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jueves, 15 de febrero de 2018

El Ángel de la Muerte (Animal).

¡Noticias! El Ángel de la Muerte regresa con una nueva aventura. Esta es más difícil todavía, si cabe. Un auténtico reto para una escritora como yo. Un proyecto con el mismo formato que el anterior y que se propone ser igual de divertido y educativo. No tengo ni idea de dónde voy a acabar, pero sí sé qué quiero contar y cómo hacerlo. Si todo sale bien, habrá nuevo libro. ¿Vienes conmigo?

Decían que en el más allá los espíritus apenas sentían emociones, que aquello no era nada comparado a tener un cuerpo físico. Esto último sí que era duro: el miedo, la angustia, la soledad, la tristeza, el odio, las ganas de cagarte en todo… Una leche. Siendo un espíritu sentías todas esas cosas igualmente. Había unas pocas diferencias con estar encarnado, eso sí que era cierto. Esas diferencias eran inconvenientes. Quizá, en el fondo, era lo que llevaba a todos los espíritus a reencarnar. Primero, que todo el mundo sabía cómo te sentías con solo mirarte, el disimulo era imposible. Esto, con personas de confianza, es llevadero. Que te pase con un guía espiritual o con uno de esos sabiondos del Consejo, es una jodienda, para qué nos vamos a engañar. Y segundo, que por mucho que quieras, cuando te sientes tan mal que solo tienes ganas de ponerte hasta arriba de algo, discutir con alguien en el Facebook o partirle la cara físicamente… ¡no puedes hacerlo! Bien sabe Dios lo frustrante que es. Quizá precisamente por eso le dio por llamarse Yahvé y se puso a quemar ciudades por un tiempo.
Leuche llevaba eones sospechando que eso era mentira. El mundo terrenal está tan sobrevalorado como el mundo espiritual. En los dos puedes estar igual de a gustito, depende de cómo te lo montes. Y en los dos puedes sentirte apático, vacío, incomprendido o solo. No, cuando mueres nadie alcanza el Nirvana. Cuando naces… bueno, al principio es bastante desagradable con todas esas luces y todos esos enfermeros manoseándote, pero pasado un rato, si tienes suerte, ya puedes dedicarte a comer, dormir y defecar como un campeón durante uno o dos años. Algunos, más. Con total tranquilidad.
Leuche se sentía intranquilo. Llevaba un largo tiempo de vacaciones. Su principal ocupación en su último periodo entre vidas había sido ir de biblioteca en biblioteca, porque le gustaba investigar sobre los universos y las formas de vida en otros planetas, sobre la materia y la antimateria, la gravedad, los agujeros negros… Había pedido una excedencia en el Departamento de los Ángeles de la Muerte y se la habían concedido. Y ahora que se le estaba acabando… empezaba a sentir el impulso de reencarnar. Sí, otra vez. Estaba hasta los co… cansado, digamos, de la rutina y, sobre todo, la burocracia, que suponía volver al plano físico. Se había propuesto, en vano, esperar al menos doscientos años (según el cómputo terrestre) para volver a hacerlo. Pero, como le solía ocurrir en estas ocasiones, estaba alarmado por lo caótica que se estaba volviendo la vida en la Tierra. Bueno, tal vez “caótica” no era el término más exacto. Más bien la situación era apocalíptica. Los seres humanos estaban cavando su propia tumba… que no es que fuera la primera tumba que se cavaban a sí mismos, pero a Leuche le dolía especialmente porque la Tierra había sido su hogar durante los últimos 2500 años, al menos.
Sentado en un magnífico prado de hierba mullida estudiaba su iPad de última generación, revisando las últimas estadísticas que habían publicado los del Departamento de Cuentas Terrestres. No le salían las cuentas.
—¡Che! ¡Así que os hallás acá! Pensé que aún estabas allende los mares…
—Tot, tu última encarnación en Argentina te ha dejado un poco tocado. ¿Cuándo volverás a hablar normal?
—¿Cuando vos dejés de ser tan boludo?
—Yo voy a seguir siendo como me dé la real gana.
—Pues andá a cagar.
—…


Tot no había venido hasta aquí solo para que Leuche le ignorara, así que se esforzó por utilizar un lenguaje que ambos entendieran. A veces le costaba y acababa usando varios a la vez.
—Oye, Leuche, ¿qué estás haciendo? Yo acabo de recoger una pobre niñita de un incendio provocado por la mala combustión de una estufa. ¿No tienes ganas de volver a laburar?
Leuche suspiró. No muchas, la verdad. No llegó a decírselo verbalmente (o sea, por telepatía) a Tot, pero como en el mundo espiritual no puedes ocultar tus emociones, a no ser que te esfuerces bastante, no hizo falta decírselo. De hecho, se las transmitió, directamente. De pronto Tot se sentía melancólico.
—¿Ves todos aquellos animales allí, Tot?
—Sí, los veo.
—Fíjate bien y verás cómo están constantemente yendo y viniendo. Sus vidas apenas duran… un minuto, dos…
—Según el tiempo local.
—Sí, claro. Eso puede equivaler a… ¿cuánto? ¿Un mes en la Tierra? ¿Dos?
—Bueno, sí, por ahí —disimuló Tot, mientras echaba un rápido vistazo a su reloj atómico interdimensional.
—Y no solo es la duración. Sus almas cada vez vuelven más alteradas, con desequilibrios energéticos profundos y desgarros irreparables. ¿No crees que deberíamos hacer algo por ellas?
Tot se quedó pensativo, contemplando en la distancia el conjunto de almas de todos los tamaños, colores y densidades que se agrupaban en el prado.
—Creo que se ha quedado libre una vacante en el Departamento de Sanación Álmica. ¿Quieres que te recomiende para el puesto? Aunque pensaba que lo tuyo era la muerte…
—¡Y sigue siendo la muerte! —exclamó Leuche, con un relámpago en sus ojos.
Tot miró a su amigo confuso.
—¿Entonces?
—Entonces… me refiero a que debería hacer algo por ellos… desde el otro lado.
Silencio.
Más silencio.
Tot parpadeaba, perplejo.
Leuche miró el prado y los pobres animales apareciendo y desapareciendo constantemente. A veces podía ver lo que ellos veían. Sentir lo que ellos sentían.
Tot hizo como que se interesaba por el iPad. Luego miró al horizonte. Carraspeó.
—¿Desde el otro lado? ¿Quieres decir… con un cuerpo?
—Sí, tal vez… Desde aquí ya sabes que no podemos cambiar nada.
—Pero…
—Vale. Sí. Con cuerpo y todo.
Tot suspiró profundamente. Luego se echó a llorar.
 
(continuará...)

lunes, 1 de agosto de 2016

Sé vegano, amigo mío.

No se asuste el lector, que de momento no pienso convertir este blog literario en un blog vegano, para eso ya están otros que lo hacen mejor que yo. Pero como además de ser un blog literario también es un blog personal, y ahora mismo estoy que ardo con este tema, pues me apetece hablar de ello.

Aunque la verdad es que el lector no debería asustarse de lo que yo haga o deje de hacer, sino de lo que supone tener un filetito de ternera en su plato o ir al Foster Hollywood’s a comer unas ricas costillitas...

Advierto que las palabras que vienen a continuación pueden herir vuestra sensibilidad. Si queréis seguir viviendo engañados, consciente o inconscientemente, dejad de leer. AHORA.

Resulta que poco a poco los restaurantes veganos van esparciéndose lentamente por Madrid. Más lentamente de lo que a mí me gustaría, pero mejor Madrid que cualquier lugar fuera de sus fronteras, donde ya se hace totalmente imposible comer para un vegano a no ser que te lleves el tupper de casa. El otro día estuve en Rayén Vegano para desayunar (las tortitas están para morirse, en serio) y cuando fui al baño me encontré un par de folletos que me llevé a casa para estudiar. Un poco a regañadientes, es cierto, pero convencida de que debía hacerlo, para así tener cada día más y más argumentos con los que defenderme.

www.provegan.info

Tengo que decir que jamás he necesitado ver ningún reportaje tipo Earthlings para cambiar mi alimentación. Como expliqué en mi anterior entrada, eso fue fácil en cuanto conocí de primera mano lo que realmente significaba la producción animal y cómo se las gastaban en los mataderos, gracias a la fantástica (tono irónico) formación que recibí para ser veterinaria. Tomé mi decisión sin dudar y no necesité profundizar mucho más en la realidad que nadie nos cuenta, en las salvajadas que se cometen día a día en cada uno de los eslabones de la producción intensiva (y también en la extensiva, en la ecológica y en todo lo que implique matar o explotar un ser vivo). Pero lo cierto es que según mi conocimiento al respecto avanza, más me doy cuenta de que apenas conocía una parte. Las cosas son mucho peores de lo que imaginaba, y de ahí el paso definitivo al veganismo.

