sábado, 15 de febrero de 2014

El Ángel de la Muerte (12).

El silencio se podía cortar con un cuchillo. Si hubiese habido algún despertador cerca, habrían podido escuchar el incesante tic tac trepanándoles el cerebro (si lo hubiesen tenido), volviéndolos locos segundo a segundo... Pero la habitación estaba prácticamente vacía.
Tot hojeaba una revista sobre Panzers de la Segunda Guerra Mundial sentado en un sillón, en una esquina, cerca de la puerta acristalada que daba al balcón. Leuche estaba a los pies de la cama, sentado sobre una especie de mesita auxiliar de madera pegada a la pared, con las piernas cruzadas, algo rígido por la tensión del momento, observando al hombre que había sobre la cama de matrimonio. Ni siquiera se había descalzado. Tenía aspecto de haber tenido un mal día: los pantalones de su traje gris oscuro estaban arrugados, la corbata deshecha y colgando hacia un lado, el pelo ralo grasiento y desaliñado, y había una botella de coñac en la mesilla medio vacía, con un vaso al lado en el que aún sobrevivían unos cubitos de hielo medio derretidos. Algunas pastillas habían quedado desperdigadas sobre la mesilla y algunas se habían caído a la lujosa moqueta de color beige que cubría toda la estancia. Leuche aún no sabía muy bien si los somníferos eran para suicidarse o solo para no enterarse mucho cuando apretara el gatillo... porque también había visto que traía una pistola en el maletín negro que había dejado cerca de la entrada.
―Tot... ―susurró―. Oye, Tot... ¡Tot!
Tot levantó la vista de su revista y miró a Leuche sin apenas inmutarse.
―¿Tú estás seguro de que lo va a hacer?   
Tot suspiró y pasó una página de la revista.
―Cuando nos llaman, generalmente es porque no hay vuelta atrás. Aunque siempre cabe la posibilidad de que se arrepientan... creo que en las últimas estadísticas que se hicieron el porcentaje de arrepentimiento fue de un 0,00001%, o sea, que es prácticamente imposible que...
―¡Tot! ¿Crees que utilizará la pistola? En ese caso, la transición será más rápida, ¿no?, y puede que tengamos más problemas para convencerle de que está muerto...
―No, no depende de eso. Depende de las veces que haya muerto y de lo despierta que esté su consciencia... que, en este caso, no creo que esté muy despierta.
―¿Y cómo lo sabes?
―Me lo chivó un pajarito...
―¿Hablaste con su guía?
―Viene en su informe, ¿es que no lo leíste? ―preguntó Tot, con cierto tono de reproche. Leuche le miró con rencor.
―Todavía no sé conducir y leer a la vez.
―Si hubieras llegado antes, tal vez te habría dado tiempo...
­―El reloj ponía...
Un fuerte golpe les hizo volver su atención hacia la cama. El hombre había vuelto a vaciar el vaso y ahora quedaban menos pastillas. Lo bueno es que no parecía tener fuerzas para levantarse... y el arma quedaba lejos. Leuche tragó saliva (o lo que fuera). Bajó la voz... aunque sabía que era poco probable que pudiera oírle. Además se estaba quedando dormido. Bueno, algo más que dormido...
―Estate atento ―le advirtió Tot―. Queda muy poco.
Cerró su revista y se levantó. Se acercó a la ventana y se puso a silbar mientras contemplaba la calle ahí fuera... o ahí abajo, mejor. El rascacielos debía tener como doscientas plantas o así. Aunque había empezado a acostumbrarse, aún le costaba enfrentarse a este tipo de situaciones... aquellos tipos no sabían que al suicidarse solo estaban posponiendo las pruebas que tendrían que volver a superar tarde o temprano... y estaban echando por la borda toda una serie de magníficas oportunidades para sentirse orgullosos de la vida tan dura que les había tocado vivir. Pero por otra parte era del todo comprensible... lo había experimentado en carne propia.
De pronto aquel hombre abrió los ojos, a pesar de que su cuerpo continuaba inmóvil sobre la cama y un color grisáceo había aparecido en su piel. Leuche apenas distinguió el doble etérico que comenzaba a despegarse del cuerpo físico (y bastante rechoncho por cierto). Su vello se erizó cuando sintió que le estaba mirando... o, bueno, al menos la sensación fue la misma que cuando su vello se erizaba estando vivo.
―¿Qui-quiénes sois?
El hombre miró alternativamente a uno y a otro, con pánico en su rostro. Buscó el maletín en el suelo. Tot se volvió lentamente, atento a cualquier movimiento. Leuche se puso en pie, sin saber qué decir. Dejó que Tot se adelantara.
―Tranquilo... Todo ya acabó. Hemos venido para llevarte al otro lado...
No era muy distinto a lo que Tot decía siempre... pero por alguna razón aquella vez no funcionó.
―¿Có-cómo?
El hombre retrocedió instintivamente intentando protegerse con las sábanas, buscando una salida. Aunque Tot y Leuche le pidieron repetidas veces que se calmara y le aseguraron que no le iban a hacer daño, las dos imponentes figuras, oscuras y extrañas, amenazantes como pocas en medio de un cuarto en el que ahora la luz parecía tener un extraño tinte azulado y el mobiliario parecía irreal, le hicieron caer presa del pánico.
―¿Quiénes sois? ―repitió―. ¿Qué estáis haciendo aquí?
Tot previó el movimiento, pero no fue lo suficientemente rápido. Gritó a Leuche que lo agarrara, pero los reflejos de Leuche tampoco funcionaron. El hombre se levantó de un salto, atravesó el cristal del balcón y cayó en picado sin ser aún plenamente consciente de que su primer intento de suicidio ya había tenido éxito.


