martes, 22 de diciembre de 2015

En primicia: Criogenizados (fragmento).

[Escribí este relato para un concurso literario, pero desgraciadamente no lo he ganado, así que he decidido publicarlo por mi cuenta para deleite de mis lectores.

He de decir que estoy orgullosa de este trabajo. Lo escribí en apenas dos meses, bajo presión, con vacaciones de por medio y sin tener apenas tiempo para pensar en lo que iba a escribir o en cómo iba a terminar. Ahora creo que bien podría ser el inicio de una novela o una saga.

Mientras le doy los últimos retoques a la publicación, os dejo con un pequeño fragmento. Es uno de mis favoritos, aunque no tan bueno como lo que viene después...

En cuanto lo saque del horno, os diré dónde podéis adquirirlo, tanto en papel como en formato electrónico.]

Al principio, la Cámara de Renacimiento no parecía distinta a una prolongación de un Cementerio Helado común. Habían reunido allí los tanques. Los ocho cabían de pie en un espacio muy pequeño, y te podías deslizar entre ellos para chequear los controles e incluso echar un vistazo a los rostros de los individuos criogenizados, moviendo a un lado la tapa que cubría el visor. Esto se hacía fundamentalmente para los familiares. Cristina lo había hecho durante toda su vida por pura curiosidad, porque le fascinaba la muerte.

Pero ahora el cementerio se iba a convertir en una especie de cálido útero del que volvería a surgir la vida, y por eso poco a poco habían comenzado a referirse a él como Cámara de Renacimiento. Con independencia del nombre que le pusieran, Cris no había podido resistirse a visitar la cámara fría cuando la falta de sueño la había sorprendido en medio de la noche. Siempre podía echarle la culpa a su gran celo profesional por estar allí a esas horas de la madrugada, cuando los sistemas temporales automáticos establecían una menor intensidad de luz y sonidos ambientales de efecto calmante. La gente normal se retiraba a descansar. Con frecuencia ella aprovechaba para realizar otro tipo de actividad que la distrajera de su rutina diaria, pero ¿dormir? Eso le parecía malgastar el tiempo. Últimamente vivía para el proyecto. Y no podía dejar de admirar todo el trabajo que tanto ella como sus antecesores habían llevado a cabo a lo largo de los años. Evan Cooper, uno de los primeros en proponer que un ser vivo podía ser criogenizado y después revivido, tenía que haber estado allí. Robert Ettinger, autor de un libro que la había fascinado desde niña, se merecía ocupar uno de los asientos en primera fila. Los fundadores de Alcor tenían que haber sido invitados de honor. Era una pena que no todos hubieran elegido la criogenización como método de conservación de sus cuerpos... aunque la verdad es que las técnicas primitivas de entonces quizá no habrían sido suficientes para culminar con éxito el proceso de resucitación. De algún modo sentía que todos esos hombres y mujeres pioneros en su campo estaban allí a su lado, testigos mudos de lo que estaba a punto de ocurrir: la victoria de la vida sobre la muerte. 

Andreas Hoffer y Patricia Ullman no habían sido científicos de renombre asociados a la criogenia. Eran personas anónimas, con vidas desconocidas para el público, pero para Cris eran casi como miembros de su familia. Andreas tenía treinta y siete años cuando murió ahogado tras el hundimiento de un barco en el Atlántico. Pudieron recuperar su cuerpo a tiempo y criogenizarlo antes de enviarlo a la colonia lunar, donde ya se hallaban una abuela y un primo almacenados. Andreas pertenecía al grupo A1, el que en teoría debía causar menos complicaciones. Llevaba muerto la friolera (nunca mejor dicho) de cincuenta y ocho años, lo que en criogenia era poco más que un suspiro. Cris tenía grandes esperanzas con este sujeto, por su buena condición física en el momento del fallecimiento. Patricia, por el contrario, podía dar más problemas. Pertenecía al grupo B2. Solo llevaba criogenizada diez años, pero su edad era avanzada. La causa de su muerte había sido un fallo renal agudo. Con las técnicas de regeneración ultramicroscópica que conocían habían conseguido rejuvenecer el tejido renal. No parecía haber ningún impedimento para que este volviera a funcionar correctamente, pero aún así eran de esperar algunas complicaciones. El cuerpo de Patricia no tenía un aspecto tan saludable, a pesar de que los pliegues de envejecimiento habían sido reducidos al mínimo y para nada parecían pertenecer a una persona cercana a los noventa años. Era un caso interesante de todos modos. Iban a tener ocasión de probar más de un método experimental relacionado con los telómeros. Quizá la criogenización resultaría más eficaz que cualquier tratamiento estándar de belleza, y Patricia se alegraría de haber regresado.


En el ambiente de penumbra de la Cámara de Renacimiento, Cris había sonreído. Los tanques, aún en posición vertical, metálicos, fríos al tacto, producían una extraña sensación. Jamás había puesto el pie en un cementerio antiguo, donde los huesos se desintegraban poco a poco —decían— en el interior de osarios o, aún peor, cajas de madera que acababan pudriéndose. No podía ni tan siquiera imaginar qué habría sentido al caminar entre aquellas tumbas que adornaban con losas de piedra, a menudo grabadas con epitafios, repletas de figuras angélicas o esculturas que evocaban la existencia de otros mundos. No comprendía cómo podía haber tanta superstición junta. Y sin embargo, aun cuando aquellas escenas de dolor y muerte le resultaban tan extrañas y distantes, no podía dejar de percibir un algo perturbador en la proximidad de aquellos cuerpos inertes, que parecían vivos pero no lo estaban, paralizados, suspendidos, esperando quizá a que alguien como ella les devolviera lo que habían perdido.

Se había situado frente al cristal y había mirado fija, profundamente, en lo más hondo de los ojos de aquellos... cadáveres, aunque se resistiera a llamarlos así. Hacía tiempo que esa palabra sonaba desfasada, anticuada. Había de­saparecido casi por completo de los libros de medicina. Ser un cadáver era sinónimo de estar muerto para siempre, y eso, según la criogenia estaba demostrando, era ya un sinsentido. Los cadáveres pertenecían a una época pasada, oscura. Una etapa en la historia de la humanidad en la que se temía que la muerte fuera el fin. La muerte aterraba tanto a los seres humanos que se había convertido en un tema tabú. Nadie quería hablar de ello, nadie llegaba preparado al momento del deceso. Las religiones y otras formas de espiritualidad no habían hecho más que empeorar la situación, dando falsas esperanzas a la gente, que no sabía cómo aceptar que un día ya no verían nada más, no sentirían nada más. Se sumergirían en el sueño eterno, hasta que la Ciencia pudiera sacarlos de él. Menos mal que ya habían sido desterradas por completo de la sociedad. Esa etapa tan nefasta estaba a punto de acabar.

Cris se preguntaba qué le diría Andreas Hoffer cuando lo tuviera frente a ella, sorprendido de haber vuelto a la vida, sorprendido de haberse creído perdido para siempre en ese mar que le había arrastrado a su muerte. Cris se preguntaba lo fantástico que sería ver otra vez el brillo de la vida en esos grandes ojos oscuros, aunque ahora algo neblinosos, al decir, confundido: “¿Qué estoy haciendo aquí?” Y ella le respondería: “Había mucha oscuridad. Ahora hay luz”.

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