Tampoco he tratado nunca de convencer a nadie de que se hiciera vegetariano. Me limitaba a sonreír cuando me preguntaban “¿Y tú por qué no comes carne? ¿Te dan pena los animalitos?” Sabía que era una batalla perdida, que la gente es feliz en su ignorancia, que es fácil encontrar millones de excusas para seguir siendo cómplice de algo que está mal, muy mal... y lo sabes, aunque no quieras verlo. Por desgracia, aquí me incluyo. Es una decisión personal, y cada uno lleva su ritmo, no puedes forzar a nadie o convertirte en un intolerante. Solo en los últimos tiempos he empezado a compartir más información en mis redes sociales relativas al veganismo, o a escribir artículos como este. Porque si algo soy, soy una divulgadora (aparte de escritora), y poco más puedo hacer si quiero cambiar el mundo.

Pero lo que me decidió a compartir esta vez fue encontrar en uno de esos folletos la historia de una veterinaria alemana que tuvo que hacer seis meses de prácticas en un matadero. Por suerte, yo no tuve que sufrir esa tortura, aunque lo poco que vi ya me convenció para siempre de que yo jamás me dedicaría a algo así. Lo triste es que he tenido que esperar más de veinte años para no sentirme sola, para no sentirme un bicho raro. Hace unos cinco años, cuando acabé un máster, aún tuve que soportar el típico comentario de un profesor: “En 1º de carrera muchos estudiantes vienen pensando que quieren tener una clínica y dedicarse a curar perros y gatos, pero luego se dan cuenta de que en realidad la carrera tiene muchas más salidas profesionales”. Sí, es verdad. Muchos veterinarios lo somos por vocación. Cuando empezamos pensamos que todos los veterinarios lo son porque quieren salvar vidas de animalitos. Yo pensaba que en la facultad me iba a encontrar con un montón de gente que pensaría igual que yo, que estaba allí por amor verdadero a los animales. No encontré a muchos, la verdad. De ahí que, vaya sorpresa, haya acabado profundamente decepcionada con la profesión. Y años después, sigo pensando que si algún día tuviera la oportunidad de volver, solo lo haría para seguir salvando vidas de animalitos. No para lo contrario. Debe de ser que sigo viviendo en los mundos de Yupi con cuarenta años, porque daba la impresión de que para ese profesor, dejar esa idea atrás era equivalente a madurar y crecer profesionalmente. Lo decía con una sonrisita condescendiente, como si pensara “Qué inocentes somos en nuestra juventud”. Sí, yo era bastante naïve. También pensaba que la gente que tiene perros y gatos es porque realmente ama los animales. Según pasan los años te das cuenta de que lo que reina en la sociedad, aunque no le guste a nadie oírlo, solo es: PURA HIPOCRESÍA.

No. Los jóvenes que queríamos (que quieren) ser veterinarios para salvar animalitos, no es que fuéramos unos pobres inocentes inmaduros. Lo que ocurre es que tenemos unos valores éticos superiores a los de los demás. A mí nunca me han valido esas otras "salidas profesionales" porque la mayoría suponía convertirte en cómplice de algún tipo de maltrato animal: zoos, inspección de alimentos, producción intensiva, explotación, uso de animales para carreras y apuestas... supongo que yo misma dinamité mi futuro, porque solo me quedaba la clínica, y la clínica fue bastante deprimente también. El problema no es que seamos adolescentes hipersensibles que no pueden soportar que miles de corderitos sean degollados todos los días. No es que no podamos aceptar que para tener una alimentación equilibrada la carne es indispensable y por tanto el sacrificio de esos animales es necesario. No, lo que ocurre es que para nosotros la vida tiene un valor que no la tiene para los demás. La vida en el sentido más extenso de la palabra. No la vida humana exclusivamente.


Y es que uno de los síntomas más evidentes de esa hipocresía es cómo cambia el concepto de vida o muerte cuando añades el adjetivo “animal”, o incluso cuando ese animal cambia y en vez de ser un cerdo o una vaca, es un perro, un gato o un delfín. A todos se nos caen las lagrimitas cuando alguien salva una ballena, porque por alguna razón parece que las ballenas merecen vivir más que las gallinas o los cerdos. A nadie le importa si miles de terneras mueren cada día en una sola provincia. “Ternera”, por cierto, no significa “carne de vaca”. Significa vaca joven. Porque si la carne es jugosa, suele ser de un animal muy joven. Si hiciéramos la conversión como con una de esas estúpidas escalas para saber cuántos años humanos tiene mi gato, saldría un bebé o un niño de 3 años. Pero a nadie le importa matar crías de animales para comer, porque tenemos que sacar las proteínas de algún sitio, ¿verdad? Eso sí, vemos un vídeo de Cuarto Milenio sobre un feto humano y el periodista que lo presenta nos hace creer que eso es una especie de milagro, que la vida humana tiene que ser preservada desde su concepción. Pero nadie piensa en los fetos que salen de las barrigas de las vacas sacrificadas, como vamos a ver a continuación. Me gustaría llenar internet con fotos de embriones animales y no decir nada, a ver cuántos son capaces de diferenciar un animal no humano de un humano. Es muy fácil decir que eres antiabortista, pero parece que la vida deja de ser sagrada cuando tenemos un entrecot en el plato.


Pero voy a ceder la palabra a la hoy veterinaria Christiane M. Haupt. Su experiencia en el matadero la dejó tan afectada que necesitó escribirlo para poder seguir viviendo. Comparto al cien por cien todo lo que dice. Yo no suelo leer este tipo de testimonios porque ya sé lo que hay. Pero, obviamente, hay otra razón por la que no lo suelo hacer: me sigue doliendo el alma. Me sigue doliendo el ser testigo de toda esa ignorancia e hipocresía que impiden que el mundo cambie. Por eso lo difundo, con la esperanza de tocar más consciencias y que poco a poco el veganismo se convierta en la nueva forma de vida de la humanidad entera. Porque aunque sé que la cosa está complicada, el mundo debe cambiar, y no cambiará mientras no cambiemos nosotros mismos. (La negrita es la original).