Los dos Ángeles de la Muerte se abalanzaron tras él y le alcanzaron en la caída. Mientras caían el hombre los miró sin comprender... posiblemente pensó que estaba soñando. Cuando atravesaron el pavimento el hombre se quedó bastante sorprendido, pero no fue hasta unos metros más abajo, en un túnel del alcantarillado, cuando por fin se detuvo y se atrevió a mirarse a sí mismo, espatarrado sobre agua maloliente... y contempló a la rata que husmeaba algo justo al lado sin mostrar ningún signo de alarma. Tot se situó detrás de él. Intuía lo que iba a pasar. Leuche se puso enfrente del desconcertado espíritu y trató de hablar con él.
―¿No oíste a mi compañero? Todo acabó...
―¡No! ¡No es posible! ¡Aún estoy aquí! ¡Aún andan detrás de mí! ¿No lo entendéis? ¡Se llevaron a mi hija! ¡Por mi culpa! Y ahora... ahora...
―Ahora ya no pueden perseguirte más. Estás muerto... ¿no era eso lo que querías?
Tot sacudió la cabeza a sus espaldas. Ésa no era una buena elección de palabras...
―¡No! Digo... ¡sí! ¡Quería la muerte! ¡¡No esto!!
Y trató de escabullirse de nuevo y comenzó a caer más y más, en un pozo oscuro y más oscuro en el que se empezaban a escuchar las voces de almas atormentadas. Tot y Leuche tuvieron que volar detrás de él...
―¡Cógelo, Leuche! ¡Cógelo!
―¡Eso intento!
Pero cuando te habías acostumbrado ya a un nivel de vibración determinado era difícil adaptarse a los niveles más bajos... y el hombre caía a una velocidad pasmosa.
Por fin Tot pudo alcanzarlo y le golpeó en la cabeza con el martillo de brujas, una herramienta reglamentaria pero que había quedado relegada exclusivamente a determinados casos muy bien descritos en el manual. Sonó un “clonc” cuyas ondas sonoras reverberaron en todas las alcantarillas de la ciudad y el espíritu confuso del hombre que se había suicidado quedó inerte en medio de la oscuridad y las inmundicias de las tuberías.
―¡¡Uff!! ­―exclamó Leuche―. Por poco se nos lo lleva el Diablo... ―bromeó.
―Sí... Satanás en persona ―murmuró Tot con una sonrisa irónica.
Luego sacudió la cabeza. Era por esto por lo que odiaba los suicidios. Ahora su uniforme parecía lavado con alquitrán y ni siquiera el holograma de la insignia era reconocible. Y encima no podía tener un compañero normal, no, tenía que ser un novato...
―Vamos, anda. Tira pa’ el coche.

(continuará...)

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