantos viandantes alrededor del hombre de las cartas, y su vestido negro la ayudó a pasar desapercibida entre la multitud, a pesar de su belleza. Su cabello negro caía en tirabuzones por la espalda. Su pálida tez hacía sospechar que no había comido mucho en los últimos días, pero eso no era nada fuera de lo corriente en aquellos tiempos de pobreza y miseria. Debía estar cerca de los quince años, pero su baja estatura y su extrema delgadez la hacían parecer casi una niña. Sus delicados movimientos y su poder seductor pronto hacían olvidar ese detalle a los pretendientes que se le acercaban.
El caballero del sombrero de copa que había organizado el espectáculo tenía mucha labia y sabía cómo encandilar al público. Les había hecho creer que era fácil descubrir al joker entre tanto diamante. Luego con un movimiento rápido de su mano lo hacía desaparecer entre sus mangas y nadie se daba cuenta si sabías atrapar su atención en otro lado. Lo había hecho desde niño. La gente apostaba y él los dejaba pelados. Ya era tan natural como respirar. Se había convertido en un arte.
Cuando vio a la dama poniéndose en puntillas para poder observar con detalle sus manos, la saludó con un leve movimiento de cabeza. La dama volvió a su estatura habitual y la vio escabullirse por detrás como un ratoncillo corriendo en una cocina. Sus pies eran silenciosos. Sus dedos, pequeños y hábiles, apenas rozaban la ropa cuando se adentraban sigilosos en los bolsillos de los espectadores. El caballero sonrió. Era buena la condenada.


Aún recordaba la conversación que habían tenido el día anterior, mientras hacían recuento de lo que habían recaudado.
―No te estarás quedando con nada, ¿verdad? Mira que el jefe se da cuenta de esas cosas...
―Por supuesto que no, ¿por quién me has tomado?
A pesar de sus palabras, desviaba su mirada hacia un lado al decirlo, y eso le hacía sospechar que estaba mintiendo. No es que la hubiese tomado cariño, pero sabía más de un diablillo que había sido encontrado flotando en el río después de haber sido cogido con las manos en la masa... o en la caja de caudales. Lo malo es que a ella tal vez la violarían antes.
―Además... ―añadió la mujercilla con una sonrisa― siempre sabría cómo compensar el error.
―¿Ah, sí? ―contestó, distraído. Estaba contando el dinero, y necesitaba concentración. “45, 46, 47, 48...” Hoy no había sido un buen día. ―Sabes, yo que tú tendría cuidado. Al jefe no le gustan los que se pasan de listos.
―Entonces deberías dejar de engañarle con la recaudación.
Thomas dejó de contar y miró amenazadoramente a la niña. Tuvo que controlar su puño derecho para que no golpeara contra la mesa de madera.
­―No seas bocazas, mocosa. Ni siquiera sabes contar.
―Eso es lo que dicen... ―contestó, tratando de disimular su frustración y mirando de reojo el dinero que Thomas manejaba. Esta vez no pudo contenerse. Se levantó y estrujó la hermosa cara de la pequeña Bonnie con sus manos sucias y fuertes. La dura de Bonnie no varió su expresión ni se puso más pálida de lo que ya estaba.
―Escúchame bien. Vuelve a insinuar algo como eso y seré yo mismo quien te estrangule y eche tu cadáver al río, ¿me has oído? Ya te he protegido más de una vez de esos rufianes... y algún día podría dejar de hacerlo.
Recuperó su posición, dio un trago al vino aguado y continuó contando. Aunque habían acordado un reparto equitativo de las ganancias, le dio menos de lo que le correspondía.
―Aquí tienes tus treinta y siete chelines. Ahora, agua.
Bonnie se levantó y cogió las monedas con desgana.
―Con esto no tengo ni para el pan.
―Pues vete a darte un paseo por el East End.
La mujercilla le echó una mirada llena de odio y se alejó corriendo. El falso caballero inglés con sombrero de copa sacudió la cabeza con desprecio y murmuró:
―Chiquillas...

(continuará...) 

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