“Una vez en casa me tumbo en la cama y me quedo mirando fijamente al techo. Horas y horas. Todos los días. Mi entorno reacciona con irritación. ‘No pongas esa cara de pocos amigos. Sonríe. Tú querías ser veterinaria por encima de todo.’ Veterinaria, no matarife. No puedo soportarlo más. Estos comentarios. Esta indiferencia. Esta naturalidad con que se acepta la muerte. Quisiera hablar, tengo que hablar, sacar lo que llevo dentro. Me ahogo. Quisiera hablar del cerdo que no podía seguir andando y estaba ahí tirado con las patas abiertas, y le dieron patadas y golpes hasta que lo metieron a palos en la celda de matanza. Más tarde lo examiné cuando pasó colgando a mi lado troceado: a ambos lados de los muslos tenía desgarres musculares. Fue el número 530 de las matanzas de aquel día, nunca olvidaré esta cifra. Quisiera hablar de los días en que sacrificaban a las vacas, de los mansos ojos castaños tan llenos de miedo. De los intentos de huida, de todos los golpes y maldiciones hasta que el pobre animal estaba preparado para recibir la descarga eléctrica en las jaulas de hierro con vista panorámica a la nave donde sus congéneres estaban siendo despellejados y descuartizados, – y entonces la descarga mortal, a continuación la cadena en la pata trasera, levantando al animal que cocea y se retuerce, mientras que en la parte de abajo ya le están separando la cabeza del cuerpo. Y lanzando chorros de sangre y sin cabeza, el cuerpo sigue encabritándose, las piernas se retuercen… Hablar sobre el ruido espantoso que hace la piel al ser arrancada del cuerpo, sobre los movimientos automáticos de los dedos del desollador al sacar los ojos de las órbitas – los ojos torcidos, rojos, saltados – y los arroja a un agujero que hay en el suelo, por el que desaparecen los ‘desechos’. Hablar de la rampa de aluminio a la que van a parar todas las vísceras que son arrancadas de los enormes cadáveres decapitados y que – exceptuando el hígado, el corazón los pulmones y la lengua, aptos para el consumo – desaparecen por una especie de tragadero de basura.
Quisiera contar que una y otra vez se podía encontrar un útero preñado en esta montaña sangrienta y pegajosa; que he encontrado pequeños fetos de todos los tamaños con aspecto de terneritos completos, delicados y desnudos y con los ojos cerrados, en su protectora bolsa amniótica que no pudo protegerlos – el más pequeño era tan diminuto como un gatito recién nacido y sin embargo realmente una vaca en miniatura, el mayor con un vello suave, marrón y blanco, y con largas y sedosas pestañas, pocos días antes de su nacimiento. ‘¿No es un milagro lo que crea la naturaleza?’ dice el veterinario que está de guardia este día, y arroja el útero, incluido el feto, en el borboteante tragadero de basura. Y yo sé con seguridad que no puede existir Dios porque no cae ningún rayo del cielo para vengar este sacrilegio que sigue repitiéndose interminablemente.
Tampoco hay un Dios para la pobre vaca flaca que se estremece compulsivamente tirada en el pasillo helado y expuesto a las corrientes de aire delante de la celda de matanza, cuando llego a las siete de la mañana, ni nadie que se compadezca de ella dándole un rápido tiro. Cuando me voy por la tarde sigue allí tirada y se estremece: nadie la ha librado de su sufrimiento a pesar de las repetidas órdenes. Yo he aflojado el cabestro – clavado sin piedad en su carne – y le he acariciado la frente. Ella me mira con sus enormes ojos, y yo siento que las vacas pueden llorar. La culpa de tener que mirar un crimen sin poder hacer nada me pesa tanto como cometerlo. Me siento tan infinitamente culpable.
Mis manos, mi bata, mi delantal y mis botas están embadurnadas de la sangre de sus congéneres. He pasado horas debajo de la cinta transportadora, he cortado corazones, pulmones e hígados. ‘Con las vacas se pone uno siempre perdido’, acaban de advertirme. Esto es lo que quisiera contar para no tener que soportarlo sola, – pero en el fondo nadie quiere escucharlo. No es que durante este tiempo nadie me haya preguntado con frecuencia. ‘¿Qué tal en el matadero? ¡Uy, yo no podría!’ Con las uñas me grabo profundas medias lunas en la palma de la mano para no abofetear esas caras de lástima, o para no lanzar el teléfono por la ventana, – me gustaría gritar, pero hace tiempo que todo eso que contemplo día a día ha ahogado los gritos en mi garganta. Nadie me ha preguntado si yo puedo. Las reacciones a cualquier respuesta, por corta que sea, revelan malestar respecto a este tema. ’Sí, todo eso es horrible, y nosotros también comemos muy poca carne’. Con frecuencia me pinchan: ‘¡Aprieta los dientes, tienes que pasar por eso, y ya mismo estarás lista!’. Este es uno de los comentarios peores, más crueles e ignorantes, porque la masacre sigue, día a día. Yo creo que nadie ha entendido que mi problema no consiste tanto en sobrevivir los seis meses, sino en que existe este monstruoso asesinato en masa, a millones, existe para cada persona que come carne. Especialmente los comedores de carne que afirman ser amigos de los animales son para mí unos impostores de los que desconfío.
¡Para, que me quitas el hambre!’ También con cosas así me han hecho callar brutalmente, seguido de la comparación: ‘¡Eres una terrorista! ¡Cualquier persona normal se reiría de ti!’ Qué sola se siente una en esos momentos. De vez en cuando miro el pequeño feto de vaca que me traje a casa y conservo en formalina. Memento mori. Deja reír a las ‘personas normales’.
Cuando una está rodeada de tanta muerte violenta cambian las perspectivas; la propia vida parece infinitamente sin importancia. Llega un momento en que miro las filas anónimas de cerdos descuartizados, que se mueven por la nave en forma de meandros, y me pregunto: ¿Sería diferente si aquí colgaran personas? Sobre todo la anatomía trasera de los animales muertos, gorda y llena de granos y manchitas rojas, me recuerda desconcertantemente a esa masa grasienta que se sale de los estrechos bañadores en las playas de vacaciones. También los chillidos interminables de los cerdos, que resuenan en las naves de matanza cuando los cerdos presienten su muerte, podrían provenir de mujeres o niños. No hay más remedio que embrutecerse. Llega un momento en que sólo pienso que tiene que parar, tiene que parar, ojalá que sea rápido con las tenazas eléctricas para que acabe de una vez. ‘Muchos cerdos no dicen ni mu’ dijo una vez una de las veterinarias. ‘Sin embargo otros se levantan y se ponen a chillar sin motivo alguno.’” 


Hay mucho más. Si quieres seguir, tienes el texto completo aquí.

Y después de todo esto tengo que soportar que me envíen periódicamente cierta revista de la Organización Colegial Veterinaria Española, llena de veterinarios a quienes les encanta la tauromaquia y veterinarios que trabajan en la explotación animal sin ruborizarse. Me ha llevado tiempo comprender por qué no existe un juramento veterinario como el hipocrático de los médicos. Ahora lo tengo claro. Sería el colmo de la hipocresía. Y tener que leer las distintas “Leyes de Protección Animal” ya es para ponerte a llorar.

Vivimos en una sociedad enferma, enferma de muerte. El Dr. Helmut Kaplan, psicólogo, en su ensayo “Traición a los animales”, comenta:

"El libro de Gail A. Eisnitz ‘Slaughterhouse’, para el que la autora entrevistó a trabajadores de mataderos con un total de dos millones de horas de experiencia en la celda de aturdimiento, demuestra que este horror sólo es la punta del iceberg de los crímenes que se cometen diariamente en el mundo en los mataderos de los países ‘civilizados’. Los siguientes extractos de entrevistas a trabajadores de mataderos fueron presentados públicamente el 18 de septiembre de 1999 en una presentación del libro:
‘Yo he visto carne viva de vaca, la he oído mugir cuando le hincaban el cuchillo y trataban de arrancarle la piel. Pienso que es terrible para el animal morir tan lentamente mientras cada uno hace su trabajo con él.’ ‘La mayor parte de las vacas que están colgadas viven todavía… Las abren. Las desollan. Siguen estando vivas. Les cortan las pezuñas. Ellas abren sus ojos desorbitados y lloran. Gritan, y puedes ver que casi se les salen los ojos.’
‘Un trabajador me contó que una vaca, a la que se le quedó atascada una pata en el suelo de un camión, se desmayó. ‘¿Cómo pudiste sacarla viva?’ le pregunté: ‘Oh’, dijo, ‘simplemente fuimos por debajo del camión y le cortamos la pata’. Cuando alguien te dice esto sabes que hay muchas cosas que nadie te cuenta.’
‘En otra ocasión se trataba de un cerdo vivo que no había hecho nada, ni siquiera había echado a correr. Cogí un tubo de un metro de largo y le golpeé hasta dejarlo casi muerto.’
‘Cuando tienes un cerdo que se niega a moverse, coges un gancho y se lo metes por el culo. (…) Luego tiras. Tiras de los cerdos mientras están vivos, con frecuencia se desgarra el ano al salirse el gancho.’

