jueves, 15 de enero de 2015

Reflexiones de Haldor.

—Cuanto antes lo aceptes, mejor.
—Eso no va a pasar nunca, maestro.
—Pues entonces la losa pesará siempre sobre tus hombros.
Haldor volvió la mirada a las llamas, esperando en vano que sus manos dejaran de estar heladas. Tal vez el problema estaba en su corazón, a veces le parecía que se estaba volviendo frío como el más cruel de los inviernos. Pero no. Su corazón siempre se hallaba rodeado de llamas, idénticas a las que contemplaba frente a él, envuelto en su gruesa capa de lana oscura, tratando de comprender el mundo en el que vivía.
Sentía la losa que su maestro Hathaur mencionaba, algo que con frecuencia le hacía desear caminar solo entre las sombras del bosque o esconder su rostro bajo la capucha mientras la lluvia caía dulce y gris sobre su cabeza. Pero lo que más pesaba era conocer la Verdad y no poder utilizarla para el bien común. No poder evitar la desgracia y la locura reinante allá donde fuera, siempre que había seres humanos de por medio.

Haldor era obstinado. Por eso llevaba la contraria siempre que podía a Hathaur. El pobre viejo era un pozo eterno de sabiduría, pero toda esa sabiduría no le servía de nada cuando se trataba de resolver cuestiones prácticas. Siempre había alguna ley natural que no se debía romper o algún poder ancestral ligado a la tierra que era mejor no desafiar. Y mientras, la gente moría a su alrededor sin mover un dedo por evitarlo. La gente mataba por un pedazo de pan o por una disputa sobre qué dios era mejor adorar. Las niñas eran vendidas, los niños esclavizados y reducidos a esqueletos andantes en un par de lunas. Los hombres pedían ser ajusticiados antes de ser enviados a las mazmorras donde la muerte era igual de segura pero mucho más lenta. Los que trataban de sobrevivir sin hacer mal a nadie perdían las cosechas año tras año o se las robaban directamente.
Él había hecho crecer un brote de cereal solo con el poder de sus manos. Pero no era capaz de cambiar el mundo. Él había visto a Hathaur reparar heridas mortales llenas de líquido pestilente con poco más que unas plantas y el poder de su pensamiento. Pero no era capaz de cambiar el mundo. Él había viajado por mundos que otros consideran irreales y había visto con sus propios ojos cómo la existencia de lugares sin oscuridad ni maldad no solo es posible, sino que están al alcance de todos nosotros. Pero no era capaz de cambiar el mundo.
Eso era lo que no podía llegar a aceptar.
Lo había intentado en varias ocasiones y siempre había salido mal, eso era cierto. Pero se negaba a darle la razón a su maestro porque no entendía que los misterios de la especie humana no fueran ya misterios para él y tuviera que seguir siendo testigo de la ceguera y la desolación de la vida cotidiana de aquellos que compartían la tierra que pisaba.
—¿De qué sirve el conocimiento entonces, maestro? —le había preguntado tantas veces mientras Hathaur preparaba esos guisos con setas que le volvían loco.
—¿Servir? ¿Es que tiene que servir para algo? ¿Sirve de algo que un nogal crezca en el bosque? ¿Sirve de algo que una ardilla haga su casa en el tronco del nogal? ¿Sirve de algo que un cervatillo nazca? ¿Sirve de algo que haya estrellas en el cielo? Las cosas son porque son. Existen independientemente de que tú existas o no. Y no tienen por qué girar a tu alrededor ni servirte de algo. Eres tú el que decide qué valor tienen. Para otros puede no significar nada. Y están en su derecho.
—¿Por qué yo sé y otros no?
—¿Por qué algunos nacen ciegos y otros sordomudos? ¿Acaso saben menos por percibir el mundo de otra manera?
—Me gustaría que al menos alguna vez no me respondieses con preguntas.
Hathaur soltó una sonora carcajada.
­—Muchacho, ya deberías saber que yo nunca te voy a dar las respuestas... porque no las tengo.
—¿Entonces no sirve de nada?
El hechicero se volvió hacia él. Algo en su tono de voz le dijo que Haldor se hallaba en un callejón de salida, y no le gustaba verlo atrapado sin posibilidad de salvación. Después de tantos años, le había cogido cariño. Haldor se había sentado en el taburete de madera y parecía encogido bajo el peso de esa losa que —sabía— siempre llevaría a cuestas. Cuando se dio cuenta que al verlo así sus ojos se habían llenado de lágrimas dio un respingo y se acordó de que tenía que remover el guiso. El silencio también parecía haberse hecho sólido. Le ofreció una escudilla con una ración generosa del manjar que acababa de preparar y luego se sirvió un poco él. Se sentó enfrente de su discípulo y comprobó que su mirada aún continuaba perdida.

—Haldor... El conocimiento otorga poder. Pero ese poder puede ser bueno o malo, depende del uso que tú quieras darle. No es la primera vez que veo esa mirada de determinación en alguien... estás seguro de lo que sabes, y eso me hace sentir orgulloso, porque gran parte te lo enseñé yo. Y lo hice por una razón: porque sabía que tú sabrías cómo sacarle partido. Muchos creen saberlo, pero acaban dominados por sus aires de grandeza, se creen especiales, superiores a los demás, creen que ya lo han aprendido todo, se creen incluso capaces de despreciar aquello que no encaja en su propia concepción artificial del mundo que se han creado... ¿Quieres que te diga cómo acabaron algunos de ellos? Los verdaderos sabios no lo parecen. Los verdaderos magos no llevan ningún distintivo que los delate, y los verdaderos maestros surgen en cualquier lugar, cuando menos te lo esperas, y pueden estar envueltos en harapos o tener apariencia de joven ingenua. Las personas están tan ciegas que ni siquiera son capaces de reconocer a los verdaderos maestros, aquellos que según saben más y más, se van haciendo más pequeños y pasan más desapercibidos. ¿Sabes por qué pasan más desapercibidos? Porque su sabiduría les ha hecho comprender que hay cosas que no necesitan ser cambiadas. Por mucho que les duela. Por mucho que les cueste conciliar el sueño por las noches, cuando el resto del mundo duerme ajeno a lo que individuos como tú saben. Es un sentimiento amargo... lo sé. Pero créeme, aprenderás a vivir con ello. Y ahora, come. No quiero que tu cuerpo físico se desintegre antes de tiempo.  
Haldor trató de obedecerle, pero el nudo en su estómago se lo impidió. No sabía cómo, pero tenía que encontrar la forma de rebelarse a aquellas palabras.

[Haldor y Hathaur son personajes de mi novela La espiral de marfil. Tal vez algún día me ponga a escribir otro libro sobre ellos... pero temo que no será hoy].

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