‘Una vez cogí mi cuchillo – que está bastante afilado – y le corte la nariz a un cerdo como si fuera un loncha de jamón para el desayuno. El cerdo se volvió loco durante unos segundos. Luego se sentó simplemente con pinta de tonto, así que cogí un puñado de sal y se lo restregué en la nariz. Entonces sí que flipaba el cerdo y metía la nariz por todas partes. Como me quedaba un poco de sal en la mano se la metí por el culo. El pobre cerdo ya no sabía si cagarse o volverse ciego.’
‘Llega un momento en que te vuelves insensible. (…) Si tienes un cerdo vivo no lo matas simplemente…, quieres que tenga dolores. Te echas encima con dureza, le destrozas la faringe, haces que se ahogue en su propia sangre. (…) Un cerdo vivo me miró y yo cogí un cuchillo y (…) le saqué el ojo mientras que él simplemente estaba allí sentado. Y el cerdo no hizo otra cosa que chillar.’"


Según el médico Dr. Ernst Walter Henrich, creador de la página web www.provegan.info, de la que he sacado toda esta información: 
“Innumerables grabaciones (filmadas de forma abierta y encubierta) de mataderos en todo el mundo demuestran que los animales no sólo están expuestos a inevitables horrores y tormentos de la cría de ganado intensiva y a la matanza, sino que son torturados a propósito por los trabajadores de la industria animal y empleados de mataderos, por sadismo u otros bajos instintos. A mí, que soy médico con conocimientos de psicología y psiquiatría, la crueldad extrema en los mataderos y ganaderías no me sorprende. Después de evaluar numerosas grabaciones, tengo la impresión que las ganaderías y los mataderos son los lugares ideales en los que vivir perversiones sádicas (casi siempre con impunidad). Esto también debería tenerlo claro cualquier consumidor de productos de origen animal. Por cierto, las vacas lecheras y las gallinas ponedoras se sacrifican en los mismos mataderos cuando están exhaustas y ya no dan beneficios. Por lo tanto, en última instancia no existe ninguna diferencia ética entre el consumo de carne, leche y huevos.”


Ahora, si sabes todo esto, ¿realmente quieres seguir comiendo carne o bebiendo una leche que NO necesitamos para vivir? ¿Realmente te consideras humano?

El veganismo no es un capricho, no es una moda. Es una necesidad.

Be vegan, my friend.

viernes, 15 de julio de 2016

Sobre la muerte de Lorenzo.

Normalmente no hablo de estos temas, porque no tengo ganas de meterme en berenjenales. Una ya tiene una edad y prefiero tomarme las cosas con calma. Pero esta vez voy a hacer una excepción y voy a contar lo que pienso sobre la que se ha montado con respecto a la muerte de un torero. Eso sí, voy a desactivar los comentarios porque no me apetece discutir con nadie.

Si eres lo suficientemente curioso y te has leído las entradas más antiguas de mi blog, te habrás dado cuenta de que soy vegetariana. Bueno, ya no, ahora soy vegana. En mi casa aún entra algún derivado lácteo, porque mi novio es vegetariano y aún no se ha decidido a dar el paso al veganismo. No le puedo culpar. Él decidió dejar de tomar carne hace algo menos de un año y por razones de salud, no como yo, que voy mucho más allá. Él tiene la suerte de que ahora la oferta vegetariana y vegana en nuestra ciudad es mucho más amplia de lo que era allá por los años 90, cuando yo decidí que no iba a tomar más carne y me fui a un Mc.Donald’s cien por cien segura de que aquella iba a ser la última hamburguesa (cárnica) de mi vida. Lo he cumplido. Pero por un tiempo cometí el error que cometen muchos vegetarianos principiantes. En aquella época había mucha menos información que ahora, no existía internet, nadie sabía lo que era el seitán y la soja sonaba a algo chino. Las leches vegetales tampoco existían o te costaban un riñón. Como consecuencia mi dieta no era todo lo sana que debería. Con el tiempo he ido aprendiendo y mi novio, que aun siendo carnívoro comía más fruta que yo, fue una gran ayuda para llegar a donde estamos ahora. En cuanto he averiguado cómo sustituir huevos y algún que otro alimento de origen animal en lo que como, y en cuanto se me han ido todos los miedos sobre el peligro de sufrir ciertas deficiencias vitamínicas, por fin pude dar el paso definitivo. Y por mi parte ojalá lo hubiera hecho antes...

El veganismo no tiene que ver mucho con la tauromaquia, por desgracia. Pero hablo de ello porque a los veganos/vegetarianos, con el tiempo, nos crece una pátina por todo el cuerpo hecha a partir de comentarios absurdos, ataques personales, juicios sobre nuestra forma de alimentación y miradas de lástima porque nos consideran o bien personas demasiado sensibles (o sea, ñoñas) o bien que te ha dado un ataque de locura transitoria o algo y ya se te pasará, por eso tu padre no deja de preguntarte todas las noches si no quieres filete, a pesar de que ya le has dicho más de mil veces que no, que ya no comes ningún bicho muerto. Al principio todo esto te irrita bastante, pero como digo luego te empieza a salir una pátina por la que te resbala todo. Los que hayan pasado por esto saben que los veganos/vegetarianos somos probablemente el nicho de población que más sabe de alimentación sana. Y día tras día, en cualquier conversación casual que surge en la oficina, con familiares o con amigos, tienes que escuchar miles de sandeces y sonreír en silencio, a no ser que decidas correr el riesgo de responder y verte enzarzado en una discusión sin sentido que puede durar horas. Esta es una de las razones por las que me hace bastante gracia ver cómo los toreros se ofenden tanto cuando reciben ataques verbales de animalistas... que para dejarlo claro desde ya, ni los comparto ni los justifico, pero creo que hay cosas bastante peores que los insultos.

Yo en mis tiempos de facultad.
Pero vayamos más atrás en el tiempo...

Me cuesta bastante imaginarme cómo es que en cierto momento de su vida un niño decide que quiere ser torero. He leído algunos comentarios en redes sociales que aseguran que en muchos casos son los padres los que empujan a ese niño a entrenarse para ello, ávidos de fama y dinero, como en muchos otros casos de explotación infantil que se dan por ejemplo en el cine. La verdad es que no me extrañaría, porque quiero creer que un niño no es violento por naturaleza, mucho menos contra un ser vivo indefenso. Un niño crece repitiendo lo que ve, absorbiendo lo que le cuentan, creyendo que los adultos siempre dicen la verdad. Dicen que la tauromaquia es una tradición en España y por eso no debería desaparecer. Sí, en mi familia los toros se veían. Por fortuna no en directo, porque vivo en una gran ciudad y mis padres tampoco fueron nunca grandes aficionados, pero recuerdo como si fuera ayer cómo mi madre, a eso de las 5, venía toda contenta y decía: “¡Hoy hay corrida! Corre, ven, vamos a ver los toros...” Debe ser que los adultos piensan que a todos los niños nos gustan los animalitos... sí, nos suelen gustar. Vivos. Yo, no sé con qué edad, tal vez cinco, seis años, en esa época en la que solo había dos cadenas de televisión, TVE1 y TVE2, me sentaba en el suelo con la merienda. Escuchaba las trompetas o como se llamen, veía los trajes de luz y los capotes, los caballos, las banderillas... el brillante espectáculo que tanto parece atraer a los turistas. Poco después preguntaba a alguien cómo se llamaban esos palos tan afilados que le clavaban al toro, y para qué le hacían eso. Pero no sé si me escuchaban, entre tanto “¡Olé!” y tanta “maestría”. Y cuando la sangre llegaba y veía jadear al toro me empezaba a preguntar dónde estaba la diversión aquí, dónde estaba el arte, si el animal no se podía ni defender y empezaba a suplicar con su mirada que acabaran de una vez. Mis ojos no podían despegarse de la pantalla mientras mi madre no dejaba de repetir palabras extrañas como "puya" o “puntilla”, pero sin duda lo peor era ver aquella larga espada atravesar al pobre animal y verle desplomarse, para acto seguido ser testigo de cómo era arrastrado ya convertido en una masa informe de carne, dejando un rastro de sangre en la arena.

Para entonces ya apenas veía algo, porque mis ojos estaban arrasados de lágrimas y no quería que me vieran llorar. Dicen que no deberían poner corridas en horario infantil. Yo creo que discrepo. La solución no es ocultar la verdad a los niños. Más bien al contrario: yo les pondría corridas de toro y también les llevaría a mataderos. Eso sí, les explicaría por qué ninguna de las dos cosas está bien... aunque no haría falta porque ya lo estarían viendo con sus propios ojos, y yo no intentaría lavarles el cerebro como hacen esos padres que he mencionado antes. A mí no me produjo ningún trauma psicológico ver corridas. Solo me hizo ser consciente repentinamente del mundo tan cruel en el que había nacido. Por más que pensaba, no conseguía comprender lo que había visto. Según me fui haciendo mayor la incomprensión y el leve aturdimiento se convirtieron en lástima, en resignación, en asco, en vergüenza, en furia. Protestábamos en alto mi hermano pequeño y yo, decíamos que no nos gustaban los toros, y mi madre parecía algo triste porque no compartíamos su afición, pero ahí seguía ella pegada cada vez que había corrida, y nosotros teníamos que irnos de la habitación para no tener que contemplar el salvaje espectáculo. Yo hacía números: seis toros por corrida, ¿cuántos toros son esos, en cada pueblo, en cada fiesta, en toda España? Me pasa hoy algo similar cuando veo todos esos jamones colgados en las jamonerías, cuando pienso: “¿Cuántos cerdos habrán matado para hacer todos estos jamones?” No son miles. Son miles de millones. Pero eso a nadie parece importarle, salvo a gente “sensiblera” como yo.

Por esa época a mí tampoco me importaba lo de comer carne, es cierto. Me contaron que la carne era necesaria para vivir, y yo me lo creí. Después de todo, en el supermercado las bandejas de animal muerto no tienen ojos, ni suave pelaje que acariciar, ni tampoco te cuentan de dónde viene, cuánto chillaba cuando le degollaron o cómo le arrancaron con un mes o dos de edad de las tetas de su madre. Tampoco te imaginas cómo hacen el chorizo o la chistorra. En todas las comidas había carne: filete de ternera, filete de pollo, libritos de cerdo con queso, lenguado, gallo, calamares, pollo asado los fines de semana... Me resulta muy curioso cuando la gente me dice que la comida vegetariana no sabe a nada. Nunca he visto nada tan tieso e insípido como un filete de ternera, incluso empanado como los que llevábamos a la Casa de Campo. No hay mucha diferencia con una suela de zapato. Pero como es eso a lo que estás acostumbrado, no pones pegas.

¿Realmente somos conscientes del sufrimiento que hay detrás de una bandeja de carne?

El verdadero cambio comenzó cuando llegué a la Facultad de Veterinaria y comencé a diseccionar perros muertos en las clases prácticas de Anatomía. Me di cuenta de que los músculos que cortaba eran exactamente iguales a los filetes de ternera. Y el olor a formol se te metía en la nariz y ya no te abandonaba durante días. Cada vez que comía un filete, me acordaba del perro muerto que nos había tocado en nuestro grupo, el perro que teníamos que sacar de la piscina de formol entre tres o cuatro (según el tamaño del perro) para estudiar de qué estaba compuesto. El pobre perro —que según la leyenda eran seguramente perros callejeros a los que habían inyectado una sustancia en las venas— se iba convirtiendo en un amasijo de músculos, ya sin fascias y sin piel, y cuando ya no quedaba nada de él, supongo que lo llevaban a incinerar. Nos contaron que era necesario para que aprendiéramos, y yo me lo creí. En el examen práctico me preguntaron por el nervio músculo-cutáneo. No recordaba que nadie me lo hubiese señalado en el cadáver del perro, y hoy en día sigo preguntándome dónde coño está. Y puedo asegurar que en los tristes diez años que trabajé en mi profesión jamás he necesitado saberlo. Ni tampoco cuántos lóbulos tiene el hígado ni dónde se inserta cada músculo. No importa mucho, porque por lo visto muy pocos se preguntan cuántos perros callejeros son aniquilados para servir a la ciencia.

Yo dejé de comer filetes de ternera por aquel entonces, al tiempo que muy ocasionalmente me quedaba en el comedor de la facultad (nunca a comer) y observaba apesadumbrada que todos allí seguían comiendo sus filetes y sus cocidos con todo tipo de huesos, sin ningún tipo de remordimiento, sabiendo lo que sabían. Que sí, todos ponían cara de pena cuando había que diseccionar una trucha, una gallina o un gato, y siempre era el mismo valiente el que se decidía a meter el bisturí, pero luego bien que seguían comiendo carne como campeones. Yo, poco a poco y sin que se notara mucho, empecé a dejar de comer otros tipos de filete. Creo que primero fue el cerdo, luego el pollo... pero seguía comiendo croquetas de jamón, empanadillas de atún, y pescado de vez en cuando, no sea que cogiera alguna anemia. Como los peces no son mamíferos parece que dan algo menos de lástima, pero la sangre es la misma, la crueldad también. Ah, y por cierto, sí, son carne también.

En segundo de carrera, un día llegó el catedrático de Anatomía y nos contó con todo lujo de detalles, desde el punto de vista fisiológico y anatómico, lo que supone la lidia para un toro. Aunque sea difícil de creer, entre los propios veterinarios hay gente aficionada a la lidia, y por aquel entonces creo que había cierta controversia porque había algunas voces (como la del Dr. Juan Carlos Illera en 2007, entonces Jefe del Departamento de Fisiología, que por cierto los debía tener bien puestos, pero esto debió ser posterior a lo que aquí relato) que decían que los toros no sienten el dolor ni sufren durante la corrida. Cojones que no. La clase fue la contundente respuesta a esa afirmación sin sentido. Nos habló de los desgarros musculares que producen las banderillas en la cruz del toro, de la longitud de los arpones, los cuales se hunden en los músculos y se van moviendo arriba y abajo con cada paso del toro, de modo que se produce una carnicería absoluta, dando lugar a que poco a poco se descuelgue la caja torácica y le cueste cada vez más respirar. Nos habló de cuál es el punto por donde tiene que entrar el estoque, cuyo fin es lesionar los grandes vasos de la caja torácica, pero lo normal es que acaben provocando lesiones en nervios laterales a la médula, produciendo aún mayor dificultad respiratoria. El descabello se hace con una espada similar al estoque, pero se introduce entre la primera y segunda vértebra cervical, lo que da lugar a la tetraplejia. No, cuando el animal se desploma no es porque esté agotado y ya no pueda más. Es porque lo han dejado paralítico. Eso si se hace limpiamente. Si no, tienen que seccionarle la médula a mano, o para ser más exactos, el bulbo raquídeo, que es justo lo que queda por encima, con la puntilla. Pero aun después de eso, el toro no muere inmediatamente, al contrario de la creencia popular. La muerte es por asfixia. Puede permanecer consciente unos minutos más, sintiendo cómo lo arrastran. Si quieres aún más detalles, consulta esta página. O esta, si aún dudas si el toro sufre o no.  

Anatomía del sufrimiento de un toro de lidia.

Sin embargo, el golpe definitivo que me hizo vegetariana ya para siempre fue cuando en cuarto de carrera fuimos a visitar una industria cárnica y un matadero. Me río de los documentales que sacan ahora sobre cómo se hace el jamón de York o la mortadela. Verle la cara a mi novio no tiene precio, eso es verdad, igual que decirle: “Chavalito, que eso ya lo vi yo hace años... en vivo y en directo. ¿Por qué te crees que me hice vegetariana?” Saber de qué está hecho en realidad el “saníssimo” pavo en lonchas sin pizca de grasa te cambia la percepción de las cosas. Tener una asignatura que se llama “Nutrición animal”, que tú piensas “Qué guay, me van a enseñar cómo alimentar correctamente a un perro” y luego te encuentras con que en realidad te van a enseñar cómo cebar a los cerdos para que se puedan matar a los dos años y qué antibióticos tienes que echar al pienso para que crezcan más rápidamente, eso también te cambia. Pero lo que te abre de verdad los ojos es ver en directo el rito Halal, o sea, la manera que tienen los musulmanes de matar a las vacas, que consiste en meterlas vivitas, coleando y generalmente mugiendo de puro miedo en una máquina que les deja la cabeza fuera, darles la vuelta, y pasarles una cuchilla por el cuello para que se desangren, así sin anestesia ni aturdimiento ni hostias. Y a esto lo llaman “sacrificio humanitario”. Y encima es legal, porque si no los musulmanes no pueden comer carne de vaca, por cuestiones religiosas. Aún así, que quede claro que matar no es nunca humanitario, sea cual sea el método que elijas para hacerlo.

Sin embargo, en esta vida creces lleno de contradicciones. Primero te dicen que matar es malo y que no debes hacerlo. Pero luego vienen las excepciones.

“Bueno, si tienes que comer, sí puedes hacerlo.”
“Bueno, si es porque está sufriendo, también puedes hacerlo... pero solo los animales, ¿eh? La eutanasia en humanos, no por Dios, eso es distinto.”
“Bueno, si es el perro de un cazador, está viejo y ya no puede cazar, sí, puedes matarlo, aunque no tenga ninguna enfermedad grave que le esté haciendo sufrir, sobre todo si el cazador te lo pide y es un cliente tuyo. Es tu trabajo.”
“No, tampoco puedes matar a un embrión, cómo puedes pensar eso, un embrión es una persona y está por encima de los deseos y la vida de la madre. Tienes que dejarle nacer, aunque luego la sociedad convierta al bebé en un desgraciado o muera de hambre en un rincón." 
¿Huevos? ¡Qué ricos! Son óvulos de gallina que se pasan toda su vida poniéndolos antes de morir degolladas en condiciones deplorables, pero no, no están fecundados así que no son lo mismo que un embrión. Y los pollitos machos que se trituran nada más nacer... ¿dónde has visto eso, en una película de terror?”
“No, apalear a un perro no está bien. Pero degollar a un cerdo en la matanza de los pueblos... eso es una tradición y una fiesta.”
“¡Dios, mira lo que hacen en esa tribu del Amazonas! Matan a los monos de los árboles con flechas envenenadas y luego se los comen. Mira que están atrasados los pobrecillos...”
“Y matan a los tigres porque en los testículos hay sustancias afrodisiacas.”
“Y en China matan a los tiburones solo para hacer sopa de aleta de tiburón. Cómo pueden ser tan bestias.”

Esto te lo dice gente que jamás ha pisado un matadero y piensa que el pollo que se está comiendo ha sido sacrificado “humanitariamente” y con su consentimiento, dando su vida con toda generosidad para que ellos puedan vivir.

Y mientras te ves obligado a vivir en esta sociedad “tan civilizada” en el que la gente realmente disfruta comiendo cochinillos —que por si alguien no lo sabe, son crías lactantes de cerdo (o sea, bebés), uno de los animales más parecidos fisiológicamente al hombre—, chuletas y demás, y no parece que les suponga ningún conflicto moral, porque claro, la carne es imprescindible para sobrevivir, entonces llega un día en el que un torero muere por una cornada en el corazón. Un torero. En 25 años. La gente que está en contra de las corridas de toros dice abiertamente lo que piensa. Y los toreros se indignan. “Qué monstruos son los animalistas, que se alegran de la muerte de un ser humano, que ponen por encima la vida de los animales antes que las personas. Qué mal está el mundo... Pues no, no nos van a prohibir que sigamos haciendo lo que hacemos”. Y sin saber cómo, el foco de atención se desplaza a la falta de educación de los animalistas, sin que ni uno solo de los toreros admita que la muerte de un torero solo es culpa de ellos mismos, gracias a que en pleno siglo XXI sigue existiendo tal aberración como es la tauromaquia. Los verdugos se convierten súbitamente en pobres víctimas vilipendiadas por esos desalmados sensibleros que defienden a los animales que Dios creó para morir en las plazas, porque si no estarían extinguidos, todo el mundo lo sabe. Panda de irracionales...


Lorenzo. Uno de más de los millones de toros asesinados en el mundo.

En este punto tengo que decir que yo no me alegro de la muerte de un torero. Tampoco me alegré cuando murió Paquirri, algo que aún tengo grabado en la retina porque también lo vi siendo una niña, algo que toda España vivió también casi en directo, en aquellos tiempos en los que solo podíamos elegir entre TVE1 y TVE2. Pero si he de ser sincera, tampoco me entristece. Es parecido a cuando un alpinista muere subiendo el Everest. Sabe a lo que se arriesga, nadie le obliga a subir al Everest. Aunque, ahora que lo pienso... sí, la muerte de un alpinista sí que me entristece. La diferencia es que al menos el alpinista no está haciendo daño a nadie. No es que nadie se merezca morir por ser mala persona, eso tampoco, o estaríamos todos en el corredor de la muerte por una razón u otra... pero lo que es innegable es que el torero ha hecho daño, mucho daño. En su haber lleva una ristra de animales a los que asesinó vilmente, en inferioridad de condiciones, con alevosía, haciendo sufrir. Lorenzo solo quería vivir, solo pretendía defenderse. Es entonces cuando me pongo a hacer números de nuevo: si un torero mata a seis toros por corrida, ¿cuántas vidas se ha llevado por delante? Pero eso no le importa a nadie, porque las vidas animales no cuentan, ¿verdad?... aunque sí se apresuran a maldecir y a llamar asesino al pobre toro. Esta vez fue Lorenzo, el de la foto, la verdadera víctima, por eso le he dedicado a él esta entrada. La verdad es que no sé por qué le ponen nombre, cuando ni siquiera le consideran “alguien”, cuando en las ganaderías todos llevan un número que les cosifica. Es como otra terrible burla de aquellos que se creen superiores al resto de seres vivos. Porque sí, señores, la vida humana NO es superior a la vida animal. Sé que cuesta aceptarlo, cuando vivimos en una sociedad antroponcentrista como la nuestra. Pero es la realidad. Como he leído alguna vez respecto al veganismo: los veganos no nos consideramos superiores a nadie, precisamente somos veganos porque no nos consideramos superiores a los demás. Y sí, señores toreros: alguien que se pasa la vida matando a otros seres vivos por pura diversión no se merece ningún respeto, ni siquiera en la hora de su muerte. El torero al que no he nombrado no merece ser recordado de ninguna manera, igual que tratamos de olvidar a los protagonistas de la historia infame de nuestro país. Tampoco está bien alegrarse del sufrimiento de sus familiares, pero la verdad es que moralmente creo que es mucho peor dedicarte a torturar animales y sentirte orgulloso de ello, por muy aceptado que esté en determinados círculos que además se lucran económicamente gracias a todos los que van a las corridas ávidos de morbo, sangre y sufrimiento ajeno.

Después vienen los comentarios estúpidos que tan hartos estamos los veganos/vegetarianos de leer. Acusaciones de unos a otros tratando de justificar un comportamiento que saben que está mal, en distintos grados, pero aún así saben que no cambiarán. Los que defienden los toros atacan a los que están en contra de los toros. Algunos que están en contra de los toros y además son coherentes con sus pensamientos y son veganos/vegetarianos, condenarán la hipocresía de los que están en contra de los toros pero son carnívoros. Sí, algunos condenan la tauromaquia pero siguen comiendo carne, como si morir en un matadero fuera menos tortura que morir en una plaza. Es una de esas contradicciones de la vida. Yo también considero que es una hipocresía, pero eso es algo que no puedes decir muy alto, y de todas formas comprendo que cada uno lleva su ritmo, igual que yo he estado años comiendo yogur y queso cuando podía haberlo evitado. Así que la tolerancia debe estar siempre presente, por mucho que nos duela y nos frustre no poder cambiar las cosas YA. Solo podemos protestar, escribir entradas como esta, contribuir con nuestras pequeñas acciones a construir ese mundo que queremos, en la medida de nuestras posibilidades. El odio nunca lleva a ninguna parte. Quiero pensar que muchos continúan comiendo carne porque no son conscientes de la realidad, que aún están atrapados en las mismas mentiras que me contaron a mí cuando era más joven. Probablemente me estoy autoengañando, pero mejor estar en contra de la tauromaquia y ser carnívoro que ser un torero o ser cómplice de alguna manera de la mal llamada fiesta nacional.

Uno de los pocos héroes verdaderos que tenemos en España.

Educar a un niño en la violencia para que perpetúe una “tradición” tan cruel, tan inhumana, tan sangrienta, me parece propio de una sociedad realmente enferma. Lo más triste es que la tauromaquia no es lo peor que existe. La producción animal es aún más aberrante, pero permanece aún oculta y será mucho más difícil de erradicar. Por cada toro que muere en la plaza, hay millones de animales que mueren en mataderos, después de llevar vidas horribles. No puedes mirar a una vaca a los ojos y pensar que es distinta que un perro o un gato. La gente se escandaliza cuando ven a chinos despellejar y descuartizar perros en el festival de Yulin, pero permanecen indiferentes a la barbarie que se produce todos los días a unos pocos kilómetros de su casa, solo porque piensan que los cerdos y las vacas “son criadas para el consumo humano”, y que necesitamos la carne para tener una nutrición equilibrada, probablemente una de las grandes mentiras más extendidas en todo el mundo.

La ignorancia hace la felicidad, dicen. Y en este caso es totalmente cierto.

Acabo con las palabras de un técnico de sonido de televisión, José Sepúlveda, testigo directo de lo que pocos se atreven a contar:

"En mi caso, que me ha tocado participar en el sonido de alguna retransmisión televisiva, siempre he comentado, que si en lugar de la mezcla de sonido de la banda de música, aplausos, bravos, olessss y demás... el sonido fuera el que capta el Sennheiser 816 (micrófono que capta a gran distancia y buena calidad) a pie de ruedo, donde se escucha perfectamente el sonido de la banderillas al entrar en la piel, los mugidos de dolor que da el animal a cada tortura a la que se somete... y además lo acompañáramos de primeros planos de las heridas que lleva, de los coágulos como la palma de una mano, de la sangre que le brota acompasada al latir del corazón o la mirada que pone en animal antes de que le den la estocada final, creo que el 90% apagaría el televisor al presenciar semejante carnicería a ritmo de pasodoble.
Yo, personalmente pedí el dejar de hacer ese tipo de trabajo, precisamente un día que en Castellón me tocó estar en el callejón y me cabreé mucho al escuchar a un toro, al cual el torero falló cuatro veces con el estoque y harto de escuchar al pobre animal me quité los auriculares...
No tuve bastante, que mientras agonizaba, escupía, se ahogaba en su sangre, se vino a morir justo pegado a mí, apoyado sobre las maderas mientras daba pasmos y su mirada ensangrentada y con lágrimas, sí lágrimas, sean o no sean de dolor, se cruzó con la mía y no nos la perdimos hasta que un inútil hijo de... falló dos veces con el descabello, al que le dije de todo.
Ahí acabó mi temporada torera de por vida.
Son sentimientos personales y lo más probable es que a un amante de ‘la fiesta’ le parezcan ridículos, pero más ridículo es, cuando después de semejante carnicería, giras la vista al público y los ves allí aplaudiendo, comiendo su bocata sin inmutarse, sin haber visto y oído lo que yo."


Ojalá pronto vivamos en un mundo en el que respeto a la vida, el verdadero respeto universal, prime sobre todas las cosas.



martes, 21 de mayo de 2013

"Non-vegans are nazis".

Afirmación desafortunada donde las haya…

Iba a ser el nombre de una página en una conocida red social, y el creador o creadora de la misma pretendía que los seguidores de su otra página sobre veganismo indicáramos que nos gustara. Evidentemente, no lo hice. Le propuse que cambiara el nombre, básicamente porque no me parecía bien que mezclara a los nazis con el veganismo. Pero la contestación que recibí me dejó aún más estupefacta: “Nonsense! Nazis kill and torture!” Perfecto. Más o menos le respondí que decir eso era convertirse también en un nazi, debido a la intolerancia que ellos mostraban hacia todos aquellos que no fueran como ellos (por resumirlo en pocas palabras y de manera extremadamente simple), y que si de verdad queremos hacer que todo el mundo se vuelva vegano, ése desde luego no es el camino. Debemos utilizar las armas adecuadas para luchar por algo, que en mi opinión, es deseable, pero no podemos condenar a la gente que, por la razón que sea, elige otra alternativa. Si la base del veganismo es el respeto absoluto a todas las formas de vida, creo que eso debería incluir también a los seres humanos, aunque sean sin duda los más destructores del planeta.

Por fortuna, parece ser que me hizo caso, porque el mensaje desapareció y no he visto ninguna página con ese nombre.

Lo curioso es que me puse a indagar más en la red y vi que también los no-veganos dirigen la misma acusación de “ser unos nazis” a los propios veganos. Incluso en algunos lugares llegan a comparan el signo vegano con la esvástica, que, dicho sea de paso, no he encontrado la similitud por ninguna parte. ¿En qué quedamos? Y otra curiosidad es que por lo visto tanto Hitler como Himmler eran vegetarianos (aunque por supuesto dudo que esto esté demostrado), existía un “ala verde” en el Tercer Reich, y en esos años se aprobaron leyes dirigidas a la protección animal y del medio ambiente. Y parece ser que este argumento es utilizado por los neonazis (a los cuales no guardo ninguna simpatía) para defender su ideología... por sorprendente que parezca.

Llegados a este punto, mi confusión ya no puede ir a más. Y el debate me resulta un sinsentido más producto de la ignorancia, la demagogia, la irresponsabilidad y no sé cuántas cosas más. Y lo único que me queda claro es que ningún extremismo es bueno, nadie puede obligar a nadie a llevar una vida determinada, por mucho que nos duela a los que queremos cambiar el mundo. Y, personalmente, me gustaría que dejaran a los nazis en paz… Puede que sean un buen ejemplo de intolerancia, pero desde luego no es el único que existe en el mundo (por desgracia), y ya somos mayorcitos para saber que la maldad y los actos violentos son universales a todos los seres humanos, y somos nosotros los que elegimos qué clase de persona queremos ser. Y comparar el nazismo con el veganismo o el no-veganismo me parece una actitud un tanto inmadura e irresponsable. Creo que son conceptos totalmente distintos y que jamás se deberían mezclar ni trivializar.


Porque para mí, la cuestión va mucho más lejos. Y se ha convertido en algo muy personal. Por circunstancias de la vida (y la muerte), llevo largo tiempo reflexionando sobre un tema muy delicado del que apenas nadie se atreve a hablar, y mucho menos cuando hay judíos delante. También por circunstancias de la vida (y la muerte), tengo un fuerte sentido de la justicia y me molesta muchísimo que no se cuenten todas las verdades. Y además cada vez me cuesta más callarme ante la ignorancia de la mayoría de la población y el dejarse llevar con la corriente sin pararse ni un segundo en pensar si lo que nos cuentan es cierto o no, sin molestarse en preguntar a los verdaderos protagonistas y no a los historiadores que por lo general siempre pertenecen al bando vencedor, sin entretenerse en escuchar ambas versiones y en tratar de comprender qué es lo que de verdad llevó al Holocausto. 

Es mucho más fácil ampararse en “Todos los nazis son malvados”, y seguir poniendo fotos de Hitler y campos de concentración en todos los lugares, incluyendo crímenes que probablemente no son ciertos, mientras que las atrocidades cometidas por los aliados durante la Segunda Guerra Mundial (por poner un ejemplo) permanecen ignoradas, al tiempo que los distintos gobiernos nos mantienen engañados llamando terroristas a los que solo se defienden del horror extendido en nombre del “bien”. No justifico ni a uno ni a otro, por supuesto. “Las guerras son las guerras, y las víctimas son siempre mujeres, niños y ancianos”, dicen. “Siempre habrá guerras mientras negociar con armas sea rentable”. Podría llenar páginas enumerando las razones por las que no estoy de acuerdo con esto. Pero trataré de ser breve: no, las guerras no existen porque haya unos cuantos malvados (sean quienes sean) que se dedican a organizarlas. Ni tampoco porque sean inevitables para alcanzar la paz. Existen porque siempre es más fácil culpar a otros de las desgracias en lugar de responsabilizarnos nosotros mismos. Nos corresponde a nosotros negarnos a apretar el gatillo si creemos que lo que vamos a hacer no está bien, aunque eso signifique perder nuestra vida. Nos corresponde a nosotros negarnos a seguir a un líder que se ha convertido en un dictador, aunque tengamos que renunciar a una posición de poder. Si queremos, podemos evitar ser parte de la gran cadena de producción de armas, simplemente no comprando ninguna, o sin creer al gobernante de turno que nos dice que son necesarias para nuestra defensa. La decisión final de hacer el mal es nuestra y solo nuestra. Son nuestros actos los que nos convierten en cómplices, y muchas veces sin saberlo, porque es más cómodo ver la televisión sin razonar que ponernos a investigar por nosotros mismos y sacar nuestras propias conclusiones. La cuestión, igual que en el caso del vegetarianismo o veganismo, es informarse adecuadamente para poder decidir por nosotros mismos, en lugar de ser arrastrados por una masa a la que guían con oscuros propósitos…     

Pero sobre todo: no solo niños, mujeres y ancianos son víctimas. En una guerra todos, sin excepción, somos víctimas. Tanto el que mata, como el que es matado. En una guerra no hay buenos ni malos. Cada uno lucha por sus propias razones y en muchos casos probablemente estarían justificadas. ¿Quién estuvo realmente allí para comprender las circunstancias que envolvieron esa guerra? ¿Quiénes recuerdan de verdad? Esto no parece importar mucho, porque los que aún viven, no quieren hablar; los que murieron, muchos permanecen olvidados; y los que murieron y han vuelto, ni siquiera se sospecha que existen… Y sin embargo, son los que más saben. Probablemente ya los únicos que distinguen cuándo los libros mienten y cuándo dicen la verdad. Son los que cargan con la culpa, la injusticia y el silencio de saberse engañados y manipulados por un poder que prefiere que el mundo siga creyendo que él es el bueno y todos los demás son los malos, para así no tener que rendir cuenta de sus propios crímenes. Es el plan perfecto.

Abramos los ojos de una vez. En todas las áreas de la vida. Acabemos con el sufrimiento. Pero con el sufrimiento de todos: desde el más indefenso animal al que se le arranca de su madre para que nosotros podamos comer carne o beber leche, hasta el del niño que muere de hambre en una región asolada por la pobreza, o de cualquier ser humano, no importa sexo, raza o religión, que haya decidido erróneamente empuñar un arma para defender al mismo país que lo condenará al olvido o a la ruina, si es que sobrevive… 

Tenemos que negarnos a participar en cualquier acción que suponga la más mínima violencia o injusticia. No les sigamos el juego a los que creen saber lo que es mejor para nosotros. Todas nuestras decisiones cuentan, incluso las que parecen más insignificantes. Si dejando de comprar huevos podemos evitar el sufrimiento de unas cuantas gallinas hacinadas, hagámoslo.  Si comprando ropa en un comercio que no se dedica a explotar a trabajadores indios, logramos que algunos pocos vivan mejor, hagámoslo. Basta ya de excusas y justificaciones.

Dejemos atrás las matanzas injustificadas, las barbaries, la tortura, la crueldad, y todas las formas de violencia, incluida la más salvaje de las intolerancias.

lunes, 25 de marzo de 2013

Sobre lechugas que sufren.

A pesar del título de esta entrada, esto no es un alegato a favor del vegetarianismo, veganismo o cualquier otra forma de alimentación que evite el consumo de productos de origen animal. Yo ya hice mi elección hace bastantes años, después de habérmelo pensado durante otros tantos años, a medida que mi conocimiento sobre el tema iba creciendo debido a mi profesión. Respeto lo que las otras personas hagan con su vida… aunque sí me gustaría que si eligen un camino, fuera porque lo han elegido sabiendo de verdad la realidad de las cosas, todo aquello que no nos cuentan en los telediarios porque va en detrimento de una industria o de un grupo de aficionados.

Es más una reflexión sobre la necesidad de que nos hagamos responsables de una vez por todas del mundo en que vivimos, de los males que debemos soportar día tras día que en muchos casos no son culpa del de al lado, sino de nosotros mismos. Somos nosotros quienes con nuestro comportamiento construimos la sociedad en la que estamos, somos nosotros quienes no pensamos en las consecuencias de nuestras acciones, por pequeñas que sean… Y además seguimos pensando que este mundo nos pertenece y que podemos hacer de él lo que nos antoje, sin que nos importe en qué se encontrarán los hijos de nuestros hijos cuando nosotros nos hayamos marchado.

No sé, a lo mejor es una ilusión mía, pero a veces tengo la sensación de que vivo rodeada de niños en una guardería en lugar de personas maduras y responsables. No suelo hacerlo, pero hace unos días expuse públicamente mi opinión sobre las bondades de ser vegetariano. Son muchas las filosofías orientales, e incluso algunas religiones, que aconsejan este tipo de dieta para la evolución espiritual, para meditar mejor y para llegar incluso a contactar con otras realidades que por lo general no solemos ver. Muchos médicos también empiezan a aconsejarla con más frecuencia, alejándose cada vez más de aquellos que dicen que puede producir carencias nutricionales. Pero más allá de la nutrición, muchos de los que elegimos este camino lo hacemos por una cuestión ética, porque nos parece inhumana e innecesaria la muerte de cualquier animal, y no entendemos por qué algunas personas sienten tanto la muerte de una mascota, y sin embargo ni siquiera piensan en ello cuando se comen una hamburguesa, como si un perro o un gatito fueran diferentes de un cordero lechal, el cual no deja de ser una cría de muy pocos días de edad.
La respuesta que obtuve fue: “Las plantas también sufren. Y pasé hambre cuando era pequeña, igual que mis padres en la posguerra. Y además mi niño no me comía. ¿Cómo voy a pensar en no comer carne? Pero esto no son excusas. Si no fuera porque comemos carne, ni siquiera existirían los animales, porque mira, se están extinguiendo todos”.

No voy a comentar punto por punto porque no es el objetivo de esta reflexión. Y además me indigno bastante. Pero para mí es evidente que sí que son excusas. 

Me gustaría saber cuántas personas que comen carne han visitado algún matadero. Me gustaría saber cuántas personas se han interesado por saber cómo se les trata a los animales que se crían para que podamos disfrutar de un chuletón, si se han informado convenientemente acerca de todos los antibióticos y otros medicamentos que se les administra para que crezcan y engorden en el menor tiempo posible, de cómo las gallinas ponedoras son hacinadas en cubículos y sometidas a ciclos de luz y oscuridad y de cómo les cortan el pico para que no se ataquen unas a otras por el estrés, y de cómo la legislación que hay al respecto es escasa y muy poco restrictiva, eso si es que se cumple alguna vez… Podemos mirar hacia otro lado e inventarnos miles de excusas para justificarnos a nosotros mismos que es nuestro derecho comer carne y que lo seguiremos haciendo, porque si no, las vacas desaparecerían. Claro, mejor que existan y que sean maltratadas, a que no existan…

Esto me recuerda a las peleas entre niños o, mucho peor, a los conflictos armados entre países: “Sí, le he dado un bofetón, pero es que él me puso la zancadilla”. “Sí, les hemos tirado una bomba y han muerto unos pocos inocentes, pero es que ellos han hecho prisioneros a dos de los nuestros”.

Si sabemos que algo está mal, ¿por qué lo seguimos haciendo? ¿Que otros hagan el mal, justifica que nosotros también lo hagamos?  

Es verdad, las lechugas sufren. Como persona sensible que soy, me he interesado por este tema y he encontrado estudios científicos muy interesantes que podrían demostrar que algo sí que hay. Pero como profunda conocedora del sistema nervioso animal, puedo afirmar que en un matadero el nivel de sufrimiento es mucho mayor que en el de un huerto en época de recolección o en la olla cuando voy a hervir una coliflor. Y nadie puede tener el descaro de decirme que deje de comer lechugas también cuando él ni siquiera está dispuesto a plantearse que entre todos podemos hacer que haya menos sufrimiento animal. Espero llegar algún día a poder vivir sin comer, pero por desgracia ese día aún está muy lejos, y si he de elegir, prefiero comer una lechuga. Al menos nadie va a ser criado, cebado y sacrificado por ello.


Si alguien está interesado, os recomiendo que busquéis el libro La vida secreta de las plantas, de Peter Tompkins y Christopher Bird, o Primary perception, de Cleve Backster.

O mejor, visitad un matadero antes.
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